UNA LUZ QUE SE ENCIENDE CUANDO LA PUERTA SE ABRE / Tomás Catena

Esdrújula
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7 min readJul 31, 2022
Ilustración: Azul Guerrero — @azul_limada

Uno siempre tiene que perseguir sus sueños. La vida sólo vale la pena para aquel que se consagra a lo que lo apasiona. Yo, por ejemplo, trabajo en Garbarino mientras termino el curso de refrigeración online que empecé el año pasado.

Fue tremenda la desilusión que esto causó en mis viejos, que me soñaban abogado, arquitecto o médico. Pero es sabido que quien desoye a su voz interior para satisfacer deseos ajenos vivirá una vida de esclavo y será irremediablemente infeliz. Mi vocación empezó de chiquito: nunca pude irme de una casa sin antes haber abierto la heladera. ¿Manía de gordo? Puede ser. Pero en realidad es mucho más que eso.

Mis primeros recuerdos son de la casa de Matías, mi compañerito de banco de la primaria. Iba todas las tardes a jugar con él. Su madre miraba novelas en la cama, a un volumen altísimo, mientras nosotros jugábamos a los autitos en el living. Cuando Matías iba al baño a hacer pis y yo me quedaba solo, corría hasta la cocina y abría la heladera. Una Gafa Eurosystem enorme, por lo menos del doble de tamaño de la que teníamos en mi casa. Abajo, un gran cajón para las verduras; en el medio, la puerta principal (la que yo más abría y siempre rebosaba de fiambres y frascos de aderezos importados) y arriba el freezer que, dada mi escasa estatura, no llegué a abrir sino hasta que cumplí diez años y ya no jugábamos tanto a los autitos; nos juntábamos para ojear, a escondidas, las revistas Playboy de su hermano mayor.

Si tuviera que trazar una línea de tiempo, diría que ese fue el momento cero. Desde entonces, fui acumulando experiencia, adquiriendo conocimientos. Y desarrollé un verdadero talento. Si se lo piensa un poco, no es tan difícil. Es entrar y hacer un rápido escaneo con la mirada, localizar la cocina, situar geográficamente a la heladera en un mapa mental. Cuando la persona es de confianza, es más fácil: che, te saco agua. Voy y abro la puerta mágica. El desafío es cuando no hay un trato familiar con el anfitrión. Ahí sí constituye todo un reto. Me vuelvo un estratega y comienzo a planificar ni bien me siento en el sillón del living. A veces es simple: adopto una actitud altruista y me propongo para ir a buscar la pava, o los vasos, o lo que sea. Otras sólo hay que esperar a que vayan al baño, y ahí es cuando me lanzo decidido. Tengo que ser rápido, ya no cuento con la velocidad de aquellos años en la casa de Matías. Esa sensación de adrenalina no se compara con nada.

Es algo tan central para mí, que hasta me define políticamente. Y de acuerdo a cómo me sienta en el cuarto oscuro, a veces voto por proyectos nacionales y populares, que gobiernan para llenarte la heladera. Pero otras no puedo resistirme y termino eligiendo a algún candidato neoliberal, porque cuando ellos ganan, el país se llena de heladeras de los más exóticos lugares del mundo, y yo tengo oportunidad de conocer nuevas marcas y modelos. De todas maneras yo soy clásico y mi favorita sigue siendo la Phillips Tropical 4 Estrellas de mi primo Joaquín. Siempre que la abro me topo con dos o tres frascos de mermelada llenos de flores. Él los guarda así porque dice que se mantienen mejor. Cada vez que voy, armamos uno y nos pasamos la tarde en el sillón, jugando a la Play.

Y parece mentira, pero uno puede conocer a una persona con sólo verle la heladera. La gente esconde sus secretos ahí. Quizá por eso mi abuela me retaba cada vez que entraba a su casa e iba derecho a la Siam bolita. Descubría los fiambres que el médico le tenía prohibido comer: bondiola, matambre arrollado, jamón serrano, queso de cerdo.

Lo cierto es que cuando uno abre la puerta de una heladera obtiene información clave, fundamental. Por ejemplo, pude darme cuenta de que Beto, un amigo poco propenso a exteriorizar sus problemas, estaba deprimido, al ver que su Electrolux No Frost HPK 350 sólo contenía una botella de agua y medio limón seco. Volví al comedor, me senté a su lado, puse mi mano en su hombro y le pregunté: ¿Qué te anda pasando? Estuvo horas contándome un problema personal que no viene al caso. Lloró mares de lágrimas, pero a la semana, cuando volví a visitarlo, pude constatar con alegría que su heladera estallaba de carnes, lácteos y vegetales. Esa noche fuimos a un boliche y él terminó yéndose con una chica.

Y hablando de minas, esto me recuerda a Florencia, una mujer hermosa. De la que pude escapar a tiempo gracias a este hábito que tengo. Sólo había potes de color verde en su White Westinghouse de tres fríos. Me di cuenta la primera vez (que fue también la última) que fui a su casa. No podía tener nada serio con una mujer que viviera haciendo dietas y consumiendo productos light. Sus besos tendrían el sabor metálico del edulcorante. Le dije que no estaba sintiendo lo mismo que ella y me fui, silbando bajito.

En otra ocasión, me salvé de otro potencial noviazgo frustrado, cuando abrí el freezer de la General Electric HGE 450 de Luciana y comprobé, con resignación, que no había hielo para el fernet que acababa de prepararme, mientras esperaba que ella se vistiera. Estaban las cubeteras, pero vacías. Sé de sobra que el que termina una cubetera y no la recarga es un egoísta incorregible, una persona sin códigos. Me fui sin despedirme, mientras ella, en su cuarto, se probaba vestidos para ir a la fiesta a la que nos habían invitado. Hay cosas tan obvias que no necesitan explicación.

Pero en el casamiento de un amigo me presentaron a Verónica y entonces conocí el amor verdadero. Esa misma noche, mientras nos contábamos las cosas que se cuentan quienes recién se conocen, me dijo que trabajaba en Frávega. Paré la oreja al instante. Desaparecieron las personas alrededor, la música. Sólo éramos ella y yo. Cuando me invitó a ir a su departamento, ni dudé.

Al entrar, me dijo Esperame que voy al baño y yo, obvio, me zambullí de cabeza en su Philco PHCT 340 plateada. Lo que vi adentro me llenó el alma: las botellas, en la parte inferior de la puerta, al centro la mostaza y el kétchup y arriba, la manteca y los huevos. En el cajón de abajo, las frutas y las verduras; en el siguiente, los tuppers con los productos cocidos, cada uno con su respectiva tapa y en el estante superior, el pollo y la carne cruda. Era perfecto. Estaba por abrir el freezer cuando ella apareció de repente y me estampó un beso en la boca.

A la semana siguiente, decidimos que nos mudaríamos juntos. Estaba seguro de que ella era la persona indicada, la mujer con quién yo quería compartir mi heladera. Y si bien cada uno ya tenía sus muebles y electrodomésticos, resolvimos vender todo y comprar nuevos. Optamos por hacerlo en Musimundo, un lugar neutral.

La elegida fue una Midea Side 502L. Consumo eficiente de energía, display LCD con medidor de temperatura y humedad, dispenser de agua en la puerta y hielera automática. Interior con luz de LED, estantes de vidrio templado intercambiables y una capacidad total de quinientos litros. Una maravilla de la tecnología.

Y durante algunos años fuimos felices. Pero el amor, que no escapa a las generales de la ley, algún día termina. Como todo. El freezer se fue cubriendo de escarcha, que ninguno de los dos sacaba, mientras la pasión se extinguía y la convivencia mostraba su peor cara: yo guardaba el sachet con la mayonesa chorreando, ella dejaba la cuchara incrustada en el pote de dulce de leche. La desidia nos había ganado. Hasta que un día no dio para más. Nos separamos.

A pesar del dolor, sabíamos que en el fondo era lo mejor para ambos y en un acto de gallardía de mi parte, en la división de muebles, le di a elegir a ella. Entonces, el televisor para acá, el sillón para allá, etcétera. Y cuando llegamos a los electrodomésticos de la línea blanca, le dije: ¿Qué querés, el lavarropas o la heladera? Yo ya sabía la respuesta, pero necesitaba escucharla de sus labios, que lo pronunciara. Cuando lo dijo, fue como si girara dentro de mí el puñal que ya tenía clavado.

Así fue que un sábado a la mañana, vinieron los del flete y se la llevaron, junto con el resto de sus cosas. La manipulaban con tal brutalidad que no pude quedarme viendo y salí al balcón a mirar los edificios de enfrente, con los ojos empañados.

Y cómo andaría yo por esos días, en qué estaría pensado, cuando compré mi nueva heladera. A pesar de las facilidades que me daba la empresa por ser miembro, me traje una chiquita. Total estoy solo, pensé. Ahora, mi Patrick bajomesada se llena con una botella de coca, media docena de huevos y tres manzanas. Y si viene un amigo, no entran dos cervezas en el congelador.

EL AUTOR

Tengo treinta y nueve, nací en Puerto Madryn y me gusta leer.

Participo del taller literario de Ignacio Molina y también participé en el de Inés Kreplak.

SOBRE EL CUENTO

Mauricio Kartún dice que se puede contar la historia de una persona a través de su vínculo con un elemento. Esa es la intención de este relato. Me sirvió mucho para la narración que esa relación sea obsesiva, más que el elemento en sí. El personaje bien podría tener una fijación con los baños y revisar botiquines ajenos, espiar detrás de las cortinas de las duchas y a partir de eso sacar todo tipo de conclusiones descabelladas sobre las personas. O podría ser un fanático de la moda que juzga a la gente por su vestimenta o corte de pelo. En fin, las posibilidades son infinitas. En este caso elegí un objeto, la heladera, porque me atrae y pertenece al universo de mis cosas, a mi cotidianidad. El resto es exageración.

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