Casiopea

Lusilier
Español en ruta
Published in
4 min readJun 30, 2024
El terreno de investigación (foto: autor)

Estaba sentado en una sombra muy relativa bajo un árbol típico de esa zona, con sus escasas y pequeñas hojas. El cielo era de un azul de cobalto límpido, sin nubes. Un viento suave soplaba. A lo lejos, hacia el suroeste, veía las inmensas dunas de arena de los “Empty Quarters”, el desierto de Rub al-Jali, una de las regiones más inhóspitas de la Tierra. Era la hora de almorzar, pero no tenía hambre. Salí de mi mochila la botella de agua, ya caliente, para tomarme un trago de este exquisito líquido, con ganas de beberme todo el medio litro que quedaba. Pero era preferible ahorrarlo porque tenía otra media jornada que cumplir antes de regresar a mi tienda.

Era un día como los demás.

Soy geólogo. Me habían encargado de investigar una zona conocida por sus yacimientos petrolíferos. Estaba colocada en la parte oeste del Sultanato de Omán, en la península arábiga. El primer paso era recoger datos para levantar y trazar una carta geológica de la superficie terrestre, lo que nos permitiría saber luego donde perforar pozos.

La cabrita se había ido, como solía hacerlo cerca de mediodía, cuando el sol alcanzaba su máxima altura. Casiopea, así la había bautizado (por la constelación), era negra, por lo cual se supone que había encontrado un lugar donde protegerse del sol. Se juntó a mí poco después de mi llegada en ese sector. No sé por qué; quizás buscaba una compañía. Tampoco sé de donde era o si tenía un dueño, pues no se encontraba alma viviente en un rayo de 20 km.

Un día, mientras dirigía mi atención hacia un afloramiento complejo (enfocar en mi trabajo era una buena manera de olvidarme del calor), la oí balar desde unos 300 metros, como si me estuviera llamando. Mientras me acercaba de ella, la vi desaparecer dentro de una ranura en la roca, para de repente volver a aparecer. Por lo visto, yo había encontrado su escondite o, mejor dicho, me lo había enseñado ella. Estaba cerca del suelo, bien ocultado por unos arbustos. Pero me fijé en algo extraño: los estratos en qué estaba colocada esa apertura no eran naturales, sino que habían sido reconstituidos.

Eso me dio mucha curiosidad por saber de qué se trataba. La apertura era muy estrecha, pero conseguí deslizarme, con el faro (que siempre tenía en la mochila) en una mano. Al llegar al otro lado, pude ponerme de pie. El frescor del lugar era desconcertante. La oscuridad también: aun con el faro encendido, los ojos llevaron un rato antes de empezar a percibir algo. Era una gruta artificial, como el muro. El techo era adornado de constelaciones, incluso, por casualidad, la ‘W’ abierta de Casiopea. Pude determinar que el lugar era muy antiguo y que albergaba, entre otras cosas, algo semejante a un ataúd. Eso lo comprobé al coger uno de los pedazos de ramas que había vislumbrado en la caja, pero que era en realidad un hueso, lo cual, de repente, se convirtió en polvo. No hacía falta un doctorado en arqueología para darse cuenta de que lo que se encontraba allí era algo raro. Un poco avergonzado, salí antes de cometer más torpezas.

Casiopea (foto: autor)

El día siguiente, fui a la ciudad para avisar a las autoridades de lo que había visto. Después de averiguarlo, me pidieron que no se lo revelara a nadie. Al final, la cosa se quedó un poco misteriosa. Por mi cuenta, no cambió nada. Seguí con mi trabajo.

Las noches en esa parte del mundo, bajo una bóveda celeste, con sus innumerables pequeños ‘soles’, era el precio que me aguardaba al fin de cada día. Estaba reflexionando sobre ese hallazgo. No había visto a Casiopea desde mi regreso de Mascate. La echaba de menos. En mi país, las cabras no son comunes. De hecho, ella era la primera que había visto en lo real y no sé si son todas como ella. Tenía unos comportamientos insólitos. Por ejemplo, me miraba en los ojos cada vez que le hablaba, lo que empecé a hacer al principio para romper la soledad, y que proseguí porque era como si entendiera (y le interesara) lo que decía. Era como conversar con una persona muda. Más inusual aún, miraba el cielo estrellado igual que lo hacía yo y hasta con más frecuencia. Nunca me había fijado en eso con los gatos, perros y demás animales que conocía.

Los clientes estuvieron encantados con el resultado de mis investigaciones. Había circunscrito una estructura anticlinal cortada por una falla inversa, algo muy prometedor y que justificaba una exploración del subsuelo. Lo curioso es que, a pesar de ese éxito, la experiencia en su conjunto me dejó perplejo. Siempre me había preguntado sobre el valor de mi labor. Por un lado, era una industria sumamente contaminadora. Pero, a la postre, también servía para alimentar una demanda de hidrocarburo todavía fuerte por parte de todos los actores en nuestra sociedad (incluso activistas que conciencian a la población acerca de los cambios climáticos mientras seguían viajando cada uno en su coche). Pero mucho más allá de ello, me preguntaba sobre los límites de los conocimientos científicos, de la presunción humana y de nuestra falta de humildad. Observamos lo que queremos observar y rechazamos lo que no cuadra con nuestra manera de pensar. Superar esta propensión no es nada fácil, pero es algo que me queda por hacer.

Estoy seguro de que mi amiga habría coincidido conmigo acerca de esta cuestión. A lo mejor, era más inteligente que yo y me comunicó un montón de cosas que se me habrán escapado, pero no esta.

Unos días más tarde, dejé el país rumbo al norte de Canadá para otro contrato. Iba a estar en un entorno muy diferente.

--

--

Lusilier
Español en ruta

I am using Medium as an outlet for out-of-the-box thinking, in Spanish, a refreshing change from my usual writings (as a research scientist).