Carta al hombre que trató de violarme

Sara Roebuck
16 min readDec 18, 2016

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Estimado individuo:

Te escribo en esta fría tarde decembrina, a casi un año de tu intento de violarme, porque es la primera vez que me siento suficientemente fuerte para poner mi pluma sobre papel. Te escribo porque esta tarde nos volvimos a encontrar, sólo que las circunstancias no eran del todo las mismas. Tus manos estaban esposadas detrás de tu espalda, no embarradas sudorosamente alrededor de mi cuerpo. Tus ojos estaban en el suelo, no ávidamente a unos cuantos centímetros de mi cara. Estábamos en el mismo cuarto, sólo que esta vez fue mi decisión y no la tuya. Esta vez no lograste obstruir la puerta con un extinguidor para mantenerme contra mi voluntad. Esta vez la puerta fue cerrada detrás de ti por un oficial armado, y terminaste mirando a los tres jueces frente a ti y mi abogado a mi izquierda. Te escribo esta carta a sabiendas de que nunca la leerás, ya que estás por pasar una parte significativa de tu vida adulta —como ha sido el caso los últimos diez meses— en la cárcel. Sin embargo, tengo que escribirla de todas formas, para hombres como tú, para mujeres como yo, pero sobre todo por mi propia emancipación.

Te escribo para poner en papel la gravedad de lo que hiciste, para materializar la historia que se desarrolla, las decisiones que reduces a «estupidez juvenil». Te escribo esto para que otros y yo podamos ver las palabras tomar su horrible forma en esta página. Escribo esto porque estoy cansada; estoy exhausta de historias como ésta. Quiero que yo misma y otros entendamos por qué y cómo aún estamos obligados a luchar, como sociedad, con la venenosa y violenta realidad de la violación, la gravedad del abuso sexual, la complejidad de la misoginia y el peso patriarcal que sigue minimizando el papel del violador y acusando a las mujeres cuyo cuerpo fue arrancado desde el interior de su piel.

Quiero que hombres lean esto y se sientan tan mal como las mujeres que han sufrido cosas parecidas. Quiero que las cosas cambien. Insisto en que las cosas cambien.

Esta tarde, el cuerpo legal te arrojó una gran cantidad de términos y etiquetas de psicoanálisis. Infantil, enfermizo, trastocado, narcisista. La falta de padre y una madre sofocante, la ausencia de trabajo estable o educación decente, tu tendencia a mentir, a destruir, además de tu absoluta incapacidad de comprender la severidad de lo que hiciste, de entender la diferencia clara entre «estoy de acuerdo» y «no lo estoy». Francamente, no me interesa bordear el contexto de tu triste vida en busca de excusas para un hombre que trató de convencer una fila de tres jueces de que había escuchado «stop», «no» y «help» y por lo tanto se había perdido en la traducción porque no habla inglés. No obstante, cuando me alcé y me dirigí a la corte a toda voz en un francés claro y fluido, todos entendimos que yo sabía cómo decir «arrête» [deténganlo], «non» [no] y «aidez-moi» [¡socorro!], lo cual hice correctamente cuando me precipitaste contra una pared. Trataste de abusar de mí, de socavar mi sexualidad, de encerrarme en una jaula cual un animal, pero no minarás mi inteligencia, mi integridad o mi fuerza necesarias para apelar, en una lengua que no me es propia, ante un jurado de tres jueces en un país que no es el mío, contra tus débiles mentiras y el patético recuento de lo que simplemente no ocurrió. J’en ai rien à foutre. [Me importa un carajo].

Dijiste que lo que habías hecho había durado unos minutos, no que me habías encerrado en un cuarto durante veinte minutos mientras tratabas de quitarme la ropa, mientras arrojabas mi cuerpo a un lavabo, mientras tratabas de violarme. Dijiste haber estado encima de mí en el suelo porque había dejado caer mi bebida y me había resbalado, y no porque, después de haberte empujado de entre mis piernas, hubieras torcido mi cuerpo y me hubieras precipitado al suelo, sujetándome y forcejeando con tu peso para que permaneciera allí. Dijiste que al arrojarme encima del lavabo, separando mis piernas y tratando de hacerte un lugar entre ellas mientras yo gritaba y lloraba, al tiempo que tú subías mi vestido muy por encima de mi pecho, exponiendo así la parte más íntima y vulnerable de mi ser, lo único que habías hecho era tocarme «una o dos veces», pero tras haber caído en cuenta de que yo menstruaba y tenía un tampón dentro de mí y tras múltiples intentos de meter tus manos sucias dentro de mi cuerpo, habías decidido parar. Ambos sabemos que esto no es cierto. Todos los entonces presentes en ese cuarto sabemos que no es cierto. Porque no fuiste tú quien decidió parar. Fui yo quien contraatacó. Tus ojos eran negros y miraste directamente dentro de mi alma y me dijiste que te importaba un carajo que te dijera que no, que tuviera un tampón. Mantuviste tu espesa muñeca aferrada a mi pecho mientras abusabas de mí, mientras desatabas a tientas tu cinturón y empujabas mi ropa interior, violentando mi libertad al forcejear mis piernas para abrirlas. Mientras pateaba, gritaba y lloraba, me tomaste y constreñiste, lastimaste y tiraste cada parte de mí, que en ningún universo habría consentido que tocaras; y pensar que lo único que te impidió lograr lo que te habías propuesto era lo que te había llevado a asaltarme violentamente: mi sexualidad. Qué curioso que me haya salvado aquello que repulsa a los hombres, aunque simbolice e incorpore la fertilidad y sexualidad femeninas.

No fue fácil hacer lo que hice hoy. Mi abogado me dijo que no era necesario que estuviera presente. Pero sí lo estuve. Quería alzarme y responder cuando los jueces me preguntaran si tenía algo que decir, porque sí que lo tenía. Me levanté con cada pizca de energía que tenía dentro de mí, alimentada por furia ciega y rabiosa; furiosa por tus mentiras, por la ausencia de reconocimiento de lo que me hiciste; furiosa de que pensaras que podías tomar lo que no estaba allí para que lo tomaras. Golpeteé el micrófono, rechacé la ayuda de un traductor y di mi discurso ante los jueces, mientras mi voz resonaba, cuadrada y fuertemente, en una sala de audiencia a tope, en la lengua que afirmaste que yo no hablaba.

En ese momento, me alcé y hablé en nombre de cada mujer en el mundo que ha sufrido en manos de hombres como tú. Me alcé por cada mujer que camino a casa aprieta en sus manos las llaves que lleva consigo. Me alcé por cada mujer que se ha cambiado de vagón a causa de un hombre que no rompe el contacto visual. Me alcé por cada mujer cuyos padres insisten en que ésta les envíe un mensaje después de salir de noche, incluso a los veinticuatro años, porque temen por su seguridad ya que es mujer, y no hombre. Me alcé por cada mujer que ha sentido que su sexualidad se vuelve un espectáculo cuando pasa al lado de un grupo de hombres. Me alcé por cada mujer que recuerda la primera vez que su cuerpo pueril dejó de ser inocente a los ojos de hombres viejos y horribles. Me alcé por cada mujer que sabe lo que se siente que la mirada de cera y pesada de ojos indeseados envuelva su cuerpo y empape su piel de un brillo incómodo que no puede expresar con palabras pero conoce a la perfección. Me alcé por cada mujer que ha sido llamada ramera, puta o perra por haber rechazado avances indeseados. Me alcé por cada mujer que se ha sentido desvalorizada, usada y juzgada por tener sexo mientras que el hombre es empoderado, liberado y fortalecido por hacer exactamente lo mismo. Me alcé por cada mujer que conoce el enojo ardiente cuando se le dice que el sexismo más desvergonzadamente claro es sólo una broma y «realmente deberías aprender a tomarlo con humor y tranquilizarte». Me alcé por cada mujer que ha pensado dos veces antes de ponerse un atuendo por miedo a parecer «demasiado vulgar» o «que lo pide». Me alcé por cada mujer que ha sufrido el solitario, autodestructivo «si no hubiera me hubiera puesto, si no hubiera hecho, dicho, tal o cual, o incluso respirado, entonces no me habría sucedido esto». Me alcé por cada mujer que ha sentido la vergüenza ardientemente espinosa cuando otras mujeres, amigos o colegas piensan que tienen derecho de hablar sobre tu ataque como si tuvieran noción alguna de lo que se siente, como si tuvieran derecho de comentar y juzgarte a posteriori en función de la forma en que hayas reaccionado y sufrido, diciéndote que «a veces así llega el infortunio» y que «no es una excusa» dejarse caer porque «no deberías haber salido, deberías haberte cuidado mejor, ¿acaso no sabes que los hombres quieren una sola cosa?, no deberías haberte expuesto a tal situación», «t’as complètement déconné» [la cagaste como nunca], salido de los pulmones de mujeres que afirman ser feministas ellas mismas.

Me alcé por cada mujer que ha sido manoseada, hostigada, atacada, violada, filmada, fotografiada, seguida, tocada contra su voluntad, que haya sufrido obscenidades verbales, miradas lascivas, gestos asquerosos, y, peor aún, dentro de una sociedad que lo permite, en algunos casos con otras mujeres que avivan la culpa, y hombres alrededor de ella que supuestamente son progresistas y modernos pero permanecen callados. Me dirijo a todas estas mujeres porque soy todas y cada una de ellas. Porque esto le ocurre cada día a cada mujer que tú, querido lector, conoces y amas. Quiero que la gente abra sus ojos.

Esta es una carta abierta a todo hombre que haya tratado de explotar, disfrutar o beneficiarse de cuerpo sin mi consentimiento. Es para el hombre que filmó, con la cámara invertida de su móvil, debajo de mi falda mientras hacía la fila para subir al Arco del Triunfo en un verano abrazador de 2014. Es para la multitud de hombres que han ya sea intentado o logrado toquetearme en discotecas concurridas. Para el hombre de Barcelona que pedaleaba detrás de mí mientras yo me dirigía a la playa y violentamente tocó mi pecho, casi me propulsó al suelo y se fue, tan sólo seis meses después de que me atacaran en ese pequeño cuarto. Esta carta está dirigida al hombre que me empujó contra la pared y me dijo que le encantaría «follarme de manera a que nunca lo olvidara» mientras caminaba a casa en mi barrio residencial y seguro del oeste de París, lo cual me llevó a echarme a correr, con lágrimas escurriéndose de mi cara, cuando yo lo único que había hecho era caminar hacia mi casa. Va también dirigida al hombre que frotó sus genitales frente a mí y me miró fijamente sin que nadie más lo viera, a sabiendas de que no podría cambiar de vagón o asiento porque era un tren directo y no había otro lugar. Es para el hombre que me invitó a su fiesta y me echó a la calle a las 4:00 A. M. tras haberme gritado que la única razón por la que me había invitado era follarme. Es para cada hombre que me ha reducido a un cuerpo, a un objeto que no merece más que ser violado. Y ¿qué hice yo en todo esto? Estar ahí y respirar.

Este año, la cuestión de la violación, el asalto sexual y sobre todo la cuestión del consentimiento fue traída una vez más a la esfera pública tras la absolución de Ched Evans, un hombre con el título resplandeciente de «ocupación: deportista de élite», un ingreso muy grande y una gran cantidad de seguidores apasionados que se quedaron bloqueados en una retórica especialmente relevante para esta carta, que reza «esto muestra cuán manipuladoras pueden ser las mujeres cuando lo desean, porque arrojan el comodín de la violación y arruinan carreras como la de Ched Evans; la justicia está hecha pedazos».

Arrojar el comodín de la violación. Vamos a considerar esto lentamente. Arrojar el comodín de la violación, como si tras la violación de la parte más íntima de tu cuerpo contra tu voluntad tener la fuerza para reportar tal acto equivaliera a quererle sacar una tarjeta roja a un contrincante en el terreno de juego. Comparar violar mujeres con jugar futbol, ¿en serio? ¿Que el castigo tendría que ser un golpecito en la muñeca porque «no puede probar que dijo que no, o estaba demasiado ebria, o que se me había insinuado antes, o que su exnovio dijo que había podido tener sexo después del evento en cuestión así que desde el punto de vista legal todo está en orden»? No.

¿Tienes idea de lo que conlleva reportar una violación?

Inmediatamente después de mi ataque, tras haber logrado escapar pateando el extinguidor para despejar el camino y haber abierto la puerta, el atacante escondió mi bolso y lo escondió sobre un aparador demasiado alto para mí. Me robó mi móvil y huyó del lugar. Sin mi bolso estaba sin llaves, también. Sin mi móvil, estaba privada de mi habilidad de contactar a alguien cercano a mí, alguien que pudiera ayudarme. Estaba completamente sola en lo que fue el momento más vulnerable de mi vida. Encontraron mi bolso tres horas más tarde, me devolvieron mis llaves y estaba de nuevo en casa. Sola.

No hay palabras ni en francés ni en inglés [ni en español] que me vengan para describir la secuela por haber regresado a casa sola, ni la del día siguiente.

La manera en que pelaba mi vestido frente al espejo y miraba las marcas de manos, improntas, moretones incipientes en mi espalda, piernas, brazos, hombros y cadera.

La manera en que me encogí en posición fetal, con mis piernas dobladas debajo de mi mentón, al tiempo que dejaba mi cerebro procesar la información, sin necesidad de que yo estuviera despierta para registrar la sensación de aceptar el hecho de que alguien acababa de atacarme sexualmente.

Siguió un momento indescriptible, sofocante, horripilante, nauseabundo en que me desperté horas más tarde, percatándome rápidamente de que lo que había sucedido realmente había sido un hecho, el estremecimiento del shock y del miedo, y sobre todo absoluta vergüenza de que alguien hubiera arrebatado tanto de ti; y, segundo, el instinto natural de sentirte culpable y estúpida por haberlo permitido que sucediera. Se sintió como si alguien hubiera muerto.

La fortaleza que requiere encontrar una estación de policía abierta en domingo, llegar y vociferar en una lengua extranjera «necesito reportar un crimen porque un hombre trató de violarme anoche».

Pasar catorce horas de arriba para abajo, ser transferida de la comisaría a los servicios especiales y al personal médico. Ser llevada a contar, palabra a palabra, sin reposo o sueño, hasta la última cosa que te ocurrió la noche pasado, el día siguiente de tu experiencia de haber escapado del mayor miedo de toda mujer. Sólo que no escapaste, ya que te tenía extendida en un lavabo con las piernas abiertas contra tu voluntad y sus manos sucias tratando de invadir tu cuerpo.

Sentarse en una silla y sentir dolor en tu cuerpo entero, tener que volver a vivir lo que esa persona te hizo, frente a un grupo de policías bajo una luz gris intermitente al centro de un cuarto frío. ¿Tienes alguna idea de lo que es? Para mí, en una lengua que ni siquiera era la mía.

Lo que se siente ser conducida a diferentes oficinas esparcidas en la ciudad, ser llevada al hospital y dos doctores especializados en violaciones te pidan que te quites la ropa para que puedan observar los moretones de tu cuerpo. Que te sienten en una silla, con tus piernas extendidas, para que apliquen pintura azul en tu vagina para verificar si hay lesiones, cortes, marcas, e insertar objetos ajenos en busca de ADN, células de piel, fluido, sudor, cualquier prueba científica que corrobore que lo que dijiste no es falso.

Así se vive reportar una violación. Y ahora te puedo decir que nadie nunca querría pasar por ese proceso. Es humillante, extenuante, aterrador, desolador, y es sólo el principio.

Ser empujada hacia el centro de un caso legal criminal no es algo que se resuelva de la noche a la mañana. El proceso implica la búsqueda del individuo; ser notificada del progreso policiaco; el testimonio de él acerca de los eventos ocurridos, y su aceptación o la falta de ella; saber si está detenido, y si es el caso, qué hacer si lo liberan; cómo lograr entender, qué información obtener. No existen palabras para describir el nivel de intensidad requerido por tal proceso, y cualquiera que piense que ALGUNA mujer se infligiría algo así a la ligera cierra simplemente los ojos al miedo. Temen también la aceptación siguiente: «los hombres como yo que minamos la gravedad y la severidad de lo que significa violar a alguien hacemos las cosas que las mujeres como ellas tienen que vivir». La gente está preocupantemente desconectada de la dolorosa y violenta realidad de la violación y los asaltos sexuales. Quizá estos hombres están avergonzados de la manera en que piensan ellos mismos y de lo que ven, golpean, hacen de mujeres objetos, niegan y abusan de mujeres aunque sea verbalmente, al punto que no toleran imaginarse que son hombres como ellos quienes piensan que el cuerpo de una mujer está ahí a disposición, listo para ser disfrutado, incluso contra su voluntad, y entonces lo llevan un paso más adelante.

En cuanto a mí, ni una sola vez me preguntó alguien perteneciente al cuerpo policial qué «papel» desempeñé, porque a sus ojos no tenía ninguno. Porque el problema al que nos enfrentamos es social. No son los servicios previstos para ayudarnos y protegernos que culpabilizan a la víctima y liberan al actor, es la sociedad que nos circunda la que permitió que eso sucediera.

No hice más que vivir. No hice más que respirar, existir, y aparecer en aquel lugar esa noche, en el mismo espacio que un hombre que estaba tan furioso ante mi rechazo que pensó que podía tomar lo que quisiera a pesar de todo. Es sumamente importante entender esta mentalidad. Porque lo que me sucedió es extremo, pero no raro, y como escribí antes, esta carta existe como una expresión de la abrumadora existencia de formas diluidas de misoginia, abuso, violación e intimidación, que ocurren cada día a 100 % de las mujeres que cada persona que lee esto conoce en su vida.

Así que para evitar toda confusión, para cualquiera que siga batallando con el hecho de que sin importar lo que haga una mujer de su vida, no va por ahí pidiendo ser violada, he aquí todo en un santiamén:

Como ser humano, tengo derecho a vivir mi vida sin que mi sexualidad como mujer sea usada como una justificación para que los hombres me toquen o se aprovechen sexualmente de mi cuerpo.

Como ser humano, tengo derecho a salir de noche.

Como ser humano, tengo derecho a beber, a hablarle a la gente, a vestirme como quiera, a ir adonde me plazca, sin compañía, sola, en grupo, sin grupo; derecho a vivir mi vida.

Como ser humano, tengo derecho a tener relaciones sexuales si quiero, y ese derecho es idéntico al de un hombre.

Como ser humano, también tengo derecho a decir no.

Si estoy inconsciente, si he consumido alcohol, si estás desnudo con un condón alrededor de tu pene y ya dije que sí y cambio de parecer, esto no se traduce en consentimiento y sexo a partir de este punto constituye violación.

Una última palabra: Una carta a las mujeres como yo

Espero que leer esto te haya empoderado. Estoy segura de que no fue fácil, y apuesto a que tú que estás leyendo esto, sí, tú, hay algo en tu mente que se conecta con algo en esta hoja, algo que provoca esa ebullición a lo largo y ancho de tu espalda, tus ojos se hinchan ligeramente, tus palmas se contraen aunque sea un poco, tu respiración pide profundidad. Todo bien, y te entiendo, y si quieres hablar de eso, adelante: escríbeme un mensaje. Por encima de todo, espero que estés empoderada. Porque hice esto por ti.

Me alcé ayer y hablé por ti. Te escribí esto a ti, para que sepas que no estás sola, nunca estás sola. Te escribí esto a ti, que mientras hacías algo completamente banal y de pronto te cae como una tonelada de arena que te entierra bajo la banalidad de tu día, y todo lo que puedes hacer es esconderlo detrás de tus orejas y seguir buscando tu tarjeta Navigo o Oyster. Entiendo. Entiendo cómo te sientes cuando ni siquiera entiendes cómo reaccionas. Porque pensabas que la víctima de violación o de asalto sexual era una mujer temblorosa, pálida y demacrada que se encerraba en un cuarto y nunca salía de casa. Tal vez seas ella. O tal vez no lo seas. Tal vez te tuviste que levantar después de esos primeros dos, tres meses de completa y absoluta conmoción y negación. Que lograste salir a tomar, tener relaciones y tomar el control de tu vida.

Porque aparentemente, algunas personas se complacen de pensar que si no habitas el cuerpo de esa mujer frágil, vacía y miserable, incluso la gente que conoces, amigos quizá, colegas, y por supuesto la sociedad haría recaer otra expectativa más sobre la víctima (acuérdense, sabemos que fue violada, esto lo aceptamos, así que exigimos que por eso nos demuestre que ha sufrido). Y entonces, ¿fue realmente tan grave?

Sí que lo fue. Y no, no fue tu culpa. Las violaciones ocurren a causa de los violadores. Y como acabas de leer mi extenso discurso a cualquiera que piense diferentemente, quiero que sepas que al hacer esto progresamos, pues obligamos a la gente a que abra sus ojos al sexismo y misoginia cotidianos, asaltos sexuales y violaciones perpetrados contra mujeres que simplemente viven sus vidas.

Pero créeme, esto no significa tu fin. No. Esto no te define. Esto no te resume. Esto no te hace más que saber que lo sobreviviste. Mereces saber, de mí para ti, que eres bella, y querida, y te mereces cada pizca de felicidad en tu vida.

Mereces saber que eres fuerte, que puedes y vas a lograr grandes cosas que parecen imposibles, incluso si a veces lo logras pegar ojo, mirando por la ventana y fumando cigarrillo tras cigarrillo, o esforzándote sobremanera en algo que te ayude a liberar la presión, aunque sea un poco. Porque eso está bien.

Porque eres una leona. Eres valiente. Eres indetenible. Eres increíble y lograrás grandes cosas. Eres bella y te quiero cubrir de amor, porque mereces eso y mucho más. Sobrevivirás esto. Volverás a caminar a casa en la noche, como lo hago cada día, sola, con tu frente en alto, sin miedo a nada, sin miedo a nadie.

Tendrás una vida llena de relaciones amorosas, valiosas e íntimas. Harás el amor, disfrutarás y valorarás tu sexualidad, y te conectarás con alguien a quien le importas tanto, que el amor te llenará y nunca te dejará. Pero antes de eso, serás grandiosa por tu propia cuenta. Harás lo tuyo, exactamente como te plazca; comerás sola, beberás sola, leerás sola, caminarás sola. Descubrirás el mundo sin límites, sin opresión; vivirás.

Mi vida no fue destruida, y tampoco la tuya.

No le asignaré a este evento la posibilidad de determinar quién soy o alterar la manera en que me siento acerca de mí misma. Tampoco tú tienes que hacerlo. No tengo que tener miedo de la intimidad y mi sexualidad, ni lo tendré. Estoy orgullosa y a veces profundamente asombrada acerca de cómo encontré la fuerza dentro de mí para luchar: para luchar contra él, para luchar contra la discriminación sexual, para darle rienda suelta a mi voz frente a esos jueces, para aprender sobre mí misma de lo ocurrido. Tengo que aprender a amarme y a apreciar todo lo que he hecho. Y conforme progreso en Sciences Po, conforme aprendo sobre filosofía, ciencia política, derecho, me equipo cada vez mejor para enfrentar este tema, porque debo hacerlo. Y tú también lo debes.

Me rehúso a que mi vida sea destrozada por esto. Me rehúso a ser definida por esto, porque soy mucho más que esto. París significa muchísimo más que eso para mí, y continuaré hablando y luchando por todo lo que considero correcto. Y tú también.

Traducido por Fernando de Testa.

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Sara Roebuck

I used to live in Paris but still write shit in cafes. MSc student London School of Economics, I like politics and feminism.