Como el tambor de un revólver en la ruleta rusa
Caprichoso
He vuelto a entrar en mi antiguo blog*. Un blog que no se actualiza desde finales de 2013 (que no actualizo, más bien), por lo que quizá dicha calificación le quede grande. Ahora no es más que una cueva habitada por pensamientos, un arcón con olor a podredumbre que contiene retazos del alma, una infame miseria moribunda. Pese a esto, joder, es inevitable que la relectura de las palabras que una vez junté, con más o menos acierto, aviven de nuevo y desaletarguen los miedos y los anhelos que alguna vez hice míos y que el tiempo se ha ido encargando de disipar o de ir ocultando bajo un espeso manto de nuevos miedos y anhelos, aderezados con otro surtido de añadidos dignos de los mejores cócteles.
Si algo me queda claro en estos viajes al pasado —donde la pretensión no es salvar ninguno de los muebles de entonces, sino intentar volver de una pieza al presente— es que todo vivirá en nosotros como entonces, si tuvimos la precaución de dejarlo por escrito. Os confesaré algo, pero que quede entre vosotros y yo: no son muchas las veces, lo reconozco, pero hay ocasiones en las que me gustaría confiar en algo parecido al destino. Otras, no. Pero no se puede negar que hay algo de morbo en creerse consciente de que, de forma inevitable, lo que nos ocurra en el futuro no depende de que nuestras elecciones sean más o menos acertadas, sino de un trazado que alguien ha grabado y fijado con anterioridad, haciéndonos marionetas danzarinas con complejo de autómatas, pero permanentemente amarradas a los cordones de Cloto, Láquesis y Átropos.
Después de todo, pudiera parecer que nuestros pasos no son más que una especie de ruleta rusa, donde una mezcla entre suerte y azar nos va bamboleando unas veces y meciendo otras. Acercando y alejando con total impunidad a nuestra sien el gélido metal del cañón de un revólver cuyo tambor cuenta con todos sus orificios vacíos, excepto uno. En palabras de Cervantes: «Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo, ciega, y así no ve lo que hace, ni sabe a quien derriba».
Puede resultar triste e incluso descorazonador el pensar que en realidad somos unos pintamonas, que nosotros no decidimos «una mierda» en nuestra vida. Pero esta poco razonaba —y nada demostrada— reflexión quizá sea el único saliente al que poder aferrarse para poder creer que nuestra certeza no es otra cosa que un tramposo velo. Que las cuentas pendientes no son arrojadas a la hoguera para consumirse entre indiferentes llamas, sino que quedan esperando pacientemente en el desván, a la espera de ser encontradas de nuevo y liquidadas por el deudor. Que los hilos tienden a seguir cruzándose; enredándose y desenredándose, haciéndonos parecer extremadamente idiotas; girando y volviendo a girar, haciéndonos correr en círculos. Y que así seguiremos, mientras todavía quede cordel, hasta que el Cerbero nos esté guardando de traspasar sus fronteras.
* No os molestéis en buscarlo, está bajo cerrojo y bien custodiado.