Formas de no escribir para niños
En «Tres formas de escribir para niños», ensayo contenido en De este y otros mundos, hablaba C. S. Lewis de las formas de escribir libros infantiles que considera incorrectas.
Decía que rechazaba cualquier forma de hacerlo «que comience con la pregunta: “¿Qué les gusta a los niños modernos?”. Alguien puede preguntarme si también rechazo todo enfoque que comience preguntándose: “¿Qué necesitan los niños modernos?”, es decir, si también rechazo una aproximación moral o didáctica a la cuestión. Pues bien, creo que la la respuesta sería “sí”, y no porque no me gusten los cuentos morales, ni tampoco porque piense que a los niños no les gusten las moralejas, sino porque estoy seguro de que la pregunta: “¿Qué necesitan los niños modernos?” no conduce a una buena moraleja. Cuando hacemos esa pregunta, damos por sentada cierta superioridad moral. Sería mejor preguntarse: “¿Qué moraleja necesito yo?”, y es que creo que si algo no nos preocupa profundamente a los autores, tampoco les preocupará a nuestros lectores, con independencia de la edad que tengan. Pero lo mejor es no hacerse ninguna pregunta. Hay que dejar que las imágenes nos revelen su propia moraleja, porque la moral inherente a ellas surgirá de las raíces espirituales, sean éstas cuales sean, que hayan arraigado en el curso de toda nuestra vida. Si esas imágenes no dejan entrever ninguna moraleja, no les añadamos una, y es que la que podamos añadir será, muy probablemente, una moral tópica, incluso falsa, rebañada de la superficie de nuestra conciencia. Y ofrecerles algo así a los niños es una impertinencia. Porque la autoridad nos ha dicho que, en la esfera moral, los niños son, probablemente, al menos tan sabios como nosotros. Si alguien puede escribir un cuento para niños sin moraleja, que lo haga, si es que se ha propuesto escribir cuentos para niños, claro. La única moraleja valiosa es la que se deriva de la forma de pensar del autor.
En realidad, los elementos de la historia deberían surgir de la forma de pensar del autor. Debemos escribir para niños a partir de los elementos de nuestra imaginación que compartimos con los niños; hemos de diferenciarnos de nuestros lectores niños, no por un menor o menos serio interés por los temas que manejamos, sino por el hecho de que tenemos otros intereses que los niños no comparten. El tema de nuestro relato debería formar parte del mobiliario habitual de nuestro pensamiento. Es algo que les ha sucedido, supongo, a todos los grandes autores de literatura infantil, cosa que normalmente no se comprende. No hace mucho tiempo, un crítico que se proponía elogiar un cuento de hadas dijo muy serio que el autor «nunca decía nada ni siquiera medio en broma». Caramba, ¿y por qué iba a hacerlo? Nada me parece peor para este arte que la idea de que todo lo que compartimos con los niños es “infantil”, en el sentido peyorativo del término, y que todo lo infantil es, en cierto sentido, cómico. Debemos tratar a los niños como a nuestros iguales en esa área de nuestra naturaleza en la que somos sus iguales. Nuestra superioridad consiste, por una parte, en que en otras áreas somos mejores y, por otra (más relevante), en que contamos historias mejor que ellos. No hay que tratar a los niños con condescendencia ni idolatrarlos, tenemos que hablar con ellos de hombre a hombre. La peor actitud de todas es la del profesional que considera a los niños una especie de materia prima que hay que manejar. Por supuesto, debemos procurar no hacerles daño y, al amparo de la omnipotencia, atrevernos a esperar hacerles algún bien, pero sólo un bien que no suponga dejar de tratarlos con respeto. No debemos imaginar que somos la Providencia o el Destino. No diré que nadie que trabaje en el ministerio de Educación puede escribir un buen cuento para niños porque todo es posible, pero apostaría bastante dinero a que no puede».