La oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos

¡Jaime Rubio!
15 min readOct 5, 2016

--

Ni siquiera era consciente de haber perdido mi agenda hasta que me llegó aquel correo electrónico. El mensaje decía que podía pasar a recogerla a la Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos, cuya existencia desconocía hasta entonces. Esa oficina estaba en el segundo semisótano, solo una planta por debajo de donde yo trabajaba, que era la Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

Bajé enseguida, movido más por la curiosidad que por recuperar una agenda que no usaba desde la segunda semana de febrero. Tardé un poco en encontrar la puerta, a pesar de que el cartel era lo suficientemente grande como para que cupieran aquellas diecisiete palabras. Estaba entreabierta, así que asomé la cabeza y saludé.

—Pasa, pasa. Jaime, ¿verdad?

Me recibió una señora de unos cincuenta años, delgada, con el pelo gris y con gafas de bibliotecaria.

—Ten —me dijo, tendiéndome la agenda—. Y firma aquí, por favor.

—No sabía que existiera una oficina de objetos perdidos con los objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

—Claro que existe. Desde siempre.

Su tono de voz mostraba cierta indignación, pero era comprensible. Yo mismo trabajaba en la Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos, intentando devolver a los empleados de la Oficina de objetos perdidos los objetos ellos mismos habían perdido. Era normal que también existiera una oficina para devolverme a mí los objetos que yo extraviaba. Hasta entonces nadie me había llamado para recoger ninguno, pero apenas llevaba unos meses trabajando allí. No había tenido tiempo de ir perdiendo cosas.

—Entonces, ¿hay también una Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos?

Me miró como si hubiese dicho una tontería.

—A mí no se me van perdiendo las cosas. Tengo un poco de cuidado.

—¿Quieres decir que se acaba aquí? ¿Este es el último nivel?

—Supongo…

—Podríamos probar…

—¿Cómo?

—Sí, pongamos que me llevo algo tuyo y lo pierdo en otra parte del edificio. Si hay una oficina de objetos perdidos para esta oficina de objetos perdidos, te llamarán.

—¿Pero por qué íbamos a hacer eso?

—¿Por qué no? Tampoco es como si tuviéramos mucho que hacer. Es la primera vez que me llamas en meses.

—¿No sería más lógico que me lo trajeran a mí directamente?

—También hubiera sido más lógico que hubieran hecho lo mismo conmigo, pero por algún motivo resulta preferible montar otra oficina de objetos perdidos un nivel por debajo.

Guardó silencio un momento. Me hubiera encantado que se quitara las gafas y las dejara colgando del cordón sobre su pecho antes de hablar, pero no lo hizo.

—Está bien. Pierde esta tarjeta del seguro —dijo, sacándola de su bolso—. Está caducada y tengo ya la nueva, así que no pasa nada si nunca vuelve a aparecer.

—La dejaré a la vista, pero lejos de aquí.

—¡No me des pistas, que si no, no se perderá!

Hasta cierto punto, aquello tenía sentido.

Al día siguiente, me llamó.

—Pues sí, tenías razón. Me han escrito de la Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

—¿Está una planta por debajo de tu oficina?

—No, está en la tuya. Ahora subo.

Aquello me molestó. Me parecía un error de organización: si no se seguía cierto orden, se corría el riesgo de que se perdieran las propias oficinas de objetos perdidos.

Subió a buscarme y recorrimos tres pasillos enmoquetados antes de dar con aquella oficina, donde nos recibió un cuarentón alto, con barba y acento alemán.

—Ya de paso —dijo, cuando le entregó la tarjeta—, revisa si estos objetos son tuyos.

Mi compañera miró con escepticismo una caja en la que no esperaba encontrar nada, ya que no perdía nada nunca, pero sonrió mucho al reconocer un collar y una rebeca.

—Como no tenían nombres —explicó el alemán—, no estaba seguro de quién era su dueño. Por eso no te avisé.

—De hecho, ese paraguas no es mío. Pero muchas gracias.

Aproveché para contarle al alemán quién era yo y qué estábamos haciendo los dos en la oficina.

—Entonces —me interrumpió—, ¿es posible que haya una Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos?

—Sí. Bueno, creo. No estaba contando y no sé si lo has dicho bien.

—Hagámoslo así —propuso—: si la oficina de objetos perdidos es el nivel 0, tú eres -1, ella es -2 y yo soy -3. Probemos si hay un -4. Llévate algo y piérdelo.

—Pon tu nombre en este libro.

—¡No lo he terminado!

—Lo recuperarás.

Dos días más tarde estábamos en el tercer semisótano, dentro de un despacho con un fluorescente que se apagaba y con varios archivadores de metal. El libro se lo devolvió a -3, un chico de apenas veintipocos años, a quien había colocado allí su padre, que trabajaba en una de las plantas nobles.

—Pero solo estaré aquí hasta que me salga algo de lo mío.

—¿Qué es lo tuyo? —preguntó -2.

—Estudié administración de empresas, así que imagino que consejero delegado o director general. Algo me saldrá, digo yo. Sacaba buenas notas.

Le explicamos lo que estábamos haciendo y le preguntamos si nos ayudaría a buscar a un posible -5.

—¿Un qué?

—Una oficina de objetos perdidos de tu oficina, que es la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

Tras unos instantes de silencio, contestó con un «vale» y me tendió su cartera.

—Mejor algo que puedas perder.

Me dio su DNI. Iba a decirle algo, pero -2 lo cogió y le dio las gracias.

Nos avisó al día siguiente. Esta vez tuvimos que ir a la cuarta planta, donde nos recibió un treintañero. Tenía un aire a mí, pero vestía traje y tenía luz natural en su oficina.

—Ya me imaginaba que habría niveles superiores —dijo.

—Inferiores —subrayé— . Yo soy -1 y tú eres -5.

—No tengo inconveniente en probar. Me gustaría ver por dónde puede progresar mi carrera.

—Regresar —dije, dándome cuenta demasiado tarde de que todo el mundo me miraba como yo miraba a -5.

—Bien, busquemos a ese nivel 6.

No intenté ni corregirle: el alemán ya sonreía y se dirigía a la puerta con un pañuelo con el nombre de -5 bordado.

Durante las siguientes semanas seguimos bajando de nivel —aunque los demás ya pasaron a decir que íbamos subiendo—. En -6 encontramos a una mujer resfriada, en -7 a un señor muy bajito y muy calvo, en -8 había dos hermanos gemelos, en -9 trabajaba un mexicano que apenas llevaba dos días en el puesto y que se asustó bastante ver a ocho personas entrando en tropel en su oficina, sobre todo teniendo en cuenta que estaban acabando de instalar un armario y aún se olía el olor a pintura. En -10 trabajaba una prima de -3.

—¡No sabía que estabas aquí! —gritaron los dos, al unísono.

Pero mi favorito fue -11, otro chico joven que trabajaba en un cuartucho sin ventanas de la novena planta.

—Oh, claro que hay -12. Me están llamando de allí continuamente. Os llevo. Seguro que han encontrado algo mío últimamente.

Nos presentó a -12, una señora que tenía té preparado, aunque no para doce personas. A pesar de que le dijimos que no hacía falta, se puso a preparar té para todos mientras le contamos lo que estábamos haciendo y mientras -11 sonreía aliviado y sacaba un zapato de la caja que había sobre la mesa. Hasta entonces no nos habíamos dado cuenta de que llevaba el pie derecho descalzo.

-12 se ofreció a ayudarnos y gracias a ella conocimos a -13, una treintañera que confesó que era la primera vez que hacía algo de trabajo en dos años. Nos ayudó, pero no siguió adelante.

—No quiero perder este trabajo. Ocho horas para hacer lo que quiera… Me he sacado una carrera a distancia y estoy escribiendo una novela. A veces hasta hago horas extra. ¡Me las pagan!

Su renuncia sirvió de excusa a unos cuantos que tampoco querían seguir yendo de excursión por los pasillos del edificio cada dos o tres días, por lo que el grupo se hacía más pequeño a medida que avanzábamos sin que se viera ningún final cerca. Eso sí, algunos me pedían que les mantuviera informados por correo electrónico.

Por ejemplo, -17 solo siguió conmigo hasta que reunió valor para invitar a -15 a tomar café, invitación que fue aceptada y que me hizo perder a dos compañeros. -3 me dio las gracias por haberle ayudado a encontrar a su prima y los dos dejaron de venir para organizar comidas y cenas familiares. Los gemelos comenzaron turnándose, pero al final me abandonaron los dos. -11 se perdió mientras buscábamos la oficina de -23 y jamás volví a verle. Total, que al cabo de unos meses estaba solo, aunque de vez en cuando convencía a -2 de que me acompañara.

El hecho de ir solo y de tener muchas ganas de ir rápido, pero pocas de explicarme, me causó algunos problemas. -28 no quería ayudarme, por ejemplo. No parecía fiarse mucho de mí.

—¡Claro que hay un -29! Alguien tiene que haber allí si yo pierdo algo, es pura lógica.

—Si no te importara perder algo… Así podría, podríamos, seguir…

—¿Pero para qué quieres «seguir»? —subrayó el verbo seguir haciendo el gesto de las comillas con las manos — . Ese no es tu trabajo.

—Para ver hasta dónde llega.

—¿Pero qué más da dónde llegue?

—Tiene que haber un último nivel. ¿No te lo has preguntado nunca?

—No, claro que no. Ya sé que algunos tenéis mucho tiempo libre y os dedicáis a ir perdiendo cosas que no son vuestras, pero eso no es asunto tuyo. Tu trabajo es dirigir la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos, no organizar las oficinas de objetos perdidos.

—Un momento: ¿hay alguien que se encarga de eso?

—No sé, digo yo…

—Tiene sentido. A lo mejor debería buscarle y hablar con él. Pero, por si acaso, deberíamos perder algo tuyo.

—¡No! ¡Ni hablar! ¡Fuera de aquí!

Ya tenía en el bolsillo de la chaqueta su grapadora, a la que había puesto su nombre en un papel pegado con celo. Pasé dos días enteros escondido al final de su pasillo, mientras llamaba a recursos humanos y les preguntaba por el organizador de las oficinas de objetos perdidos.

—¿Qué quieres decir?

—Tendré algún jefe, ¿no?

—Claro, todo el mundo tiene un jefe.

—Pues cuál es mi jefe directo.

—No sabría decirte… Dependes de Recursos Generales.

—Dame un teléfono, necesito hablar con ellos.

—¿Para qué? ¿Tienes algún problema? Si te falta algo o necesitas algo, es muy probable que yo pueda ayudarte.

—No… A ver, quiero… Evaluar mis oportunidades… De ascenso…

—Si se trata de eso, tienes que hablar conmigo. ¿Estás pensando en cambiar de departamento? Hay opciones, aunque aún llevas poco tiempo aquí.

—Y si quisiera quedarme dentro del mismo departamento, ¿con quién tendría que hablar?

—Conmigo, supongo.

—¿Entonces tú sabes cuántas oficinas de objetos perdidos hay?

—¿Qué?

—¿Cuántas oficinas de objetos…? No sabes de qué te estoy hablando, ¿verdad? Hay una oficina de objetos perdidos.

—Sí.

—Luego está mi oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

—Vale.

—Y también hay una oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

—Qué curioso. No lo sabía.

—Pues la hay. Y quiero saber cuántas son en total y dónde se acaba esto.

—¿Te encuentras bien?

—Claro que me encuentro bien. Solo te he hecho una pregunta.

—De acuerdo, deja que lo mire.

Colgué sin despedirme: -28 salió de su oficina y se metió en el ascensor. Vi en el indicador que bajaba en la planta 19. Subí y me puse a buscar por los pasillos: todas las oficinas de objetos perdidos tenían un cartel bien grande, a pesar de que su letra era cada vez más pequeña.

Mientras buscaba, me crucé con -28.

—Fuiste tú, ¿eh? —me dijo, mostrándome la grapadora.

—Lo siento.

—Es la quinta puerta a la izquierda.

Cuando se lo expliqué, -29 se mostró entusiasmado con la idea.

—¡Nunca lo había pensado!

—Pero si tu oficina tiene un nombre muy largo.

—Ya, pero en realidad pasó más tiempo trabajando para el departamento de comunicación. Como tengo una cuenta de Twitter bastante activa, les ayudo con las redes. Ni me acordaba de este otro trabajo hasta que me dejaron la grapadora en el buzón.

—Claro, te la dejaron.

—Evidentemente, no va a venir sola.

—Tengo una idea.

Bajé a la oficina de -28 a disculparme, pero solo lo hice para poder llevarme su agenda. -29 y yo pasamos dos días montando guardia frente al buzón, a ver quién la dejaba allí.

—¿No podríamos hacer turnos?

Aquella era buena idea, pero ni se me había pasado por la cabeza y a -29 solo se le ocurrió cuando ya terminaba la segunda noche de guardia. Al menos me di cuenta de que me había metido en aquella tarea sin ningún tipo de planificación y ni siquiera tenía muy claro por qué seguía con ella. ¿Solo porque la había comenzado?

Un par de horas más tarde vimos a una chica dejando la agenda en el buzón. Corrimos hacia ella, dándole un buen susto.

—Perdona, lo siento. Esa agenda… ¿Cómo sabías que tenías que dejarla aquí?

—¿Qué? ¿Es tuya?

—No, no. Lo siento. No hay ningún problema. Pero ¿cómo sabías que iba aquí?

—Bueno, en la puerta pone oficina de objetos perdidos.

—No, pone Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos de… Bueno, ya lo ves. Lo pone treinta veces.

—No sé, ni idea. Nos llevan los objetos perdidos a recepción. Allí introducimos en el ordenador el nombre del dueño, si lo sabemos, o la zona dónde lo hemos encontrado, y el ordenador nos dice dónde llevarlo.

—¿Y no sería más fácil llevárselo al dueño? —preguntó -29.

—Sí… No sé… Es un objeto perdido. Supongo que hay un procedimiento.

-29 siguió conmigo unas semanas, pero me abandonó cuando llegamos a -37.

—Tío, yo no sé muy bien qué estamos haciendo. Me caes bien y eso, pero… No sé… Manténme informado, ¿vale? Estoy preocupado.

—Sí, seguiré enviando los informes de cada viernes.

—No, tío, hablo de ti. Se te ve agobiado con este tema. No sé, solo es trabajo, no merece la pena sufrir por eso. Bueno, es que ni siquiera es trabajo, ahora que pienso. Son números. Y hay infinitos. Esto no se va a terminar nunca.

—Pero no puede haber infinitas oficinas. No cabrían aquí.

—Te recuerdo que la 35…

—La menos 35.

—Sí, vale, la -35 estaba en el edificio anexo.

—Ya…

—A lo mejor el universo está lleno de oficinas de objetos perdidos.

—No me jodas, -29.

—Tengo un nombre, Jaime. No solo somos números.

—Que no me jodas, te digo.

Nadie más se me unió durante las siguientes semanas, lo cual era comprensible, dado que cada vez quería ir más rápido y me mostraba mucho más irritable y menos dado a dar explicaciones sobre algo que a mí me parecía evidente. A -41 tuve que amenazarle e incluso llegué a volcar su ordenador. A -43 tuve que lavarle el coche. Y a -46 le di cien euros.

Solo pasaba por mi mesa para recordar qué nivel me tocaba. Seguía escribiendo correos electrónicos, aunque -2 era la única que aún no me había dicho que, por favor, dejara de enviárselos.

—Necesito que pierdas una cosa —creo que le dije a -54 nada más entrar en su oficina—. Tengo que saber… Tienes que perder… No me estoy explicando. Mira, vamos a perder esta bufanda.

Para mi sorpresa, se levantó sonriendo y vino a darme un abrazo. Aunque se interrumpió a medio camino.

—¿Cuánto hace que no te duchas?

—No sé. Llevo dos noches siguiendo a bedeles. Tenía una teoría que al final no tenía ningún sentido… ¿Puedo perder esta bufanda o no?

—¿De dónde vienes?

—De la Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos.

—Qué contento estoy.

—¿Por qué?

—Por haberte encontrado.

—¿Por qué? ¿Quién eres?

—Soy Dios.

Abrí la boca sin acertar a decir nada.

—Madre mía, realmente estás obsesionado con esto. ¿Cómo voy a ser Dios? Era una broma. Obvio. Pero sí que llevo años haciendo lo mismo que tú. Yo también estoy buscando la última oficina de objetos perdidos.

Me invitó a sentarme mientras yo trataba de asimilar lo que me estaba explicando. ¿Otro como yo?

—Tengo buenas noticias para ti —me dijo—: he llegado a la 701.

—¿701?

—Sí. Llevo más de 15 años haciendo esto y además tenía una socia, aunque ya está jubilada. Lo pasamos muy bien. Si yo te contara… Una vez nos pilló el gerente. Divertidísimo.

—701. ¿Son 701?

—No, qué va. Hay más, seguro. Estoy esperando que encuentren un jersey y lo lleven a la 702.

—¿No se acaba nunca?

—Aún no lo sé. Mi teoría es que se trata de un error del sistema. Hace muchos años, alguien de la oficina de objetos perdidos debió perder algo y por eso se decidió abrir la oficina en la que ahora tú trabajas. No sé por qué no se llevó a la primera oficina. Quizás para evitar el efecto 2000. Claro que quizás no se trate de un error: puede que se prefiera contar con un sistema claro y definido a ser eficientes. Lo contrario sería el caos.

—Entonces, ¿cada vez que alguien que trabaja en una oficina de objetos perdidos pierde un objeto se crea una nueva oficina de objetos perdidos?

—Eso parece.

—¿Y yo he tenido la suerte de estar en la primera?

—¿Vienes de la Oficina de objetos perdidos?

—No, de la Oficina de objetos perdidos de la oficina de objetos perdidos. Es la primera, ¿no? La mejor.

—¿Por qué dices eso? Es la segunda menos interesante, después de la Oficina de objetos perdidos. Apenas tiene gracia.

Gruñí un poco, pero no tenía ganas de discutir.

—El sistema es muy flexible —siguió—. Funciona como una espuma en la que las oficinas de objetos perdidos son como burbujas. Ahora mismo, por ejemplo, no hay una oficina 96…

—Menos 96.

—¿Menos 96? No, no. 96. Llevo años llamándolas con números positivos. Es mucho más adecuado. Y más claro.

—Estamos bajando de nivel todo el rato.

—No, qué va. Estamos subiendo. Pero es igual, deja que acabe: no hay 96 porque no hay constancia de que en la 95 se haya perdido algo en alguna ocasión. Pero sí que hay una 97.

—Pero eso no tiene ningún sentido, porque significaría que la 96 ha perdido algo alguna vez a pesar de no existir. Aunque quizás por eso todo era tan nuevo en la -9. No existía hasta que la -8 perdió o volvió a perder algo.

—Y por eso llevo unas semanas atascado: estoy intentando decidir si interfiero en el sistema o no. Recuerda que yo voy por la 701. Eso significa que estuve en la 96. Hace años, pero estuve. La tengo en mi base de datos. Al frente estaba… Deja que mire… Verónica Pérez. Fui el 4 de octubre de 2004. Si sigue trabajando en el edificio, a lo mejor nos puede explicar cómo y por qué la trasladaron. Luego podemos pedirle a 95 que pierda algo, si lo vemos adecuado, o dejar esta anomalía mientras dure si creemos que puede resultar útil.

—¿Lo tienes todo guardado?

—Claro, estoy buscando patrones entre los responsables de las oficinas. Aún no he encontrado ninguno. Nada, ni la edad, ni el sexo, ni el nivel de estudios se apartan de lo esperable. He cruzado muchísimos datos: la altura, el peso, cuántos zurdos hay. Claro que muchos son antiguos. A ti no te tenía localizado en 1. Todavía tenía la información de tu antecesor.

—¿Y has hablado con alguien de la empresa? El de Recursos Humanos me tiene que llamar.

—Sí, también pregunté hace años. Incluso me reuní con no recuerdo qué subdirector. Pero no sabía ni de qué le estaba hablando.

—¿Pero cómo no van a saber nada?

—Y cada vez menos. El sistema se gestiona desde hace siete años con un algoritmo que compraron a unos suecos. Es el sistema que le dice a los bedeles a qué oficina tienen que entregar cada objeto, por ejemplo. Se trata de un sistema cerrado, que da instrucciones, pero que no revela el dato más importante.

—Cuántas oficinas hay.

—Exacto.

—En todo caso, da igual, ¿no? Por lo que dices, si llegáramos a la última y perdiéramos algo, se abriría una nueva oficina.

—A lo mejor. O puede que el sistema colapse en algún punto. Quizás haya un límite. No podemos tener infinitos empleados. O sí, no lo sé, quizás la burocracia se expande sin ningún límite. A lo mejor al final está Dios. O un agujero negro. Habrá que averiguarlo, ¿no?

Me pasé la mano por la barba de cuatro días. Miré mi camisa arrugada y con manchas. Sí, necesitaba una ducha.

-54 tenía mejor aspecto. Pero también se le notaba al hablar un brillo en los ojos que delataba su obsesión. Llevaba años con aquello. Tenía una base de datos. Cruzaba cifras. De hecho, seguía hablando mientras yo pensaba. Me contaba que el encargado de la oficina 304 (-304) era un chimpancé amaestrado y que la 120 (-120) era una oficina situada en la esquina de una de las plantas superiores, con vistas al mar.

Pensé que aún estaba a tiempo de librarme de aquel destino absurdo, de volver a mi oficina a devolver las estilográficas y los paraguas que me llegaban. Era un trabajo fácil, simple. Y tenía sentido. No como aquella búsqueda tal vez infinita.

Pero, claro, tampoco me podía volver con esa tarea a medias. Siempre me quedaría con la duda.

Y quizás solo hubiera mil oficinas. Por ejemplo.

Mil era un buen número, un número sensato.

Tenía sentido que solo fueran mil.

Lleguemos a la mil y luego veremos.

—¿Por dónde comenzamos? —le dije.

--

--