Traducción de «Blood on the Corn» de Charles Bowden y Molly Molloy

Sangre en el maizal: Episodio primero

En 1985, una oscura alianza entre capos de la droga y funcionarios del gobierno torturó y asesinó al agente de la DEA, Enrique Camarena. En una serie de tres partes, el legendario periodista Charles Bowden finalmente indaga en el terrible misterio detrás del asesinato de un héroe.

Fernando Valverde
18 min readJan 16, 2015

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I. El asesinato de un agente de la DEA

Se acomoda en la silla de cuero rojo oscuro y mira fijamente a un lado. Habla en voz baja mientras los rostros y los gritos emergen desde el pasado. Parece que se ha ido a otro lugar. Sus ojos están muy lejos, en Sinaloa, México. El tiroteo ha durado horas, después se calculará que se disparan veinte mil balas.

Un hombre cae.

Se arrastra hasta él.

Ahora está a salvo, un hombre que habla en voz baja sobre el momento en el que las armas se dispararon. Ahora está en una bonita casa. Por la ventana, los caballos se alimentan junto al pony Shetland que guarda para sus nietos. Cuando alguien salta demasiado rápido de un cadáver de su pasado a otro, dice: «So, pony, so». El gran pura sangre es de 1,72 metros, su cuerpo marrón brilla en su musculatura. A veces, cuando las noches son malas, él va al potrero.

«¿Sabías que duermen de pie? Realmente lo hacen».

Pero los llantos y los gritos no desaparecen. Los juicios no terminan. El hombre en la silla de cuero se arrastra repentinamente hasta el agente de la policía federal mexicana. La redada en un rancho de drogas, con la cooperación con la Policía Federal mexicana, descubrió una tonelada de coca y toneladas de mariguana, pero ahora hay tres federales heridos. Hay sangre en las hojas de maíz. Mira fijamente la roja sangre y recuerda las advertencias de su madre. Cuando ella tenía 15 años, su propia madre la echó de su casa por quedarse embarazada y vivió con los gitanos en México. Ellos le enseñaron a leer el futuro en las palmas, a leer las cartas y a mirar la bola de cristal. Así que le dice a su hijo, que ahora es un agente de la DEA en México, que ve peligro: hay sangre en el maíz en los campos. Es todo lo que puede decir.

Y él lo recuerda mientras se arrastra para llegar al policía federal mexicano herido.

Las cosas se enlazan de una forma que es difícil de ver al principio. Cuando el tiroteo termina —porque el ejército mexicano finalmente llega tras un retraso de tres horas— Héctor Berrellez está vivo. Consigue poner al policía federal a salvo y hace que lo trasladen a un hospital en San Diego. Un hombre llamado Guillermo González Calderoni, un comandante de la Policía Federal mexicana que trabaja a la entera disposición de la élite y se encarga de sus asesinatos, queda impresionado por estas acciones y se hace amigo de Berrellez. La victoria es celebrada por la agencia de Berrellez, la DEA, y pronto se encuentra en Washington recibiendo una medalla entregada por el fiscal general. Berrellez continúa su tour en México, lo que le lleva a recibir amenazas contra su vida y la de su familia, por lo que son traídos de vuelta a los Estados Unidos.

Sus superiores en Washington piensan en Berrellez cuando una investigación de alto perfil sobre el asesinato de un agente de la DEA llamado Enrique Camarena parece estancarse, y le ponen al cargo. Después de todo, había estado en ese tiroteo y había demostrado en su trabajo que conocía México —¿por qué si no iba a recibir amenazas de muerte?—. Y cuando su duro trabajo en la investigación de Camarena le lleva de México a Washington, recibe otro aviso real, uno que no podría descartar: sería mejor retirarse porque su propio gobierno estaba detrás de este asesinato en particular.

El 7 de febrero de 1985, el agente especial Enrique Camarena fue secuestrado en Guadalajara, torturado, y en la mañana del 9 de febrero ya estaba muerto. La investigación inicial llevó a arrestos y condenas en México y Estados Unidos pero nunca determinó exactamente quién lo mató. O por qué fue asesinado. El 3 de enero de 1989, el agente especial Héctor Berrellez fue asignado al caso. Para septiembre de 1989, se enteró, por testigos, que la CIA estaba involucrada. En abril de 1994, Berrellez fue retirado del caso. Dos años más tarde se retiró con su carrera en ruinas. En octubre de 2013, hace públicas sus alegaciones sobre la CIA.

La sangre está sobre el maíz.

«Me deprimo cuando hablo del caso Camarena. No fui un héroe en la DEA, tal vez pensaron que no era un jugador de equipo».

La gran pantalla plana está en blanco en este momento. A veces, Berrellez ve noticias y cosas, pero no aguanta una película. Tiene una cinta de correr y una bicicleta estática en el garaje. Hace pesas. Toma suplementos. Tiene los caballos, planea añadir gallinas a su rancho suburbano. Las alimentará con grano como hizo su abuela. Plantará un jardín. Las cosas se sentirán limpias otra vez.

Berrellez se pone melancólico al recordar la distancia entre lo que que llegó a ser y lo que esperaba ser.

Viene del barrio de South Tucson, en Arizona. Su padre pone ladrillos, su madre lee la fortuna. Dos hermanos entraron en agencias del orden público, uno trabaja en la construcción, otro se dedicó a enseñar, y el otro hermano que se metió en la heroína lleva entrando y saliendo de la prisión décadas.

El primer trabajo de Héctor fue como policía en un pequeño pueblo. Acaba arrestando personas con las que creció en su vecindario. Personas que tienen en su familia a alguien con cáncer o que se engancha a las agujas, y de ahí pasan a los robos y al tráfico de drogas. Héctor cree en la ley pero no es ajeno a las difíciles elecciones que la gente afronta. Avanza a la patrulla de carreteras. Luego a la DEA.

Explica que en la DEA están los que llevan traje y los pistoleros. No es un tipo de traje.

En Mazatlán, está trabajando con la policía federal y la DFS, la Dirección Federal de Seguridad de México, una agencia de investigación que sigue los pasos del FBI, entrenada por la CIA. Cogieron a tres traficantes de droga y volaron sobre el océano. Hay un rancho con una carga de marihuana y los tres saben dónde está. Cree que los van a asustar.

Uno de los policías mexicanos dice: «No estamos bromeando. Si no sabes, te vamos a tirar del avión».

Berrellez se imagina que llevarán a un tipo al borde de la puerta abierta y lo asomarán.

El policía se levanta, lleva al prisionero atado hasta la puerta, y lo empuja.

Luego le dice a los otros dos prisioneros: «¿Quieren salir o quieren hablar?»

Renuncian a la media tonelada.

Berrellez había visto asesinatos, pero el lanzamiento del avión fue mucho más frío.

Esta es la DEA que lo formó.

No es un tipo de traje.

Ahora es un mundo diferente. Cuando Berrellez estaba en la DEA, los recién salidos de la academia enseñaban sus armas —«Ey, mira mi Sig, y esta metralleta que me dieron»—. Ahora los chicos salen de la academia alardeando de portátil.

«Me encantaba estar encubierto. Me encantaba ser un actor que interpretaba su papel».

Pero luego, algo cambió.

Dice: «No fui un héroe».

En el salón cuelga un óleo de su fracaso. Es una pintura de su nietos y su hijo, que se suicidó.

«Pensé que el caso lanzaría mi carrera, pero la destruyó. Cuando me dieron el caso pensé que iba a ser una estrella fugaz. Otros agentes me tenían envidia porque me reunía con el fiscal general».

Se para.

Recuerda haber escuchado las cintas de la tortura de Camarena una y otra vez, cintas recogidas después del asesinato, que pasaron de las autoridades mexicanas a la CIA y, finalmente, a la DEA.

Las frases suenan en la cabeza de Berrellez.

Por favor, comandante, no me queme más.

Berrellez me introdujo por primera vez en el caso de Camarena una tarde de 1998, pero insistió entonces en que todo fuera extraoficial.

Dice: «Tenía mucho miedo».

Dice: «Era un cobarde».

Ahora está listo para hablar.

II. Operación Leyenda

Interrogador:
¡No, no me estás diciendo nada, hijo de puta! (Golpe)

Camarena:
No, eso es lo que estoy leyendo, lo que recuerdo del informe.

El cabecilla de la DEA en 1989 era Jack Lawn; salió del FBI para convertirse en subjefe interino y luego en jefe. Lawn estaba frustrado por la falta de progreso en el caso del asesinato de Camarena. Tras su muerte, Camarena se convirtió en un héroe. Fue condecorado con la Medalla al Honor —la más alta de la DEA— y su fotografía estuvo en la portada de la revista Time. Una conmemoración nacional, la semana del Listón rojo, se estableció en su memoria, y las escuelas de todo el país celebran eventos para advertir a los niños sobre los peligros de las drogas.

Berrellez había llamado la atención de sus superiores cuando le pidieron que secuestrara a un primo de Rafael Caro Quintero, uno de los fundadores del negocio de las droga de Guadalajara junto a Miguel Ángel Félix Gallardo. Iba a ser una operación encubierta sin el conocimiento o consentimiento del gobierno mexicano o la de DEA de en la ciudad de México. Berrellez organizó el secuestro a través de sus contactos en el ejercito mexicano. Pero fue bloqueado por Washington. Berrellez tomó nota de esta intervención de sus superiores. Sus jefes tomaron nota de su iniciativa. Luego vino la llamada de Jack Lawn, jefe de la DEA.

Lawn: «Héctor, hemos llevado este caso durante cuatro años. Necesito testigos que estuvieran en la casa de la tortura. Esa es tu prioridad principal».

Berrellez le cuenta a Lawn que los peces gordos involucrados son agentes federales mexicanos. Que había visto reuniones en Mazatlán, por ejemplo, entre el gobernador de Sinaloa y el traficante «El Cochiloco», a las que asistieron 20 militares uniformados y miembros de la policía federal y el DFS.

—Necesito hispanohablantes que hayan trabajado en México y sepan de la cultura y la corrupción.

—Elige tu equipo.

—Necesitaré 20 agentes. Y un presupuesto para soplones de 3 millones de dólares al año.

—¿Por qué tanto dinero?

—Para poder reclutar generales del ejército, agentes federales y narcotraficantes. Y cada que vez que acabemos con un informante, debemos moverlo a los EE. UU., o serán asesinados.

Le dicen que vaya a la oficina de la DEA en Los Angeles para prepararlo todo. Informará directamente a Washington.

Pronto Berrellez tendrá a sus agentes y a sus soplones. El primer año supera su presupuesto de 3 millones de dólares.

«Estaba consiguiendo más información que la CIA».

Está en racha.

III. Testigo en la habitación del asesinato

Interrogador:
¡Levántate!

Camarena:
No sé, no sé, no sé.

Interrogador:
¿Quieres que te haga recordar?

Camarena:
¡Ay! ¡Ay!

Mientras el caso se alza desde las sombras en México, Berrellez se apoya en un informante de la DEA, el comandante Antonio Gárate Bustamante, de la Policía estatal de Jalisco. Gárate conoce a todo el mundo, especialmente a los del negocio de la droga. Ernesto Fonseca Carrillo, otro de los fundadores del cartel de Guadalajara, fue el padrino en su boda. Gárate se convierte en una factoría para reclutar testigos en el caso de Camarena.

Pero no es suficiente. Para conseguir las respuestas que necesita, Berrellez debe encontrar personas que estaban en la sala de tortura, tiene que entrar en el campo de exterminio. Escucha hablar de un hombre que es dueño de una serie de burdeles en Guadalajara y que regularmente proporciona mujeres en muchas de las fiestas que dan los capos de la droga locales, incluyendo Fonseca Carrillo, Félix Gallardo, Caro Quintero y Manuel Salcido Uzueta, «El Cochiloco». Tiene a este hombre reclutando informantes, lo que lleva a Berrellez a Jorge Godoy, que trabajaba para Fonseca Carrillo como guardaespaldas y asistente personal.

Berrellez llama a Godoy desde Los Ángeles. Le pregunta a Godoy si cree en Dios, le dice que es una persona muy religiosa y le promete a Godoy que si viene a los Estados Unidos le pagarán y no será arrestado. Godoy viene. Mientras Berrellez le lleva al refugio en Big Bear, en las montañas al este de Los Angeles, Godoy asume que lo están llevando al bosque para ejecutarlo. Berrellez intenta calmarlo. Veinte años después, Godoy se estremece mientras recuerda su miedo durante ese viaje.

Godoy es parte de una pequeña tropa de testigos que se mantienen aislados unos de otros y que por lo general no tienen idea de que los otros están escondidos en los EE. UU. y también se han convertido en informantes. Estarán frescos, no tendrán oportunidad de comparar historias. Saben muy poco de la investigación porque hace preguntas que poco les importa. Enrique Camarena era un agente extranjero en su país metiéndose en sus negocios. Su tortura no es significativa. En México es bien sabido por todos que si eres detenido por la policía, serás torturado. Si te pillan los traficantes, serás torturado. Y a menudo la misma persona trabaja para la policía y los traficantes. Godoy es un ejemplo perfecto: es un policía del estado de Jalisco asignado por su comandante a ser el guardaespaldas personal de Ernesto Fonseca. Está en una misión oficial, en una buena carrera con bonificaciones, porque Fonseca es un jefe cariñoso. Y este agente de la DEA, Enrique Camarena, cayó en su vida como una granada y lo reventó todo.

Berrellez entendió que solo hay una forma de llegar a los verdaderos asesinos —los hombres poderosos que viven seguros y ordenan que sus asesinatos se hagan por ellos— y es a través de personas como Jorge Godoy.

Años después, Godoy se echa hacia delante, su aliento en mi cara, sus ojos saltones.

«Mírame, mírame a los ojos», —señala con dos dedos su ojos— «¿parecen los ojos de un hombre que dispara a alguien en la nuca? No, no, yo solo disparo de frente, no por detrás».

Está de pie, inclinado hacia delante. Esto importa, sea verdad o no. Solo de frente, no por la espalda. Tales afirmaciones permiten a estos hombres aferrarse a fragmentos de conciencia.

Los informantes, más de 200 de ellos, los testigos producidos por los reclutadores que Berrellez pagó en México, son desagradables para la mayoría de la gente porque han tenido carreras fuera del crimen. Y algunos de los testigos clave han matado a ciudadanos estadounidenses sin remordimientos. Los fiscales dudan en poner a un hombre en el estrado que había sido parte de un equipo que torturó y asesinó a dos parejas estadounidenses, violando primero a las esposas delante de sus maridos. Nada de esto es inusual en un sistema de justicia que hace pactos con el diablo todos los días.

Berrellez finalmente decide que de todos los informantes quizás 10 puedan ser usados como testigos. Los otros están simplemente demasiado comprometidos para resistir el contrainterrogatorio. Pero cuando el caso Camarena comenzó a romperse, no fue por los crímenes de los testigos. El caso tuvo problemas por lo que dijeron los testigos y las personas de la que hablaron.

Llevaron la investigación a la habitación en la que Enrique Camarena grita. Porque ellos estaban en esa habitación.

IV. Kiki

Héctor Berrellez y Enrique «Kiki» Camarena nunca se vieron en persona, pero se conocían. Hablaron por teléfono sobre casos mutuos; compartían algunas cosas. Ambos eran estadounidenses de acogida que iban a probar que eran rojos, blancos y azules, decididos a ascender en la recién acuñada DEA. El presidente Richard M. Nixon acababa de declarar la guerra contra las drogas, y la agencia floreció repentinamente de varios cientos a varios miles.

La DEA era el escenario perfecto para las ambiciones de los agentes como Berrellez y Camarena. México era un destino natural para ellos debido a sus habilidades lingüísticas y a que los agentes anglosajones difícilmente podrían ir encubiertos. Camarena nació en Mexicali, pasó dos años en los Marines, trabajó como bombero y policía, y en 1974 se unió a la DEA. En 1980, fue destinado a Guadalajara. En la DEA, un paseo por el extranjero era esencial para avanzar. Su billete estaba marcado.

Kiki Camarena no era un pistolero. Hay normas para los agentes de la DEA en México. Pueden llevar armas, pero solo durante el día. Y no pueden disparar a menos que les disparen. En la primavera de 1984 dos hombres son asignados para ayudar en Guadalajara. Camarena y el jefe de la estación les advierten que eviten el restaurante La Langosta. El lugar era conocido por ser un garito de los capos de la droga y era peligroso. Así que los dos nuevos agentes van a La Langosta a almorzar cada día durante un par de semanas, solo para ver si pueden provocar un tiroteo con los narcotraficantes.

Camarena era valiente, pero nunca había hecho algo tan estúpido como burlarse de la gente de la droga.

Está a favor de trabajar mucho en la calle, construyendo los casos informante por informante. Se entera de las enormes plantaciones de marihuana que crecen en el estado de Zacatecas, al mismo tiempo que en 1984 Estados Unidos pregona el éxito de su programa de erradicación de la marihuana en México.

Rafael Caro Quintero, uno de los cabecillas del negocio de Guadalajara, pagó al comandante del ejército mexicano 50 millones de pesos para comprar algunos ranchos y protección. Planea producir en una operación 1,5 toneladas por hectárea, cerca de 2,5 acres. Los supervisores de los ranchos ganan de 290 a 580 dólares al mes, los trabajadores reciben el triple de su salario normal. Se cultivan tres tipos diferentes de marihuana. Camarena comienza lentamente, consiguiendo información y reportando todo en informes internos de la agencia, los DEA-6. Los documentos esos meses de primavera de 1984 relatan interminables detalles sobre la operación de marihuana en auge. Excepto la ubicación real de los campos. Eso sigue siendo un secreto. Pero esto ya se sabe: Caro Quintero todavía tiene unos 20 años, y vale posiblemente mil millones; usa dos o tres helicópteros cerca de la frontera para transportar sus cosechas a los Estados Unidos.

Camarena descubre que al menos 10 grupos están llevando a cabo grandes operaciones de cultivo, incluyendo una organización que está cosechando 11.250 acres. Los inversores están perforando pozos de agua en todos lados por 100.000 dólares cada uno. Una granja acaba de traer dieciséis tractores. Los informes se convierten en un inventario de campos y equipamientos a medida que Camarena registra un auge económico en la tierra, una colmena de actividad negada por los dos gobiernos. Caro Quintero envía 60 toneladas de fertilizante a sus campos, y muchas AK-47 para proteger el cultivo. Quinientos trabajadores llegan de Culiacán, Sinaloa. Los DEA-6 se convierten en listas de nombres, coches y superficies. Aparecen notas pequeñas: «Ernesto Fonseca Carrillo tiene una tonelada de cocaína guardada en Caborca, Sonora, México». Las empleadas del hotel El Camino en Caborca vieron armas automáticas cuando limpiaban las habitaciones. Una vez, los traficantes de marihuana dejaron una propina de 150.000 pesos para el cocinero del hotel, cerca de 900 dólares estadounidenses.

El informe recogido por Camarena en la primavera de 1984 es la rueda motriz dentro del mundo de los cárteles, los capos de la droga y la guerra contra las drogas, los detalles del trabajo y los cálculos necesarios para preparar el cultivo, cualquier cultivo. Siempre hay historias entrañables, como por ejemplo, una sobre la ocasión en la que Caro Quintero compró un Learjet en Tucson, Arizona. Cuando le dijeron el precio, escribió los dos primeros números en un cheque y luego se lo entregó a los vendedores de Learjet con instrucciones para que rellenaran la correcta cantidad de ceros. Pero bajo este folclore se encuentra el frío cálculo de cuántas toneladas de fertilizante se necesitan, qué semillas comprar y cuántas, dónde se deben excavar los pozos y cuán separadas deben estar las hileras —dos metros— para un cultivo y una cosecha adecuada. Y hay trabajo y riesgo.

El 11 de mayo de 1984, Camarena se entera de que Caro Quintero ha llegado a Fresnillo, Zacatecas. Llega con 60 agentes de la DFS que viajan en nueve furgonetas y quince Mercury Gran Marquis. Trae consigo 360 millones de pesos y comienza a repartir bonos para el personal.

La fiesta termina a finales de mayo cuando la DEA en México presiona a las autoridades mexicanas para que tomen medidas contra la operación en Zacatecas. Camarena y un piloto mexicano, Alfredo Zavala Avelar, han realizado vuelos de reconocimiento para localizar los campos. El jefe de la Interpol en México lidera el asalto. Más tarde será acusado del asesinato de Enrique Camarena y las autoridades mexicanas dirán que fue encontrado con un kilo de cocaína en su mesa. De hecho, en el momento de su arresto en marzo de 1990, estaba hablando con Berrellez acerca de venir al norte para testificar para la Operación Leyenda y contar todo sobre el secuestro y el asesinato, algo de lo que seguro podía hablar ya que había estado en las reuniones en las que se planeó el crimen. El comandante Guillermo González Calderoni, del quien Berrellez se había echo amigo tras el asalto al maizal de Sinaloa, había colocado la cocaína. Había intervenido su teléfono, escuchado las conversaciones con Berrellez y, como más tarde le dijo a Héctor, difícilmente podía permitir que un jefe de la agencia viniera al norte y explicara los vínculos directos entre el estado mexicano y las organizaciones de narcotraficantes. El jefe de la Interpol desaparece durante años en el silencio del sistema penitenciario mexicano.

Esta digresión no es una digresión. Es el territorio en el que Kiki Camarena se deambula mientras investiga los casos de droga en México y es el terreno traicionero que lo mata.

Durante el asalto, se incautan 20 toneladas de marihuana y se confiscan suficientes semillas para plantar 6.500 acres. Cerca de 117 personas son arrestadas, pero un chivatazo de la policía mexicana permite que casi todas las personas de importancia se escapen.

V. Tras el dinero

Después de la incursión en Zacatecas, Camarena tiene una idea que pone en la mira de las posibles tácticas de la DEA. Ha roto cargas enormes y eso no importa. Ha desarticulado grandes operaciones y eso no importa. Nunca falta gente que dispuesta a correr el riesgo de trasladar una carga a los Estados Unidos. Nunca falta el producto ya que nada puede acercarse al dinero que genera la plantación de marihuana o amapolas o en el movimiento de la cocaína. Y la prisión no importa en absoluto. México ofrece un futuro tan sombrío a sus tantos de sus ciudadanos que una celda en la prisión o un ataúd bien merecen el riesgo si hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salir adelante.

Así que Camarena sugiere ir tras el dinero.

Dejar que los capos cultiven y cosechen su producto. Concentrárse en el dinero. Vaciar sus cuentas bancarias. Este es el origen de la Operación Padrino. A partir de 1983, comienzan a haber incautaciones repentinas de dinero de las cuentas bancarias de los narcotraficantes de Guadalajara en ciudades de Estados Unidos y Europa. Para justificar los embargos, los documentos de la corte de la DEA siempre citan a un informante anónimo —el término artístico dentro de la agencia es SOI [del inglés: source of information], fuente de información—. Así que, los tipos de las droga tuvieron que preguntarse: ¿quién es esta fuente que se chiva a la DEA y les permite embargar el dinero de sus cuentas en el extranjero?

Los líderes de la multimillonaria industria de la droga en México tenían sus propias fuentes dentro de la DEA. Entonces, ¿por qué no pudieron detener la fuga que estaba drenando los beneficios ganados con tanto esfuerzo? Los capos también sabían que pagaban y trabajaban bajo la protección de la DFS mexicana y que esa DFS fue entrenada y funcionaba como un brazo de la CIA en México, y que la CIA tenía personas dentro de la DEA. Fue en este mundo oscuro —gracias a la iniciativa de Kiki Camarena— donde la Operación Padrino comienza a drenar millones dólares de cuentas bancarias secretas, alimentadas por las drogas, en EE. UU. y Europa.

En abril de 1984, un mes antes del asalto a Zacatecas, Phil Jordan, de la DEA, visita Guadalajara para inspeccionar la estación de la DEA allí. Pasa la mayor parte del tiempo con Camarena. Pronto se da cuenta de que cada vez que Kiki y él salen, los siguen. Camarena le explica que es la DFS la que los sigue. Parece perfectamente tranquilo ante esta realidad.

Diez meses después, estará muerto.

Por Charles Bowden y Molly Molloy
Ilustraciones de Matt Rota

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