Turing, el payaso

Randolf Rincón Fadul
Soy Randolf
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4 min readJan 8, 2017

Todos los días desde temprano estaba en escena Turing, el payaso; ensayando sin descanso. Preparaba nuevas rutinas, inventaba nuevos chistes, ensayaba nuevas caídas… Para quienes tuvimos el placer de verlo actuar, sigue siendo sorprendente que nunca ¡nunca! repitiera un show.

Todos querían felicitarlo después de cada función. Los niños hacían largas filas para fotografiarse con él quien, gustoso, los sentaba en sus piernas y les regalaba una sonrisa.

Podríamos decir que era Turing la estrella del show, podríamos decir que era el personaje más importante del circo; pero mentiríamos. Milena, la hermosa trapecista, ostentaba este galardón.

Turing la conoció en el circo. Justo cuando se iba a retirar, pero después de conocerla decidió esperar. ¿Qué tanto sería un año más? ¿Un siglo más? Y es que le bastó conocerla para prendarse de ella. ¡Yo no lo juzgo! Milena era hermosa: menuda y serena. Muy bella; pero muy joven.

Cómo conoció Turing a Milena amerita, por sí mismo, todo un cuento. Turing la vio por primera vez la tarde de un miércoles, ella estaba sentada, escuchando las indicaciones del director del circo, un hombre de pelo corto, cenizo. Un verdadero loco. Cuando Turing la vio se enamoró. Fue inmediato; pero aún así, no hizo nada. Pudo más el miedo, no hizo más que observarla y guardó silencio.

Así todos los días. La veía, callaba y aguardaba por el día perfecto. Ese momento mágico; pero el tiempo pasaba y el día no llegaba. De repente, un viernes, estando él algo distraído, Milena se le acercó a saludarlo. En realidad era sólo una excusa, ella había faltado al ensayo anterior y quería preguntar para ponerse al día. Turing lo entendió; pero quiso creer otra cosa: que en realidad ella se había acercado por gusto. Porque a lo mejor —pensaba él— ella también sentía lo mismo.

Así comenzó su relación. Y digo relación porque, por más que quisiera decir amistad, sería mentirles. Turing la amaba y ella… ella era muy joven. Turing se esforzaba en tarima haciendo rutinas cada vez más extensas, más complejas y más refinadas. Ella lo veía y reía, a veces, incluso, lo saludaba. Pero mientras él ahondaba más y más en el abismo de sus ojos; ella se perdía por otro: Rubén, el gimnasta.

Rubén llevaba en el circo mucho más que Turing. Su puesta en escena no era tan brillante; pero era más joven, mucho más joven que él. Además, era gimnasta y por ende ensayaba con las trapecistas —incluyendo a Milena—. por eso, no fue extraño que al pasar unos meses, Milena hubiera empezado una relación con él. Mientras que Turing, ignorándolo todo, seguía soñando perdido en sus fantasías.

Pero una tarde, una tarde bien cálida, mientras Turing salía al camerino, los vio juntos y lo entendió. Entendió que ella estaba enamorada, no precisamente de él. Lo supo en sus ojos y en su sonrisa. Y no es que los viera besándose… Eso habría matado al pobre de Turing; pero los vio caminar juntos. La vio a ella sonreír, la vio mirarlo y sonreír… Esa clase de mirada que solo produce el amor. Turing recogió lo que quedó de sí y se marchó del circo.

Con el paso de los días, percatándose Milena de la situación, lo buscó. Lo buscó con no poca insistencia. Y lo encontró. Turing llevaba varios días sin ir al circo, había tomado una licencia médica; cuando en realidad no salía de su casa. Solo pensaba y escribía.

Hasta allí llegó Milena. Le dijo cuánto lo quería y cuánto lo extrañaba. Turing olvidó que la había olvidado… y retomó. Ella le confesó que Rubén no la llenaba, no por completo. Él, nuevamente, volvió a caer. Volvió a buscarla, volvió a cubrirla… Milena era feliz. Turing estaba muriendo. Muriendo pues el corazón de darse, llega un día en que se parte.

Ese día llegó más pronto que tarde. Habían pasado unos meses. Turing seguía su rutina, todos los días. El mismo, el especial. Hasta que un día, no pudo más y por fin la encaró:

—¿Por qué no te apiadas de mí y de mi dolor? ¿Por qué me miras, indolente y frívola? ¡No me contestes, ya lo sé! Es porque soy un payaso viejo, ¿cierto?. Vine a este mundo a reír y alegrar. No tengo el derecho de llorar. ¡No entiendes que mi alma se consume!

Milena lo miró entonces, compasiva y misericordiosa, por primera vez en su corta vida. Turing se alegró por su rostro, esperaba buenas nuevas, se llenó de emociones. Henchido su corazón, estaba a punto de estallar cuando, de repente, Milena interpeló:

—No, Turing. ¡Eres tú quien no lo entiende! No puedes llorar, no por que seas payaso. No puedes amarme, no porque seas viejo, sino por que eres un robot. Y los robots no tienen corazón.

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Randolf Rincón Fadul
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Minicuentos, cuentos, poesías y reflexiones de Randolf Rincón Fadul