Federico Moura: Transeúnte sin identidad

A 30 años de su muerte, recordamos a uno de los artistas fundamentales para la reanimación de una escena cultural golpeada por la dictadura militar. Virus, los ’80, la diversión en tiempos solemnes y una estética al servicio de una obra.

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12 min readDec 21, 2018

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“Hay mucha gente que cree que atender el cuerpo es una cosa estúpida, que bailar es perder el tiempo. Yo creo que atender el cuerpo es igual que atender la mente: es tan elevado lo uno como lo otro”. FM

Por Alejandro Vivacqua. Nota completa en Artezeta

21 de diciembre. En una fecha que hoy aparece sensible para cualquier argentino con dignidad, hace tres décadas, en un país que no terminaba de salir del horror y se preparaba para entrar en otro, Federico José Moura Oliva moría a los treinta y siete años en un departamento antiguo sobre la calle Piedras.

A pocas cuadras de allí, trescientos sesenta y cuatro días antes, un italiano pendenciero y enérgico que había llegado escapándose de la heroína fallecía por culpa de un hígado castigado. En marzo del ’88, Miguel Ángel Peralta, apenas unos años mayor que el resto, terminaba en una clínica de Munro una vida intensa y nómade. Los tres, inquietos y magnéticos por naturaleza, referentes de una escena nacional que se había visto revitalizada a hierro y fuego post guerra de Malvinas, terminaban de trazar en el lapso de un año el mapa necrológico de una generación que había visto, soportado y omitido demasiada muerte.

Que de Luca Prodan se ha escrito bastante — aunque quizás nunca sea suficiente — , es cierto. También es seguro que Miguel Abuelo merece más espacio y mejores lecturas. Pero el calendario periodístico, al que cada tanto vale la pena seguir, a veces lleva a ejercitar la memoria: en una fecha redonda, con la imposición grata y poco frecuente que algunos deadlines otorgan, la propuesta era hablar sobre Federico Moura. Y, claro, sobre Virus, la banda platense que también tuvo (y tiene) como protagonistas, entre idas y venidas, a Julio y Marcelo Moura, Daniel Sbarra, Enrique Mugetti y los hermanos Ricardo y Mario Serra.

Escritores/as, fotógrafas, músicos/as, ilustradores/as y periodistas fueron invitados/as para la ocasión, en un acto colectivo que, siguiendo la dispersión que arrastra la memoria, intenta proyectar una imagen vívida de un personaje, una banda y una época que son vitales para entender parte de lo que percibimos (y padecemos) política y culturalmente en estos días.

Cuerpo, goce, democracia, enfermedad, ironía, sexo, calle, vanguardia. En un rápido escaneo por los textos, las palabras que resaltan por su peso — y sin ánimo de anticipar nada — son al mismo tiempo significativas e inevitables. Suficiente, entonces, con la introducción. Empecemos.

Sin disfraz — Por Barb Pistoia (@barbmatata)

“Esto es político”, le dijo Marcelo Moura a su madre cuando tenía diecisiete años. En una entrevista con Infobae lo explica así: “Ya habían desaparecido a Jorge, y a mí no me daba ir a tirarle piedras a Videla, pero teníamos otra forma de hacerlo”. Esa forma era hacer canciones. Ergo, con inteligencia lúdica, con frescura emocional, con vanguardismo político y cultural, Virus irrumpía en escena y ya nada sería igual.

Cuando un directivo de la discográfica le sugirió a Federico Moura que disimulara su homosexualidad, no sólo por un tema de imagen, sino porque las chicas morían de amor por él y sería una desilusión para ellas, su manera de canalizar la furia fue, entonces, hacer una canción. Así nace Sin disfraz, incluida en Locura (1985), el disco de la libertad y espiritualidad sexual por excelencia de Virus, el Purple Rain de nuestro idioma. Si bien en cuanto a discos prefiero al siguiente, Superficies de placer (1987), es muy difícil no entregarse a una de las mejores líneas de todos los tiempos: “en taxi voy, Hotel Savoy y bailamos”.

“Hay que llegar al fondo de las cosas para entender”, ironizaba cuando se cuestionaba a Virus como una banda banal, lo cual era un cuestionamiento frágil y cómodo teniendo en cuenta temas como “El banquete”, “Densa realidad”, “Ellos nos han separado”, por nombrar algunos. El punto que molestaba (incomodaba) era otro, y era que la banda significaba un fuck you total y absoluto a lo establecido, al qué dirán, eran una cachetada a un país tosco, a veces muy cerca y otras demasiado lejos de la soberanía en todas sus representaciones posibles, desde la propia carnal hasta la política colectiva. Por suerte, hicieron escuela.

Foto: José Luis Perotta

La voz y las letras de Federico Moura fueron siempre in crescendo, y nunca dejan de percibirse atmosféricas, climáticas, anatómicas. Su cuerpo en movimiento es un justo anexo al ritmo de su poesía. Como un enviado de Eros, aportó una sensualidad viva y encendió el fuego de la libertad del goce en una escena prejuiciosa, chata, monótona, y se coló, así, con una desfachatez exquisita, entre los tabúes de una sociedad que venía de dormir bajo las botas de los militares y su dictadura más feroz, una sociedad que apenas asomaba a la primavera alfonsinista y no imaginaba su derivación en la primavera del Pacto de Olivos.

En mi mente, su voz funciona como una ruta, como un viento fresco de pulsión; escucharlo es, sino el único, uno de los momentos en los que siento alcanzar una idea de paz, y no hay ni una vez que no recuerde a Fernando Peña definiéndolo como un guiño de libertad, como una esperanza. Pero como todos sabemos el lado B de la esperanza, es bueno tener a mano una de sus últimas entrevistas, realizada por Tom Lupo, en la que Federico nos recuerda con sabiduría que “es mentira que las cosas pueden mejorar, solamente se transforman”.

Lo que el sida se llevó: Por Alejandro Modarelli

Como en aquella célebre performance del dúo chileno Las Yeguas del Apocalipsis, en el deván de mi memoria ochentera se une la canción Encuentro en el Río, que suena a los galopes aéreos de la vida iluminada por la muerte en el glamour de la tragedia. El color azul recorre los sonidos de una época, la ceguera sidótica de Derek Jarman, que filma su última y ya única manera de ver el mundo; aquel sendero a la mexicana de los elegidos para llevar cantando al altar de los cementerios la rosa negra. Un camino de ripio que se bifurcaba entre el misticismo sobreviniente ante la convocatoria de la muerte y los coágulos de neumonías en evasión al violeta. El azul: color del amor universal con el que Federico Moura diseñaba su mortaja hecha de hilos de placer en el fatídico 1987, cuando en Río de Janeiro recibe la noticia de que llevaba en la sangre el pharmakos que teñía de sabiduría el río de aguas fatales, como unos años más tarde el poeta Néstor Perlongher. Moura decía en broma que el virus le pasaría de largo porque que era famoso.

Escribo estas líneas desde la supervivencia. No son lo mismo las elegías que celebran al héroe victorioso que las metáforas del trauma siempre jamás olvidado del superviviente, que eso soy y me siento. En la galería transmundana del sida se amontonan los retratos de artistas tan admirados. Escenarios donde el genio queda afantasmado y las voces y la música son el llamado a la cita ocasional. Virus buscaba en el inicio de una nueva época (lo que se experimentaba como renacimiento argentino) la clausura vivificante y amanerada de la dictadura militar mediante su transfusión de goces y estilo, pero pareciera que junto con el desencanto de la democracia, quizá profético anuncio de lo que devino, su rock sidado prefirió elevarse por sobre el plan Austral a un plano astral.

Pienso cómo atravesé esos años tan felices con la certeza de la muerte inmediata a mi alrededor. Se convivía con la muerte como con la fiesta, y ahora, que pasé ya la mitad, y más, de mi vida, vuelvo a esas intensidades veinteañeras comprendiendo por completo, por fin, lo que en mi juventud me resultó tan poco transparente. Yukio Mishima escribió que la muerte es el lugar de la belleza última, siempre y cuando se muera joven. El bello cadáver del barroco alemán. No obstante, el sida -pienso ahora- desmiente a Mishima, que escribía eso en los años setenta. Los cadáveres ochenteros estaban avergonzados por el estigma con que los despedía la sociedad aterrada con los efectos deformantes del placer, como si la cercanía excesiva de los cuerpos transformase la blandura de un culo en un zoológico de animales en descomposición (pienso en la tapa del disco de Virus con la imagen de un culo sin género que levantó tanta maledicencia: “esa marica de Moura ya se pasa”).

Si el lugar de la belleza última de la que hablaba Mishima es la tragedia que de pronto te abraza en plena juventud, comparto. Pero si es el cuerpo, creo que lo será en la medida en que es arrastrado por el río aéreo, por el azul ciego que cura las marcas visibles del sida. Son cuerpos heridos que no dejamos de encontrar cuando el ángel de la historia me visita, se me sube como un pájaro en el hombro, guiándome hacia atrás en medio de la tormenta. El día que me muera, morirán conmigo los fantasmas queridos y lastimados. Imagino los sonidos hermosos que vestirán la escena de la partida, el color azul que es mi preferido, los recuerdos eróticos de mi primera juventud cuando todavía creía en los dones de la democracia liberal, a contrapelo del desencanto de Virus, que presagiaba el virus del presente que ya no se envuelve con el arte de las grandes tragedias rockeras sino con el abandono en las calles de esos que son los nadies de la ciudad democrática de hoy.

Tomo lo que encuentro: Por Sergio “Cucho” Costantino

Invierno del ’85. Viajaba en el 12 desde Palermo a La Boca. Me iba a encontrar, como hacía todos los fines de semana, con una novia, que entonces era una incipiente actriz. Y yo era un incipiente estudiante de cine. En el colectivo sonaba “Tomo lo que encuentro”, que era un hit en esa época y a mí se me había pegado. Cuando llego a su casa, mientras nos apurábamos para hacer el amor, porque lo hacíamos siempre de manera urgente, le canto al oído No me imaginaba que eras tan Lelouch… Ella me pregunta si me gusta Lelouch, y yo, en mi ignorancia, le digo que sí, sin saber muy bien a qué se refiere. “¿Qué viste de Lelouch?”. No sé, le digo, ¿qué es Lelouch?

– ¿No sabés quién es Claude Lelouch?

– No

¿Pero vos no estudiás cine?

– Sí

– ¿Y no conocés a Lelouch?

Y a partir de ese momento empecé a alquilar películas en VHS. Me enamoré de casi toda su obra, especialmente de Un hombre y una mujer (1966). Pero dentro de su obra encontré un cortometraje que se llama C’était un rendez-vous (1976), que quiere decir algo así como ‘el encuentro’, y casi treinta años después tuve la dicha de hacer la película Imágenes Paganas (2013), donde emulo ese corto de Lelouch. En una parte de la película hago ese corto exactamente igual. Es un plano secuencia, con una cámara montada arriba de un auto, que recorre Paris al amanecer a 2o0 kilómetros por hora, y llega a un punto final luego de ocho minutos sin cortar y un hombre se baja de un auto y se encuentra con una mujer. Una cosa impresionante. En Imágenes Paganas hago algo parecido en la ciudad de La Plata, la ciudad de Federico, con ese plano secuencia y musicalizado, obviamente, por “Tomo lo que encuentro”. Cuando se estrenó la película llamé a esa incipiente actriz, que hoy es una gran actriz y se llama Inés Estévez, y le conté esta historia. Recordaba muy bien que yo me había hecho fanático de Lelouch por esta canción, así que le agradezco a Federico y a la vida haberme encontrado con su arte y con su música. Como dice Lalo Mir al final de la película: “Los ídolos nunca mueren, viva Federico Moura, viva Federico Moura”. Esa frase la grita en un recital en La Casona de Lanús, en el año ’88, en la primera vez que toca Virus sin Federico. Todos los años tocaban ellos y Soda Stereo en ese bar para cerrar el año, y así, como termina la película, también lo hago yo: ¡viva Federico Moura, los ídolos nunca mueren!

Luz biohazard: Por Flora Vronsky (@lavronsky)

Se iban a llamar Virus y los Antibióticos. El nombre como la traducción de una necesidad: que la enfermedad viniera acompañada de la cura. Porque lo que enferma y contagia no se podía lanzar sin un resguardo, sin cuidado. Sabían muy bien de la diseminación germinal que destruye desde adentro. Pero velozmente y en un pase de magia microscópico eligieron otra cura, otro antibiótico quizás más eficaz y perdurable. Eligieron hablar. Elegiste hablar, Federico. A tres años de irte construiste Locura, un disco tan envenenado como antidótico; un manifiesto de justicia para la erótica del deseo, de la fragilidad poderosa de haber sobrevivido. Elegiste la psicodelia del movimiento como una toma de territorio; la reapropiación del gozo como un obús contra el miedo al tiempo, a la muerte (ya no sé si es hoy, ayer, mañana). Tenías 25 años cuando empezó el horror y encontraste la manera de llevar en la androginia del cuerpo la marca indeleble de la peor ausencia, la ausencia fantasmática del que no vuelve nunca más porque no puede. (Perfecto, hermoso, veloz, luminoso) dijiste que Locura era tu disco preferido ante la mirada pendenciera de los despreciadores de lo popular. Esos mismos que te preguntaron qué le harías a tu peor enemigo y se tragaron los dientes sin entender nada cuando dijiste ‘ignorarlo’. Sin entender que la mordida virósica de estar creando sentido traspasa la piel de quien no desprecia (la distancia va perdiendo su espesor). Esos mismos que te ordenaron no decir que eras puto para no perder (el universo abismal) y en ese acto te soplaron al oído Sin disfraz y (mentiroso y nudista) rompiste la idea de progreso con una patada de sintetizadores y el redoblante de la batería electrónica más poderosa del mundo -a veces los despreciadores cumplen una función en ese plan cósmico y nostálgico de futuro-. Y te vestiste demodé y normal, no te preocupó parecer vulgar porque sabías que la acusación de banalidad/superficialidad la enuncian los que bailan sólo con el cuerpo, los que escinden el pensamiento de la dicha (crímenes en la intimidad) porque no saben cómo volver a ser uno consigo mismos, un solo decir, una sola voz que resiste y combate.

Velódromo de Buenos Aires, 1988. Foto: Eduardo Costa

Ya con Dulcemembriyo entendiste que la resistencia es estética porque tiene el arrojo de escupir la evidencia en colores y cosas, en juntar gente como vos, como el Indio, como Cerati que van a agrandarse la boca con los años para seguir escupiendo la cultura de lo que arde ahí abajo y quema los cadáveres de los despreciadores para que no se propague la peor enfermedad de todas, la que nunca sana (cuerpo cuerpo fuego nuestro). Hoy dicen que de veinte demos que circulan, catorce tienen covers de Locura. Hoy, eones de años después de vos, de tus ojos plutonianos (salto en la música) estallados con la energía regeneradora de ser al mismo tiempo el ave y el fuego fénix que le quema las plumas. Tu linaje, Federico, es memoria, verdad y justicia porque baila en lásers que atraviesan eso que es pasado y futuro en un mismo acto, eso que se adueña de la eroticidad de la existencia (chocolate jabón de lavar) para darle forma a la mueca más bestial ante la muerte, al antídoto final: ese amor que nos salvará de todo.

Por Alejandra Palacios (fotógrafa)

Tuve la experiencia de trabajar con Federico en estas tomas en abril de 1987, en New York. Nos divertimos sacando fotos y paseando. Estábamos los dos parando en la casa de una amiga en común. Se sentía súper cómodo frente a la cámara, sabía muy bien que era carismático. Fuimos a la terraza del edificio donde parábamos y a caminar por la ciudad. Siempre listo y simpático, cocinamos juntos puré de papas y compartimos unos días muy lindos. Lo recuerdo con mucho cariño.

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Acción y comunicación. Nuevas narrativas contra la manipulación política de los medios tradicionales.