Foto: Wara Vargas

Volver a la tristeza

Claudia Peña Claros, ex Ministra de Autonomías, escritora — Bolívia

“Señora Presidenta, ¿cómo me va a devolver a mi hijo? A mí, mi hijo me ha costado criarlo, me ha costado hacerlo estudiar…”, lloraba un padre destrozado el 20 de noviembre de 2019 en Senkata, una de las zonas más humildes de la de por sí humilde ciudad de El Alto, en La Paz, Bolivia. Después de 14 años de gobierno, Evo Morales había dejado el poder el 12 de noviembre, como resultado de un golpe de Estado alimentado por movilizaciones de sectores de la clase media y definido por la insubordinación de las fuerzas militares y policiales.

El nuevo régimen, encabezado por Jeanine Añez, senadora de una alianza de partidos de derecha, recurrió a la represión para mantenerse en el poder. Las protestas contra su gobierno tuvieron un fuerte espíritu identitario indígena: a poco de haber dejado Evo Morales el poder, policías y civiles aparecieron quitando y destruyendo banderas wiphala, que identifica a los pueblos originarios en Bolivia, lo cual fue interpretado como un retorno a la Bolivia colonial y racista, y aunque las protestas fueron acalladas después de dos masacres (Sacaba y Senkata), el fantasma del racismo y la discriminación cobra cuerpo cada día en la calle y en las decisiones gubernamentales.

En Bolivia, la pandemia del Coronavirus no se refiere solamente a un problema de crisis sanitaria y sus terribles y temibles consecuencias económicas, también nos hace referencia a un sistema político en crisis. Estamos gobernados por autoridades no electas ni legítimas y las elecciones nacionales, que debían llevarse a cabo en mayo, están postergadas sin haber definido hasta ahora (abril 2020) una nueva fecha. La pandemia es la mejor excusa para la persecución política de las organizaciones y de los líderes afines a Morales, siguiendo procesos judiciales que muestran vicios y una rapidez nunca antes vista.

En los últimos años, los movimientos feministas han sido en su mayoría críticos al alargue de Morales en el poder, aunque su gobierno haya sido el que más avances mostró en el reconocimiento de los derechos de las mujeres y del colectivo LGBTI. La nueva situación, sin embargo, significa retrocesos impensables: desconocimiento del país, política represora, resultados casi nulos en la gestión del Covid- 19, falta de planes sociales que permitan a los sectores vulnerables sobrellevar la cuarentena, y denuncias de corrupción.

Vivimos la incertidumbre del coronavirus atrapadas en una nueva realidad, donde los equilibrios políticos favorecen a la derecha fundamentalista, donde las organizaciones sociales, otrora fuertes en las decisiones estatales, son perseguidas desde el poder. Si antes protestábamos porque las leyes no tenían reflejo en la realidad cotidiana, la lucha feminista pasa ahora por restablecer y mantener tejidos básicos de sororidad y comunidad, por democratizar los trabajos de cuidado y romper una lógica fundamentalista, derechista y violenta, que pone en peligro la vida de todes, la vida que tanto nos cuesta germinar, cuidar, nutrir y multiplicar.

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