El viaje de las mamás

Guadalupe Fernández
Lupa
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4 min readJun 5, 2024

Una diseñadora de juguetes me puso cara a cara con el paso del tiempo -y el impacto de la tecnología- cuando me contó que ahora, a lo sumo, se diseñan piezas para niños de hasta cinco o seis años. No quisiera decirles hasta que edad jugué a las Barbies con mi hermana porque me da vergüenza, sigamos.

¿Se termina antes el juego libre? ¿Qué hacen los chicos después? ¿Cuántos años me quedan para jugar a los autitos con Enzo?

Bueno esperen, no se hundan: el juego sigue, cambia sus formatos, aparecen los juegos de mesa (tangibles, no todo es pantalla), pero esta conversación absolutamente random, me disparó un temón: ¿por qué dejamos de jugar? Y eso, me trajo a contarles la anécdota de este viaje, el viaje de las mamás:

“¡Agarrate fuerte!” me dice Joaquín, el instructor, mientras empuja la tabla de surf. Veo la altura que va tomando la ola y no pienso en nada. Mejor dicho, sí: pienso en que lo único que me importa es no caerme para poder llegar más profundo y encontrar mi ola, la que me lleve a la orilla. Si tengo suerte, cuando me grite “¡AHORA!” trataré de pararme arriba de esa tabla que no conozco ni es mía para hacer equilibrio y reírme de la caída.

Es mi segundo día en una escapada de surf que hicimos con dos amigas. O “el viaje de las mamás”, como bauticé para mi hijo esa ausencia de cuatro días que su mente todavía no es capaz de dimensionar. La mañana está gris y el mar está totalmente solitario, salvo por estas quince mujeres que apenas nos conocemos pero en el agua nos festejamos todo.

Sofía, guardavidas y coordinadora de la escuela de surf, nos enseñó a medir el período de las olas, que es el tiempo que pasa entre dos crestas consecutivas. Esta mañana es evidente que tienen un período más corto porque el agua nos devuelve a la orilla con fuerza. Yo no hago otra cosa que sentir que este choque con la naturaleza es la metáfora más acertada de la vida.

Salgo, descanso y tomo aire en la arena. Recargo energía para volver al mar. Joaquín nos había explicado que lo mejor en esos casos era usar la misma fuerza de la tabla, apoyando el pecho para cortar las olas de frente. Lo intento pero a veces se me viene todo encima: la ola, la tabla, la vida.

Las quince mujeres que nos miramos en el medio del agua somos desconocidas. Adultas, jóvenes, con hijos, sin hijos. Pediatras, actrices, nutricionistas, periodistas, corporativas, freelancers, pero el mar nos iguala. Hay una sensación de manada, una frecuencia que solo es capaz de sintonizar quien se entrega al océano.

Siempre le tuve respeto al mar. Eso me decía mi papá: al mar no hay que tenerle miedo, hay que tenerle respeto. Pero ese respeto de grande me engañó y se transformó medio en un cuco. Por eso todavía no puedo creer que sigo braceando mar adentro. “Remo, remo, remo” escucho a lo lejos al instructor. Cuando paso la rompiente me subo a la tabla que ya es una parte mía, me siento arriba y descanso a la deriva.

Estoy en este lugar porque mi hijo tiene cuatro años y necesitaba volver a viajar sola para concretar una especie de ritual de separación que yo misma inventé. Ser madre me cruzó con muchas preguntas. Pero desromanticemos: primer día en Mar del Plata no dormí. No es una manera de decir, no pegué un ojo. Estaba intranquila. Le había dejado a Enzo un regalito para cada día, una idea que me dio otra mamá. El quid de la cuestión era estar presente a través de algo simbólico.

El viaje seguía funcionando para mí como una revelación. La propuesta estaba muy enfocada en el entrenamiento deportivo, en la resistencia, en saber resolver situaciones difíciles que nos presenta el mar. El último día hicimos una clase de supervivencia en la pileta semiolímpica. Durante la actividad nos empujaron a situaciones incómodas, nos hicimos bolitas y nos giraron debajo del agua como si una ola nos estuviera arrastrando. El desafío era cuidar el aire. Nos enseñaron cómo salir a la superficie y técnicas para meternos debajo de la ola. Todas, en definitiva, eran herramientas para la vida.

A la vuelta, mientras comía tres medialunas y un café en la parte de atrás de la camioneta, me hice la pregunta de rigor: ¿por qué no hice esto antes? Pero enseguida salí de lo contrafáctico para quedarme con lo que de verdad tenía entre manos: me di cuenta de que, paradójicamente, ser madre me había alejado de mi espíritu lúdico. Me había vuelto más estricta, más apegada a las normas y los mandatos. Pero el mar me devolvió a la orilla con su bravura y su libertad. Me fui pipona por lo que vine a buscar y por lo que vino de sorpresa: aprendí que el mejor surfista es el que más se divierte y que la mejor forma para aprender algo nuevo es jugar.

¿Y ustedes? ¿Qué onda? ¿Se dan espacio para el juego? ¿O andan por la vida persiguiendo las rutinas para que no se les escapen? Ya sé que somos todos parte del club de hacemos lo que podemos, pero también está bueno frenar a pensar. Y después seguimos haciendo lo que podemos ;)

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Guadalupe Fernández
Lupa
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Periodista. Pragmática. Lectora imprevisible. Catadora de limonada. Objetivos claros, destino incierto. https://linktr.ee/estoeslupa