Mudo en Londres

Daniel Priego García
Explorador Viajero
Published in
8 min readSep 7, 2015

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Comparto una divertida historia de cómo me libré de dos extraños mimos en Londres y cómo esta experiencia me ha ayudado a escapar de situaciones embarazosas en diferentes lugares del mundo.

A mediados de 2014 hice un viaje con mi mamá por Europa. De los lugares que visitaríamos, sabía que Londres sería la ciudad más cara y donde más tiempo íbamos a pasar, y aunque no planeaba que nos priváramos de nada, tampoco quería derrochar libras a diestra y siniestra.

Una tarde de un sábado mi mamá y yo salimos a caminar por los alrededores de Westminster: estuvimos en el parque St. James, los salones desde los que Churchill comandaba durante la Segunda Guerra Mundial, Downing Street, la Abadía y el Palacio de Westminster y obviamente el famoso Big Ben.

Al igual que los cientos de turistas que se encontraban bajo la sombra del Big Ben, cruzamos el puente que lleva al otro lado, en dirección hacia donde se encuentra el London Eye, y en un momento nos paramos para tomarnos fotos con la famosa torre y su reloj de fondo. Primero le tomé varias a mi mamá y después cambiamos roles para que me tomara algunas.

La vista del Big Ben desde la estación del London Eye.

Chaplin y el Llanero Solitario

Después de hacer un poco de malabares con mi cámara, mi mamá entendió qué botón era el que tenía que presionar y por dónde tenía que ver para realizar el encuadre. Justo cuando ella había comprendido todo, dos extraños personajes aparecieron repentinamente frente a mi: uno se ubicó delante mío y mientras levantaba las manos como en señal de triunfo, se inclinaba hacia atrás, casi apoyado sobre mi, como para hacer parecer que él y yo éramos un par de amigos que la estaban pasando muy bien; el otro, un poco más distante, se colocó a mi costado izquierdo. No creo que me haya volteado a ver en ningún momento, puesto que parecía muy concentrado en la posición de su cuerpo con respecto a la cámara y el ángulo en el que tenía que inclinar la cara para salir bien en la foto.

En paralelo, mi mamá, seguramente pensando que había encontrado el momento perfecto para obtener una de esas instantáneas de las que se hacen pocas durante un viaje, se convenció instantáneamente de que era un as de la fotografía y prendida del clic del obturador, realizó una secuencia de fotos interminable durante la cual giraba mi pobre cámara de izquierda-derecha-derecha-derecha-cli!-derecha-medio izquierda, izquierda clic!, clic! derecha, clic!-clic!-clic!-clic!… de la misma forma en la que una secadora de ropa zangolotea las prendas que ha colocado uno dentro de ella, o para los que mandan a la lavandería y no se han mareado viendo una secadora dar vueltas, movía la cámara como si estuviera controlando el volante de un autito en Mario Kart. ¡Yoshi!.

El personaje que se había colocado frente a mi y que me causaba inclinarme hacia atrás, con la latente preocupación de quizás vencer la baranda que nos separaba del famoso y oscuro río Tames, estaba vestido de una forma un poco rara: Utilizaba un sombrero de vaquero color café oscuro de cuyas alas, que parecían rotas intencionalmente, sobresalían motas de algodón sintético. Tenía la cara pintada totalmente de blanco y utilizaba gafas oscuras tipo aviador. A la altura de la garganta tenía un pañuelo rojo que combinaba con la mochila del mismo color que llevaba en la espalda. En la mano izquierda sostenía un revólver con la cacha blanca y el resto de color azul, con una tapita roja en la punta.

Llevaba puesto un traje de color naranja, similar a los que utilizan los presos en algunas series norteamericanas con algunas diferencias notables: De los costados del pantalón, en el largo comprendido entre la cintura y los tobillos, colgaban unas tiritas de tela color marrón oscuro, iguales a las que penden de los chalecos con los que nos disfrazaban de niños cuando nuestros padres querían que jugáramos a ser vaqueros. En la parte de arriba, el sobretodo, también de color naranja, tenía un pedazo de tela gruesa, de forma triangular, que parecía hacer las veces de pañuelo de cuatrero, aunque no tan largo como para llegar a cubrir su rostro en caso de que lo levantara. De los bordes de este pedazo de tela, así como de las mangas de los brazos, pendían también tiritas de color marrón oscuro. Debajo del sobretodo, llevaba una camisa de vestir del mismo color azul que el cuerpo de su revólver.

El segundo personaje era más corpulento que el primero. También tenía la cara cubierta de blanco y tenía pintado un pequeño bigote estilo Chaplin y las cejas remarcadas y agrandadas con delineador negro. Tenía puesto un sombrero tipo bombín y vestía un traje de color café oscuro, una camisa blanca y un moño negro bien ajustado.

De mis sonrisas por la sorpresa de su presencia pasé a la preocupación. En los primeros segundos pensé que era muy divertido que dos personajes como los que describí irrumpieran sin aviso en mis fotos, pero rápidamente caí en cuenta de que lo hacían por que querían dinero. Si hubiera estado en cualquier otro lugar del mundo (y obviamente si los hubiera invitado a posar), les daría algo, pero en este caso quería zafar de pagar.

No tuve mejor ocurrencia que avanzar unos pasos delante de ellos, acercándome a mi mamá. Podíamos correr, hacernos los desentendidos o buscar otra excusa para no pagar. Los dos personajes, quizás anticipando nuestra huída, se nos acercaron y mientras sonreían maliciosamente, extendieron sus manos, actuando como si estuvieran recibiendo dinero de nosotros.

Quizás fuera por que el sol apareció ese día sobre Londres por la mañana o por el fish and chips delicioso que había comido la noche anterior en el restaurant Baileys, en Fulham, lo que me inspiró a voltear primero en dirección a mi mamá, la vi, buscando su complicidad, y luego volteé mi mirada hacia los dos personajes, fruncí el ceño y fijé mi mirada en la cara del segundo de ellos y posteriormente empecé a articular palabras con mi boca, sin emitir ningún sonido.

Este es el delicioso fish and chips de la noche anterior. restaurante Baileys en Fulham, Londres.

Mis recursos en la escritura quedan muy limitados para poder describir la reacción del par de mimos que buscaba que les diera una propina por haber “bombardeado” mis fotos en el Big Ben. Mientras yo balbuceaba frases como “I’m from Mexico”, “How are you?” y “I dont-have-moneys”, abriendo mis pequeños ojos lo más grande que podía, — intentando transmitirles algo de miedo — mi mamá no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo y la pobre, sin intención, arqueaba y agrandaba sus ojos tanto como podía, tratando de entender qué demonios me estaba sucediendo.

No queriendo arruinar el momento, volteé hacia ella, y haciendo los mismos gestos — sin emitir algun sonido — le gesticulé frases como “má, no los entiendo” y “no te vayas a reír por que les vamos a tener que dar dinero”, mientras los tipos me decían, ya verbalmente y no con gestos, en perfecto acento británico, que teníamos que colaborar con dinero. Escribo esto y tengo que decir que llevo como 5 minutos riéndome sin parar al recordar sus gestos.

Giré de nuevo hacia ellos, tratando de desorbitar mis ojos lo más posible, mientras continuaba moviendo mi boca rápidamente, sin emitir sonidos, como si tratara de comunicarles algo. Sus gestos cambiaron y me vieron como si yo fuera el personaje raro y me repitieron una y otra vez que estaba todo ok, que ya no les tenía que dar dinero, pero a estas alturas yo, convencido de ser mudo — aunque no mimo como ellos — ponía mayor énfasis en la gesticulación de cada palabra de la siguiente frase:

“I DON’T UNDERSTAND YOU”

“I DON’T UNDERSTAND YOU”

“I DON’T UNDERSTAND YOU”.

No pasaron más de cinco segundos para que los dos personajes se voltearan a ver entre sí y perplejos, se marcharan rápidamente, corriendo al otro lado de la calle, atestada de turistas, principalmente chinos y rusos, mientras volteaban a ver para atrás, donde yo agitaba mis brazos con una gran sonrisa, para que se acercaran de nuevo.

Me da mucha alegría contar que después de esto, mi mamá y yo habremos tardado fácilmente 10 minutos en recuperar el aliento y parar de reirnos, antes de pasar al papel de turistas y subirnos al London Eye a apreciar Londres desde arriba.

Varios minutos después mi mamá todavía no podía contener la risa.

La historia no terminó ahí… puesto que cuando volvíamos por el puente, rumbo al departamento donde nos quedábamos, observé a la distancia a los dos mismos mimos, que a diferencia de mí e irónicamente, sí hablaban (y podría decir que les di una sopa de su propio chocolate). Corrí rápidamente hasta llegar al lado de ellos, para mirarlos de nuevo fijamente, con los ojos muy abiertos y una gran sonrisa en mi cara, — tratando de imitar al gran Mr. Bean. Mientras me veían, sorprendidos, gesticulé “MY FRIENDS — DO YOU REMEMBER ME!?!?” seguido de lo cual los dos empezaron a caminar muy rápido, en dirección contraria, espantados.

Lo que aprendí de esta anécdota

Más allá de que este es uno de los recuerdos más divertidos que tengo en viajes, esta ocurrencia me ha salvado de muchas situaciones en diferentes lugares del mundo y seguramente la seguiré utilizando, ya sea en frente del Big Ben, en medio de una pelea callejera entre 100 vendedores del mercado negro de divisas en Teherán, encerrado en un pequeño local del Gran Bazar de Estambul de donde no me querían dejar salir o en una taberna en Obidos, un pueblito medieval en Portugal, rodeado de alemanes celebrando el gol que le daba la victoria a su país en la final del Mundial de fútbol del 2014 sobre Argentina.

Hospedaje en Londres

Este es el depto donde me hospedé, a metros de Hyde Park

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