Fernando J. Palacios León (El Tintero)
EXTINTA
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3 min readApr 21, 2018

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Desde entonces nunca le digo a nadie que tiene que pasar página, ni siquiera a mí mismo. Es un error de principiante o algo peor, quizá sea una falta de respeto. Hay veces que es imposible pasar página, son pocas pero son, que diría César Vallejo, veces en las que uno queda atrapado en la página y se queda a vivir en ella, entre el dolor de sus márgenes. Como esas últimas palabras que dejó escritas Cesare Pavese en la habitación del hotel Roma en Torino. Para todos tiene la muerte una mirada. Hay quien visita los hoteles donde se suicidaron grandísimos escritores como Pavese, buscando el eco de la página a 60 euros la habitación. No saben que la vida y la muerte siguen y que la página se queda sin pasar. El hacha de Dostoievski, el padre de Kafka, la alocada juventud de Tolstoi, las velas de Chéjov, la ausencia de un bolígrafo de Paul Auster, Lou para Rilke, los últimos golpes del padre de Bukowski a Bukowski, las estaciones de tren de Heinrich Böll. La página, si acaso, la página de toda una vida puede estar en un verso, en una frase perdida al final de un capítulo, en una descripción del narrador que parecía no aportar nada a la trama.

Hay veces que la página la pasan sólo los demás porque nunca han tenido que enfrentarse a su escritura, ni siquiera se atreven a leerla, para ellos la página es imperceptible y etérea por mucho que traten de compadecerse o comprenderla, la página es una metáfora de lo que piensan que es la página: tú y yo sabemos que sus páginas no son páginas porque se pueden pasar. La reconditez se disipa una vez que la tienen delante y, entonces, dejan de hablar de pasar páginas. Pero hasta entonces, la ven de lejos, como se ven en los mapas las ciudades que no se han visitado nunca, como esos nombres de personas que no conoces y que olvidas antes de pronunciar y que son como cáscaras lingüísticas de Wittgenstein. La página también es como una cáscara, dura y hueca, como el caparazón en el que fue creciendo la tortuga sin saberlo. Una predestinación, quizá, que trata de comprenderse a sí misma, como nosotros delante de aquel cuadro de Gerhard Richter que vimos en Viena y en el que aparecía un hombre bajo una piedra. Fuimos cual niño que se reconociera por vez primera ante el espejo. Y uno no habla de su página porque nadie la va a comprender, porque pareciera que las palabras sirven para cualquier cosa, pero no para describir la espesura sin forma de la página, porque las palabras ni siquiera llegan a rozarla, esa página que todos dicen que pases es tan real que se torna una entelequia, una realidad saturada en la que solo cabe el silencio, un silencio vertical que parte del corazón y atraviesa el suelo, y lo atraviesa cada vez más profundo, cada vez más profundo, un silencio laberíntico sin salida hecho de palabras imposibles.

Los que te dicen que pases página no saben lo que es el latir de la página que no puede pasarse, su presencia incesante en cada cosa. La página se incrusta en la mirada, se pliega sobre ella, como se pliega el puente de plata del relente de la luna sobre el mar, como se pliega un sueño sobre la oscuridad de los párpados, como se imbrican las amapolas sobre la rubicundez rota de sus pétalos. La página que no se pasa es como si la nieve se hubiera deshecho solo para los demás y su blancura se hubiera amontonado, quizás para siempre, en el pecho del que no puede pasarla, como si el interior del pecho se hubiera quedado a la intemperie que queda a ocho mil metros de altura, la página es el culmen de un horizonte reventado, los márgenes que se trazaron en la parte más oculta de la ininteligibilidad, la extraña línea de funámbulo sobre la que transitas desde entonces.

Es imposible pasar página.

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