EL DRAGÓN

(UNA NOVELA POR ENTREGAS)

Pep Bras
7 min readOct 19, 2021

PARTE 1

Es domingo 16 de junio de 1878.

Eusebi Güell ha madrugado y se siente soñoliento. Hace rato que está sentado en un banco del Champ de Mars. Piernas cruzadas, manos sobre la rodilla derecha. Espera a que abran uno de los principales reclamos de la Exposición Universal de París, la cabeza de La libertad iluminando al mundo.

Parece enfadada, piensa.

No le gusta su expresión, ni esa excéntrica diadema de siete picos que le recuerda una corona de espinas. Transmite sufrimiento, todo lo contrario a lo que una imagen de la libertad debería evocar.

Hace poco que ha amanecido y el sol se refleja en las láminas de cobre de la gigantesca cabeza, tiñendo los árboles cercanos. Sus hojas, agitadas por la suave brisa matutina, adquieren un aspecto irreal. Es como si estuvieran hechas de un oro que sangrara.

Güell baja la vista. En las esquinas delanteras del pedestal hay dos modelos a escala que muestran cómo será el “nuevo Coloso de Rodas” (así lo ha bautizado Le Figaro). Al parecer, también sostendrá una antorcha con su mano derecha y será tan grande como la antigua maravilla del mundo; suponiendo, por supuesto, que el gobierno del duque de Magenta consiga capital suficiente para fabricar todas las piezas y mandarlas a Nueva York. El plan inicial consistía en erigir el monumento sobre un islote de Long Island antes del 4 de julio de 1876. Tenía que ser un regalo al pueblo norteamericano en el centenario de su declaración de independencia. Así que los perfectos franceses llevan casi dos años de retraso. Güell no puede evitar una sonrisa.

Unos chillidos lo llaman:

güell güell güell güell güell güell

Levanta la cabeza y contempla la mayor bandada de pájaros que ha visto nunca. Los hay a decenas, a cientos, pero vuelan tan arracimados que parecen una nube de tormenta atravesando el cielo. Se alejan y desaparecen en un pestañeo, como un náufrago engullido por un océano inmenso.

Él se siente igual cada vez que visita París.

-¿Me permite?

De pie frente a él hay una mujer alta y delgada. Parece una sombra: negros los zapatos, negro el vestido, negro el sombrero con velo que le oculta el rostro. Todo de un gusto exquisito. No la ha visto acercarse, es como si hubiera surgido de la nada para darle un sobresalto. Güell corre a descubrirse al tiempo que se levanta. Señala el banco cortésmente.

-Por favor, madame.

-Mademoiselle. Gracias.

Se quedan sentados en silencio, separados apenas por un par de palmos. El aire se va impregnando del perfume de la mujer. Es un aroma intenso y muy dulzón que a Güell le resulta familiar: así huele cada rincón de su casa, el Palau Fonollar, en las bochornosas tardes de verano, cuando el jazmín está florido. Hace tres días que Isabel, sentada bajo el estallido de flores blancas del patio, acunaba entre los brazos al más pequeño de sus cuatro hijos (el querubín de cinco meses que lleva su mismo nombre, Eusebi). Güell fingía leer un libro mientras los espiaba con orgullo. Ahora, esa imagen que atesora en la memoria ha quedado empapada para siempre con el perfume de la desconocida. Eso hace que se sienta irritado. Hay otros bancos vacíos, piensa. ¿Por qué ha tenido que escoger precisamente el mío?

Se pregunta si será una cortesana.

-Espero no molestarle –dice ella de pronto, como si le hubiese leído el pensamiento.

-En absoluto.

-Es que no soporto esperar sola y mi acompañante se retrasa. ¿Sabe a qué hora abren?

-Creía que a las ocho –Una rápida ojeada al reloj: las ocho y veinte-, pero es obvio que me habrán informado mal.

La oye soltar una breve carcajada bajo el velo. Tiene una risa espontánea y contagiosa, es imposible ofenderse con ella. Aún así, Güell hace un esfuerzo por mostrarse serio.

-¿He dicho algo gracioso?

-Perdone. Usted no es francés.

-¿Tan mal hablo su idioma?

-Al contrario, lo habla perfectamente. –Hace una breve pausa-: ¿Alemán?

-De Barcelona.

-¡Ah! Tengo buenos amigos españoles.

-En realidad soy catalán –Nada más decirlo, se da cuenta de que ha sonado brusco-. Disculpe, permita que me presente: Eusebi Güell.

Se supone que, en ese momento, ella debería presentarse también, pero no lo hace.

-¿Y qué le trae a París, señor Güell? Tiene aspecto de político.

No hay nada que proporcione mayor placer a un hombre que pavonearse. Eso es aplicable a los más necios, pero también a algunos sensatos que, como Güell, han dedicado su juventud a labrarse un porvenir envidiable. Así que, antes de darse cuenta, ya ha olvidado cualquier recelo hacia su interlocutora y le está enumerando todos y cada uno de los logros conseguidos en treinta y un años de vida. Que si ha estudiado derecho, economía y ciencias aplicadas en Inglaterra y Francia; que si es concejal del ayuntamiento y diputado provincial por Barcelona; que si forma parte del consejo de dirección de la Compañía General de Tabacos de Filipinas y de la Compañía Trasatlántica (aquí omite que el propietario de las dos empresas es su suegro, el marqués de Comillas). Además, concluye, dirige una empresa familiar de tejidos, Parellada Flaquer y Compañía. Por eso visita la Exposición Universal: desea informarse de los últimos avances en maquinaria textil.

-Impresionante –dice ella-. Su esposa estará muy orgullosa de usted.

-Oh, sí. Lo está.

Y se produce un silencio embarazoso.

Mientras, se ha ido formando una larga cola frente a la cabeza de La libertad. Hay niños que no paran de preguntar a sus padres cuánto falta para que abran. Hay jóvenes con aspecto de haber empalmado la noche con el día (salta a la vista que el cóctel de la luz solar mezclada con las voces chillonas de los críos les está sacando de quicio). Hay una pareja de ancianos para los que esperar de pie representa una tortura lenta y dolorosa. Total, que pronto empiezan a oírse las primeras protestas. ¿Por qué no abren de una vez? ¡Esto es intolerable!

Entonces, por fin, aparece el encargado. Debe de serlo porque viste con uniforme azul marino y se dirige a la entrada sin parar de pedir disculpas a todo el mundo: perdón por el retraso, perdón, señora, perdón, señor, perdón, perdón, perdón. Es tan bajito que desde la posición de Güell parece un niño disfrazado de jefe de estación. Está muy nervioso, tiene que quitarse la gorra cada dos por tres para secarse la frente con un pañuelo. Saca un manojo de llaves, encuentra la adecuada, abre la verja lateral que da acceso a la atracción e informa que pueden ir pasando de diez en diez.

-Vaya usted –dice la mujer-. Ya le he robado demasiado tiempo.

-Tenía entendido que odia esperar sola.

-No se preocupe. Mi amigo no creo que tarde.

-En ese caso, ha sido un placer.

-Lo mismo digo.

-Buenos días.

-Buenos días.

Echa a andar hacia la cola. Uno de sus pies huye, aliviado. El otro trata de frenarlo, le grita que ha perdido una oportunidad.

-Señor Güell…

Se da la vuelta. Ella acaba de levantarse el velo. Le sonríe, y basta un segundo para que esa sonrisa lo deje hipnotizado.

-Si estoy en peligro gritaré para que venga a rescatarme.

No sabe qué responder. Lo asalta una sensación contradictoria: aquella mujer le suena de algo y, al mismo tiempo, nunca ha conocido a nadie con ese poder para trastornarlo. Está confuso, hechizado. No le queda otra salida que aceptar su derrota, ya da el primer paso para regresar al banco, cuando descubre que ella ha dejado de prestarle atención. Ahora mira hacia su izquierda. Se acerca otro hombre. Mayor que ella, sesentón. Buen traje, bombín, amplios bigotes, algo de sobrepeso. Lleva una maleta enorme y pesada que le obliga a andar como si cojeara. Levanta una mano para saludarla y la sonrisa más hermosa del mundo se ilumina todavía más.

Así que su amigo existe, piensa Güell con frustración.

Poco después está dentro de la cabeza construida por Bartholdi, subiendo por la estrecha escalera en espiral. Los escalones de metal traquetean bajo sus pies. Le ha tocado ir el primero y tiene miedo de tropezar, se imagina arrastrando torpemente en su caída a los que van detrás. Seguro que los periodistas sacarían jugo a la noticia: “La libertad se cobra sus primeras víctimas”.

La escalera termina de pronto.

El mirador es más pequeño de lo que esperaba. Incluso las ventanas que lo rodean contribuyen a aumentar la sensación de claustrofobia. Parecen dientes colocados ahí para filtrar la luz. Pero lo peor es que todo está inclinado. Es como encontrarse en el camarote de un barco que cabalga una ola. El techo es lo único que le gusta. El relieve ondulante de sus planchas de hierro. Le hace rememorar las interminables dunas del desierto de Túnez contempladas desde el aire. ¿Qué edad tendría cuando tuvo ese sueño? ¿Veinte, veintidós? ¡Hace tanto que no sueña que vuela!

Se acerca a una ventana. La primera de las tres cúpulas del Palacio de la Exposición queda justo enfrente, juraría que puede tocarla alargando una mano. Las cuatro paredes de cristal que hay bajo los arcos, con esas vías de metal entrecruzadas, le dan aspecto de jaula. La jaula de un gigante que, dependiendo del reflejo, parece haber hecho prisionero todo el cielo de París.

Algo se mueve. Muy deprisa.

Güell mira hacia la cúpula y lo ve: un pájaro. Acaba de posarse en el mástil donde ondea la bandera de Francia. No es muy grande, pero llama la atención por su batiburrillo cromático (rojo, verde, naranja, amarillo, azul). Tiene una especie de antifaz negro sobre los ojos, y un pico largo y estrecho que le recuerda las máscaras de los médicos de la peste venecianos. Güell, que no entiende de aves, deduce que debe de haberse quedado descolgado de la bandada que ha visto antes. Piensa: pobrecillo, no sabe adónde ir. De pronto, el animal extiende las alas (azules, rojas, amarillas) y baja planeando hasta la orilla del lago donde flota la imagen invertida de la cúpula.

Y ahí están. Él, con su pesada maleta y sus andares encorvados. Ella, agarrada a su brazo como una novia de negro conducida al altar. Es un palmo más alta, tiene que inclinarse para susurrarle algo al oído. Se detienen. Él deja la maleta en el suelo y fija la vista en el lago. Un orgulloso cisne blanco surca el agua al ritmo de un telón que se descorre. Ella mira a su alrededor, parece inquieta. Es como si quisiera asegurarse de que nadie les observa. Él se agacha, abre la maleta y saca un objeto reluciente. Ella lo coge y lo esconde rápidamente en su bolso.

Es un revólver.

(Continuará)

--

--

Pep Bras

Guionista y escritor. Más de 20 libros publicados. Ha escrito para gente tan diversa como Buenafuente, Julia Otero, Santiago Segura o Isabel Coixet.