Ella , yo

Tamara Ortiz
EXTINTA
Published in
3 min readMay 7, 2018

Ira estomacal

Tarde o temprano llegará…

Había cierto aire de perversión cuando hablaba conmigo y me preguntaba si me creía capaz de ver algo realmente asqueroso. En ese instante me creía capaz de aguantar cualquier cosa, mientras por dentro me iba mentalizando para soportarlo sin saber lo que me esperaba.

Me llevó delante del ordenador, me sentó en una silla típica de oficina con ruedas y por un momento me deslicé hacia atrás dado el tamaño de mis piernas, pero me agarré del escritorio y me acerqué tanto como pude para no perder detalle alguno.

Entonces me preguntó:

— ¿Estás preparada?

— Sí — respondí.

El fondo de la pantalla era negro y se oía un extraño ruido, una especie de respiración corta que dejaba escapar un silbido de esos que sólo se perciben cuando hay un completo silencio.

Surgió de la negrura una niña, más o menos de mi edad que entonces debía tener 11 años, con rasgos orientales. No podía dejar de mirar su cabello largo, negro y despeinado que cubría su cuerpo cubierto con un camisón blanco que le llegaba hasta los pies.

Sentada en una mesa, se adivinaba que comía con sus manitas de un plato que contenía una sopa espesa y algunos trozos con algo más sólido. La niña no levantaba la vista del plato, sólo tenía interés por llevarse la sopa a la boca, masticar los pedazos y hacerlo nerviosamente de prisa.

Tras acabar el primer plato, sin ver quién, le sirvieron y un segundo. Esto me incomodó al pensar que alguien de nuestro tamaño no suele comer tanto. Estábamos tambaleantes en una cuerda muy fina en la que comenzaba a ser desconcertante ver comer, y sólo comer de esa manera tan voraz, a aquel cuerpo tan menudo.

Apenas terminó el segundo plato, su rostro comenzó a tener un gesto de malestar y náuseas. Bien sabemos los que hemos llegado al vómito que, segundos antes, te saliva la boca mientras se gesta un nudo que danza en las tripas hasta expulsar eso que tu cuerpo no necesita. La niña vomita todo lo ingerido mientras aprieta los ojos para aguantar el espasmo que libera diminutas lagrimillas por el rabillo de sus sufridos ojos.

Tras liberarse, se limpia los mocos y el resto de baba para comenzar a comer de nuevo, pero esta vez su propio vomito mientras aquel cómplice de maltrato que se encontraba tras la cámara, otros tantos mirando y otros más disfrutan de su sufrimiento.

Me quedé asqueada, sí, pero no del vómito de esa niña, sino del vómito que me rodeaba en aquella habitación.

Casi podía oler la adrenalina que corría por sus venas, sentía la electricidad de sus ojos chispeantes e impacientes esperando mi reacción.

Me sentí acorralada, estaba realmente indignada por aquel maltrato que estaba sintiendo a causa de la empatía que me había convertido en esa niña a la que observaba a través del ordenador sin poder hacer nada.

Entendí que me encontraba en un momento que marcaba el inicio de la intimidación, la que te lleva a tocar límites para comprobar tu resistencia y saber si eres una víctima en potencia, pero no di señal alguna de asco ni de miedo… Me limité a la indiferencia y a hacerle saber, sin decir una sola palabra, que algo se había roto entre nosotros para siempre. Pese a que éramos familia no me importaría despreciarlo en silencio hasta que me liberara del compromiso impuesto por edades, sexos, estatus, vínculos.

Y entonces, cobraron vida la Templanza y la Justicia, pude entender el significado de aquellas cartas que había visto alguna vez ilustrando un cuadernillo viejo en la cocina de San Pedro.

© Tamara Ortiz

--

--