Estela

Tamara Ortiz
EXTINTA
Published in
7 min readMay 30, 2018

Mas allá del verbo…

México D.F. — Ves o no ves…

Comencé a ver a familiares que hacía tiempo no veía, me gustaba verlos aunque por la expresión de su cara podía intuirse que esto no sería nada parecido a la última vez que nos encontramos para la boda de mi tía Verónica.

Recuerdo a mi madre desolada, que ni siquiera sabía cómo explicarme lo que estaba pasando, sólo le temblaban las manos que ella misma acariciaba con fuerza en el intento de encontrar algún tipo de consuelo escondido entre los varios anillos que llevaba, el tintinear de las pulseras la había sumergido en un trance en el que no entendía por qué su madre abuela la abandonó esta vez para siempre.

De pronto todo se convirtió en una puesta en escena y es que, mi bisabuela, a la que todos y todas llamábamos Mamá Estela, la matriarca que hacía de hilo conductor de todas aquellas personas que en ese momento nos encontrábamos ahí, acababa de dejar su cuerpo físico.

Tan grande era la tristeza de mi madre que me dio angustia nada más verla, entonces decidí no hacer preguntas y quedarme ahí sentada hasta que algo cambiara. Me limité a mirar a la gente que iba entrando y saliendo del hospital intentando entender esta nueva dinámica familiar.

Mi tía María había entrado en la habitación de mamá Estela y sólo se le oía llorar en voz alta y lamentarse en un grito como si de una versión remasterizada de la llorona se tratara, pero en vez de la madre que le llora al hijo, era la hija que llora a la madre y se escuchaba en bucle.

Ay mi madre… ay mi madre… ay mi madre…

Así hasta que se desmayó y pudimos tener cinco minutos de descanso psicoauditivo.

Ahora teníamos a Estela muerta y a una de sus hijas enferma, esto se ponía interesante y algo comenzaba a instalarse en mis pensamientos y era una sensación de incertidumbre vertiginosa que llegaba hasta las palmas de mis manos para darle un brillo acuoso que me invitaba a apretar los puños y hacer olas con mis dedos menudos y pequeños, cuando de pronto llegó Fito, uno de los cinco hermanos de mi madre. Con toda la calma del mundo le dio un abrazo largo mientras me guiñaba un ojo y repetía la palabra calma mientras ella sollozaba.

Al parecer a mi madre le vino un atisbo de consciencia entre los nervios y su tristeza y se dio cuenta de que tenía que irse a casa, ducharse, buscar ropa bonita para Estela, preparar comida para todo el mundo, buscar a alguien que se hiciera cargo de mi hermano y de mí mientras todo esto pasara, así que se fue y nos dejó debajo de una escalera sentados en unas sillas siamesas azuladas de fibra de vidrio.

Ya estando solos, la conversación comenzó con dos preguntas:

— ¿Qué tal estás? ¿Cómo te sientes?

Y por primera vez hablamos de la muerte.

No era un tema muy agradable ya que las palabras iban acompañadas de un peso extraño, algo así como una presión que te deja un vacío al ir comprendiendo que una persona a la que estabas acostumbrada a ver en tu cotidiano, de pronto ya no estará mas.

Pero lejos de darle importancia al suceso de la desaparición de este mundo, visualicé la importancia de la vida y me aficioné a observar el funcionamiento de mis manos que se movían a través de una orden que da el cerebro pero que al mismo tiempo parecen ir por libre y a veces incluso van por libre y la orden del cerebro le importa un carajo y entonces llegas al sistema nervioso que descubrí que es líder supremo y al que hay que ver como aliado en todo momento.

Tengo mucha suerte de tener a Fito y es que, a pesar de mis escasos 7 años, me hablaba de persona a persona; en cambio el resto, en su afán de consolarme, manifestaban un pequeño retraso en el habla mientras se dirigían a mí en diminutivo.

Así que decidimos salir a dar un paseo. Mientras nos alejábamos me dijo:

— Te voy a cantar una canción que puede hacer que pases un poco mejor este momento — yo asentí con la cabeza y él comenzó.

Ya se va para los cielos
Ese querido angelito
A rogar por sus abuelos
Por sus padres y hermanitos

Cuando se muere en la carne
El alma busca su sitio
Adentro de una amapola
O dentro de un pajarito

La tierra lo está esperando
Con su corazón abierto
Por eso es que el angelito
Parece que está despierto

Cuando se muere en la carne
El alma busca su centro
En el brillo de una rosa
O de un pececito nuevo…

— Es de Violeta Parra, pero a mí me gusta mas la versión de Inti Illimani, — me dijo.

Así que finalmente pude llorar y pude así aligerar esa presión que sentía especialmente en la garganta.

A partir de ese momento siempre busco una banda sonora para mis historias, porque como decía mi abuela, “la música amansa el alma hasta de las fieras”

https://www.youtube.com/watch?v=5ODtdPICcDE

Después me compró una gelatina de vainilla y regresamos a la sala de espera donde aguardé tranquila a que viniera a buscarme algún familiar de mi padre o algún amigo de la familia para no tener que estar ahí entre trámites y desvelos.

Entrada principal del Hospital de esta historia

Habían pasado tres días de la partida de Estela y todo el mundo se fue a misa, yo me quedé con mi abuela en casa para merendar.

Estábamos en la cocina, recuerdo que mi abuela estaba preparando torrijas y le estaba pidiendo leche para acompañarlas porque a mí me gustaba comerlas así, cuando de pronto escuché que Estela llamaba a mi madre para que le llevara su café…

Primero me quedé en silencio dudando si realmente estaba escuchando aquella voz que venía de su habitación o es que me lo estaba imaginando, por un segundo mi abuela me miró fijamente a los ojos pero rápidamente desvió la mirada hacia el plato que acababa de servirme con la intención de quitar interés a lo que estaba pasando en ese momento, pero sentadas una frente a la otra volvimos a escuchar el mismo llamado…

— Alba, tráeme mi café.

Cada una intentaba hacer como si nada estuviera pasando pero supongo que mi abuela reconoció en mi expresión el intento de fingir “inocentemente”que no estaba sucediendo para que ella no se asustara. Me tomó de las manos y me dijo, con toda dulzura y tranquilidad, que no me preocupara, que era Estela, que también la había oído y que era una especie de energía que se queda enganchada en las paredes de la casa; que seguiría ahí unos cuantos días más hasta que se desprendiera del todo, no debía estar atemorizada, que esas cosas pasan aunque a veces no sepamos explicarlo o entenderlo del todo y que si lo estaba oyendo era porque tenía oídos para ello.

Los días fueron pasando y cada vez era más normal, incluso había un horario para escuchar a Estela gritar, siempre lo hacía hacia eso de las siete de la tarde, mi madre bajaba a propósito a la cocina para oírla de mas cerca ya que la voz siempre venía de la que una semana antes había sido su habitación.

Aún así yo no podía estar del todo tranquila y aunque al parecer era “normal” yo ya no bajaba sola a la planta baja de casa.

Hasta que un día, se me había hinchado tanto la vejiga de aguantarme y por más que tocara la puerta del baño grande a mi abuela, no me abría y me decía que me fuera al otro, que para eso había dos y que no pensaba salir antes de cinco minutos, así que fui a buscar a mi mamá para que me acompañara al baño de abajo, ese que quedaba justo entre la cocina y la habitación del “café de las siete”.

Mi madre al verme tan apurada me acompañó escalera abajo. Habíamos pasado los primeros cinco escalones y tocaba dar un medio giro para seguir bajando el resto de la escalera donde había unas barras metálicas puestas verticalmente haciendo de barandal, bajé tres peldaños más y vi salir a Estela de su habitación. Vestía camisón azul cielo, jersey marrón y, cómo no, su bombona de oxígeno que rodaba siguiendo su paso lento y cansado.

Apreté entonces con toda mi fuerza la mano de mi madre y se encontraron sus miradas. Mi madre se dirigió a ella dejando resonar en el salón la palabra Mamá envuelta en sorpresa, alegría, duda, esperanza y Estela se regresó de prisa a su habitación. Mi madre corrió para seguirla pero ya no la encontró.

Sólo se le oía llorar desesperada en busca de su madre abuela, quien no volvió a pedir más nada, ni dejarse ver en esa casa.

Durante un tiempo era la anécdota de la familia, hasta aquel día en que vino de visita la tía María y mi hermano Pablito al abrir la puerta y verla le dijo:

— Qué bueno que llegaste María.

Ella sonrió al ver a mi hermano tan contento y le preguntó envuelta en su reacción de ternura,

— ¿Así? ¿Por qué?

— Porque ha venido tu padre y me ha dicho que te saludara de su parte.

Entonces María cambió su expresión a un punto de asombro y el resto de los presentes también.

Mirábamos expectantes cuando María buscó dentro de su bolso la cartera, saco tres fotografías y se las mostró a mi hermano, antes de que pudiera hacer cualquier pregunta, Pablito dijo emocionado:

— ¡Es él! — y señaló aquella vieja fotografía del difunto papá Ramón al que no habíamos conocido ni visto jamás.

Y Pablito siguió jugando…

© Tamara Ortiz

--

--