Karim

Luisa Vazquez Velez
EXTINTA
Published in
4 min readSep 18, 2018

Karim es un niño de 12 años que vive en Alepo, en una bonita casa, situada en una gran avenida cerca de la mezquita. Tiene cuatro hermanos, dos mayores y dos pequeños. Le encanta ir al colegio y jugar al fútbol durante el recreo. Junto con sus amigos Hamed y Rashid son el tridente del equipo de su escuela, marcan muchos goles. Van y vuelven los tres juntos a clase y también llevan a sus hermanos pequeños. En el caso de Karim lleva a Kaleb de 10 años. Su hermano Karar de 18 trabaja con su padre en la imprenta y Huda de 14 ayuda a su madre y cuida de la pequeña de la casa, Dounia de un año.
Todo empezó, en la parte de la ciudad donde vive la familia, con escaramuzas por las calles y algún fuego de mortero que no daba en el blanco o caía muy lejos.

Después empezaron los bombardeos. Primero alejados. Poco a poco, cada vez más cerca. Cuando esto ocurría, Huda se acurrucaba en un rincón con Dounia en los brazos y lloraba en silencio. Mamá corría por toda la casa asegurándose que puertas y ventanas estuvieran cerradas y que ni el más mínimo resquicio de luz delatara la presencia de la vivienda. Papá y Karar se apostaban en la puerta de entrada para evitar que fuera forzada y para ayudar a algún vecino al que el incidente hubiera pillado en plena calle. Karim y Kaleb se sentaban a la mesa, con los deberes delante, intentando que no se les notara el miedo.
Pero las cosas fueron empeorando y los vecinos de la familia fueron abandonando el barrio. Cerraban las puertas de sus casa y se iban con los pocos enseres que podían acarrear, pero con la llave en sus bolsillos y la esperanza de volver pronto en sus almas.

Papá y Karar aún conservaban su trabajo. Una mañana cuando se disponían a salir se oyó una gran explosión en la zona donde se encontraba la imprenta. Papá se dirigió allí corriendo. Cuando volvió estaba completamente blanco, hasta el pelo. La única nota de color eran sus ojos negros completamente enrojecidos. Un misil de mortero había caído en la imprenta y la casa de los dueños situada en la parte de arriba. Había estado horas retirando escombros buscando algún superviviente. Pero no quedaba nadie con vida ya.
Dos días después llamaron a la puerta. Eran tres hombres vestidos de negro. Llevaban grandes pañuelos, negros también, a modo de turbante que les tapaba la cara. Solo se veían sus ojos feroces. Iban fuertemente armados. Le dijeron a papá que Karar había sido reclutado por DAESH para luchar por Siria y la revolución. Mamá empezó a llorar en silencio y papá les dijo que el chaval no estaba en casa, que había ido a trabajar con unos familiares. Pero los soldados no escuchaban. Le derribaron a golpes y se lo llevaron arrastrando calle abajo gritando que no le soltarían hasta que Karar no se presentara en el cuartel.

Cuando este volvió y, entre llantos, las mujeres de la casa le explicaron lo que había pasado, él se dirigió en silencio a su habitación, hizo un hatillo con los pocos enseres que le quedaban, besó a mamá y abandonó la casa en silencio.
No volvieron a ver más a ninguno de los dos. Desde aquel momento, Karim y Kaleb se convirtieron en los hombres de la casa. Compaginaban pequeños trabajos a cambio de comida y la asistencia al colegio, único momento del día en que eran felices. Un día, mientras estudiaban matemáticas y Hamed y Rashid se daban patadas por debajo del pupitre donde se sentaban juntos, se oyó un silbido ensordecedor. Inmediatamente silencio. Lo siguiente que nuestro pequeño protagonista recuerda son gritos, llantos, sangre, escombros y el pupitre donde se sentaban sus queridos amigos, sobresalir de los cascotes de la pared que se había derrumbado encima.

El estupor le invade. No sabe que hacer. Y de repente un grito sale de lo más profundo de su cerebro: ¡¡Kaleb!!.
Con el pecho completamente inundado por la angustia sale corriendo a buscar a su hermano. Después de luchar contra la marea de niños y profesores histéricos que intentan salir y a la vez poner a salvo a los heridos, Karim, que ha perdido la camiseta y los únicos zapatos que tenía, llega a la clase de su hermano. Y lo ve allí, sentado en el suelo, con el pelo revuelto y sucio. Con la mirada pérdida.
Karim le llama: "Kaleb". Él lo mira, al principio sin saber. Luego su cara se ilumina. "Te estaba esperando" le dice.
Cogidos de la mano, despacio, en silencio, vuelven a casa. Recorren la calle dos, tres, cuatro veces. Por fin se convencen. La casa ya no está. Mamá, Huda y Dounia ya no están. Se sientan en el umbral del que había sido su hogar. Karim abraza a Kaleb. Lloran. Se hace de noche. Cansados se dan calor el uno al otro y se duermen. Y cuando, a la mañana siguiente se despiertan y Kaleb mira a su hermano ya no ve al niño de ayer. Ve a un hombre de 13 años con los ojos fríos y tristes que le coge de la mano y le dice: "Vámonos"
Quizá Karim y Kaleb perecieron en la larga travesía a través del desierto para llegar a Libia.

Quizá fueron detenidos en ese país y luego vendidos.
Quizá acabaron en un precario barco intentando llegar a Europa y descansan en el fondo del Mediterráneo junto a miles de niños más.
O quizá consiguieron llegar a las costas del Viejo Continente y ahora malviven entre el barro y el frío en un campo de refugiados.

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