Las abarcas

Luisa Vazquez Velez
EXTINTA
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5 min readNov 30, 2018

Había dejado el monte en octubre. El amo me había dicho que no quería que me alcanzaran las primeras nieves de noviembre con las cabras tan arriba. Luego tendría problemas para bajar y me descontaría cada cabeza de ganado perdida de las cuatro monedas que me pagaba.
Tenía ganas de ver a madre. Hacía cuatro meses que estaba pastoreando y algunos compañeros me habían dicho que había estado enferma.
Padre había muerto iba ya para dos años largos. Todavía recordaba su voz fuerte y sus recias manos que sabían revolverme el pelo con ternura.
Se cayó por un barranco cuando bajaba por el mismo sendero que yo lo hacía ahora. La noche anterior había helado y en las zonas umbrías del camino aún quedaban placas de hielo. Sus abarcas gastadas habían resbalado y no tuvo ninguna oportunidad. Se despeñó.
Desde entonces yo subo al monte por él. Entonces tenía siete años, ahora estoy a punto de cumplir diez.
Pero no tengo miedo. Padre me enseñó bien. Empezamos a ir juntos cuando yo tenía cuatro y a los cinco me dejaba solo un par de días y se iba a comprobar las trampas. Cazaba conejos para que pudiéramos comer carne.
Con las hogazas de pan que madre horneaba durante días y el queso de la leche que el amo nos daba cada mes, sobrevivíamos perfectamente.
Por las noches encendíamos una gran hoguera que duraba hasta el amanecer. Nos calentaba y ahuyentaba a las fieras.
En el monte había lobos. Rondaban al ganado, pero entre el resplandor del fuego y “Camilo” nuestro perro pastor, que dormía con un ojo abierto y las orejas empinadas, no se atrevían a acercarse.
Llegué al pueblo la primera semana de noviembre. Justo a tiempo, ya empezaban a verse blancas las cumbres de las montañas.
Encerré al ganado en el cercado donde pasarían todo el invierno.
El amo me dijo que fuera a la finca todos los días a las cinco de la mañana. Daría de comer a los animales, limpiaría el establo y ayudaría en las faenas del campo hasta que llegara la primavera y pudiera volver a subir a los pastos altos con las cabras.
En casa todo estaba bien. Madre me contó que había estado enferma dos semanas con fiebres y mucha tos. Pero que gracias a Don Dimas, el médico, que le había dado los remedios que necesitaba, se había mejorado mucho.
- Pablo — me dijo — Don Dimas dice que, si no arreglamos las ventanas y el techo, este invierno, con las corrientes de la casa, podría volver a ponerme mala.
- No se preocupe madre. Hablaré con Tomás, el capataz. A ver si me dice donde puedo encontrar unas tablas e intentaré arreglarlo esta semana.
La miré mientras ella metía algunos troncos en el hogar para preparar la sopa de cebolla.
Era guapa madre. Llevaba el pelo castaño recogido en una trenza que le llegaba a la cintura. Nunca se lo vi suelto. Tenía una tez muy blanca. Padre siempre se metía con ella porque decía que parecía una de esas señoritingas que visitaban a la señorita Paloma, la hija de los amos.
Sus manos eran suaves a pesar del duro trabajo. Ni siquiera cuando tenía que romper el hielo del pilón para lavar la ropa se le estropeaban. Ella decía que tenía un remedio secreto que le había enseñado Ama, mi abuela.
Lo que yo echaba mucho de menos era su risa. Aquella que llenaba todos los rincones de la choza cuando padre la perseguía para hacerle cosquillas. Desde que el murió no la había vuelto a oír.
Ella se dio cuenta que la observaba. Se giró para mirarme. Llevaba dobladas las mangas de su camisa negra. Ya nunca más se quitaría el luto. Sus mejillas brillaban enrojecidas por el calor del fuego del hogar.
- ¿Qué miras tanto, rapaz?
- Nada madre, pensaba.
- ¡Vaya! No creía que esa cabezota pudiera hacer eso.
Y me sonrió con ternura.
- ¿Y qué pensabas, púes?
- En la Navidad.
- ¡Largo piensas! Aún falta mucho para eso.
- Lo sé, pero quizás este año las abarcas no se queden vacías.
Se aproximó a mí y me acarició la cara con ternura. Noté la suavidad y el calor de sus manos.
- Hijo, las abarcas de los pobres siempre se quedan vacías.
Sus ojos se ensombrecieron, se dio la vuelta bruscamente y me dijo que agarrarse la escudilla que la sopa estaba lista.
No volvimos a hablar en toda la velada. Ella se sentó a coser al lado de las brasas que todavía desprendían calor y yo me fui a dormir.
Entre las faenas de la finca y los arreglos de la choza, el tiempo pasó volando. La primera nevada me tomó por sorpresa. No había acumulado suficiente leña y quería poner algunas trampas más. El guiso de conejo de madre era un placer de dioses.
Afortunadamente salió el sol y tuvimos una semana de tregua antes de Navidad.
La mañana del día de Nochebuena, como todos los años, madre se levantó temprano para ir al cementerio a visitar la tumba de padre. Lo hacía todos los días, pero aquel era especial.
Yo ya estaba en la finca. El amo quería que ayudara a los criados de la casona a colgar los adornos navideños.
Esa noche daba una gran fiesta con muchos invitados y todo estaba reluciente, lleno de colorido y luz.
Yo me quedé un rato más de la cuenta mirando, escondido tras unos setos, como iban llegando los coches enormes y brillantes. Se bajaba el chófer de uniforme para abrir la puerta a señoras preciosas y muy elegantes. Me imaginé lo guapa que estaría madre con uno de esos vestidos.
Había tanta luz que parecía de día.
Mientras volvía a la choza iba pensando en mis abarcas. Tal vez este año…
Cenamos los dos en silencio a la luz de la lámpara de aceite. Luego ella salió para la misa del gallo, yo me quede allí sentado. Y de repente empecé a hablar con ellos, con los responsables de llenar las abarcas.
- No os pido nada especial, ¿sabéis? Un bonito vestido de domingo y unos zapatos de tacón para madre y un buen hueso para “Camilo”. Para mi… un camión de madera pintado con colores brillantes y ruedas que giren de verdad. Creo que me porté bien. No perdí ningún animal en el monte, el capataz de la finca dice que soy buen trabajador, dispuesto y rápido. El cura me riñe porque no voy a misa, pero yo le digo que rezo todos los días mis oraciones. Pero si creéis que no es suficiente, trabajaré más, lo prometo.
Cuando madre volvió me había quedado dormido con los brazos apoyados en la mesa. Me despertó suavemente:
- ¡A la cama zagal que mañana hay que madrugar! ¿Qué habrás estado cavilando tú?
Y en estas que llegó el 5 de enero. Durante el día me apliqué más en mis obligaciones por si ellos hacían una revisión de última hora.
Volví corriendo a casa. Casi no cené por los nervios. Se me había hecho un nudo en las tripas.
Por lo menos una hora antes de lo normal me fui a la cama. Pero antes… allí estaban mis abarcas. Como todos los años, en la misma ventana, en la misma posición, para que no hubiera ninguna duda.
Me desperté cuando el sol empezaba a clarear y los gallos ya cantaban. Fui corriendo a mirar con el corazón galopándome en el pecho.
Y allí estaban las abarcas, donde las había dejado. Como siempre, vacías. Como siempre, desiertas.
Me giré para mirar a madre con los ojos llenos de lágrimas.
- El año que viene, ¿verdad madre?
Ella extendió sus brazos para recogerme y apoyar mi cabeza en su pecho. Con voz infinitamente triste me dijo.
- Perdóname mi pequeño, a veces olvido que solo eres un niño.

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