Por no beber agua morí de sed

Rubén Tamayo
EXTINTA
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2 min readSep 10, 2018

El sol azotaba todo cuanto se hallaba bajo su yugo. No sé cómo fui a parar a aquel desierto. Ni lo sé ni me importa.
Una mala mujer, tal vez.
Una mala mano, tal vez.
Una mala borrachera, tal vez.
Las tres a la vez, tal vez.
Tenía la boca como un zapato, el estómago me ardía. ¡Cómo deseaba otra cerveza! La cabeza me daba vueltas y el horizonte parecía alejarse más y más.

Nunca me gustó el agua. Ese sabor insípido, ese color incoloro, ese olor a inodoro… Aún así sabía que tan solo una gota de ese estúpido líquido me daría la vida que tantas veces maldije. Una vida vacía, insulsa, apática y subnormal.

Anduve y anduve. Kilómetros, kilómetros y más kilómetros. La noche parecía a punto de llegar y el cielo estaba despejado como nunca lo había visto. La Luna ya empezaba a verse. Es curioso cómo el Sol y la Luna, protagonistas absolutos cada uno cuando le toca, puedan compartir algunos minutos juntos. Y yo que pensaba que ese matrimonio era un fracaso absoluto.

La noche cayó, ahora el calor tan sofocante se convertía en un frío que congelaba. No sé si mi cabeza empezaba a volverse loca y mi cuerpo se destemplaba, pero la humedad se me caló en los huesos. Caí al suelo tiritando y perdí la noción del tiempo.

Al despertarme, el Sol me machacaba la sesera, mis neuronas estaban derretidas, mis labios ajados, cortados. Me levanté como pude, mis piernas flaqueaban, ayudándome de mis manos proseguí el camino hacia el horizonte, que cómo el día anterior, se alejaba y alejaba.

Mis tímpanos empezaron a vibrar, por fin conseguía escuchar algo que no fuesen mis pies arrastrándose por el suelo. Era un caballo que galopaba hacia mí, sobre él una mujer. Intenté gritar pero mi garganta estaba tan seca que no pude decir ni media palabra.

La mujer se bajó de su percherón, habló, no la entendí. Sacó una cantimplora y me la acercó, la agarre y me mojé la cabeza y la cara. La mujer me dijo mediante gestos que bebiera.

— ¿Agua? — le pregunté. — ¿Water? — maticé.
Asintió. Le devolví la cantimplora.
— ¿Lleva algo de alcohol por ahí?
La mujer no entendió.
— ¿Beer? ¿Whisky?

La mujer negó y me volvió a acercar la cantimplora.
La ignoré y proseguí mi camino a cuatro patas.
Mi cabeza ya se había secado y el horizonte cada vez quedaba más lejos.

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Rubén Tamayo
EXTINTA
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Yo soy el que mira y aprende. El que no se mete dónde no le concierne. El que, aunque esté triste, siempre parece alegre.