El niño que caminaba en la oscuridad

Ignacio Benavides
Falsos recuerdos
Published in
6 min readSep 1, 2014

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Julián fue un niño muy curioso. De pequeño no aprendió a gatear como la mayoría de sus compañeros en la guardería, tampoco se llevaba a la boca todo lo que le daban; prefería observar la comida antes de saborearla. Si se asomaba por la ventana, decía con seguridad que sabía cuáles casas tenían televisión y cuáles no. Aunque de todas sus rarezas quizás la más extraña fue que desarrolló una fuerte dependencia por la noche y los lugares oscuros.

Alguien le dijo alguna vez que en las sombras había monstruos, demonios, insectos gigantes y fantasmas. Hay que ser muy cobarde para tratar de asustar a un niño así, pero lo había logrado.

La casa en la que se crió tenía un patio enorme y cuando se hacía tarde ya no se podía ver nada. Las escaleras estaban al aire libre, de modo que para ir de un piso a otro, había que salir por la parte trasera. Julián lo hacia corriendo para evitar su patio por la noche, sentía que era la única manera de llegar vivo al segundo piso donde estaba su cuarto. Por mucho tiempo no se atrevió a mirar porque así, si no veía a los monstruos, ellos no lo verían a él.

Durante el día el patio era un campo de juego. Tenía espacio para correr, un árbol de naranjas agrias, un árbol de noche-buenas, un árbol de limón, uno de mangos, algunos rosales y un árbol muy alto de guayabas que se encontraba en el centro de aquel espacio.

Julián y su hermano menor treparon hasta la punta de ese árbol para poner un columpio, el cual se volvió uno de sus juguetes favoritos. Subían frecuentemente para cuidarlo y asegurarse de que el nudo de la soga no se estuviera deteriorando.

Aunque la realidad era que les gustaba ver el mundo desde las alturas.

Desde la punta del árbol una ligera brisa la sentían como un huracán, el viento torcía el resistente pero flexible tronco del árbol de guayabas, agitando por los aires a los dos hermanos. El terror en sus rostros era evidente, pero la recompensa parecía valer la pena.

Ese árbol era especial para él, pero ni todo el cariño que le tenía le daba valor para acercarse a este durante la noche. Había monstruos y fantasmas.

La oscuridad del patio no era la de una calma, sino algo vibrante y hostil. Dentro de esas tinieblas había algo agresivo y violento que parecía gritarle cada vez que se acercaba. Lo mejor era permanecer «fuera de su vista».

Todo estaba bien, hasta que un día, la oscuridad decidió salir.

El sueño de los monstruos.

Todo el mundo sabe que los monstruos no caminan bajo la luz del día, pero cuando las luces se apagan, aprovechan para atacar en los sueños.

Una noche como cualquier otra, los sueños se convirtieron en algo tan hostil como la misma oscuridad vibrante. Nunca más tuvo aquellos donde podía volar, en cambio, empezó a soñar con calles desconocidas llenas de un ruido ensordecedor, personas caminando y luces nocturnas que encandilaban la vista. El movimiento de las personas en el sueño de Julián era anormal, se movían con prisa y sin voltear ni responder. Era como una película reproduciéndose varias veces la velocidad normal.

El sueño de los monstruos también tenía un ciclo muy definido. Primero todo era caos y desesperación, de personas moviéndose anormalmente; y de repente, todo se callaba abruptamente. Las personas desaparecían, las luces se apagaban y las calles se vaciaban; quedaba únicamente un silencio. El mundo se convertía en un lugar muerto y desolado, como si fuera un terreno alienígena para cualquier ser humano; inmóvil y en apariencia estéril a la vida. Todo se mantenía quieto, pero ese extraño silencio empezaba a volverse molesto, hasta que se convertía en caos y ruido ensordecedor una vez más.

Si Julián lograba abrir los ojos en medio de esos terribles sueños, no era suficiente. Tenía que levantarse, prender la luz, correr al baño y empezar a mojarse con agua helada. Aun así, había ocasiones en que el terrible sueño de la oscuridad seguía vívido por algunos minutos que se sentían una eternidad. Sólo hasta después de un tiempo despierto, esa ansiedad y desesperación del mundo desolado se calmaba y desaparecía.

Un extraño ritual nació de esas experiencias. Julián empezó a rezar antes de dormir. Su plegaria era simple y no tenía destinatario: “No voy a soñar. No voy a soñar. No voy a soñar…”

A pesar de su escepticismo, funcionó.

El pequeño niño que había sido atacado por la oscuridad, logró sobrevivir. Solamente le costó nunca más volver a soñar.

Algunos creerán que el precio fue muy alto, un costo terrible que puede discapacitar el futuro de cualquier ser humano. Nada de eso importa cuando los monstruos te persiguen.

Aunque las noches ya eran seguras si rezaba antes de dormir, nunca quiso confiar del todo en algo que no sabía porqué funcionaba. Bien podría ser una ilusión; una trampa de las tinieblas. Parecía no tener remedio. El descanso nocturno de Julián era virtual, ya que ahora se veía forzado a soñar despierto para no perder la cordura.

Lo peor de todo es que seguía sin tener certeza de qué era esa oscuridad violenta que le gritaba desde el fondo de su patio. Había perdido mucho ante algo que no entendía. Algo que por las tardes oscuras le arrebataba su lugar favorito del día. Tenía razones para estar enojado.

Enfurecido por haber sido acorralado, el pequeño niño tomó una decisión que cambiaría su vida por completo: Si realmente hay fantasmas en el patio, al menos tenía que verlos de frente.

La conquista de la noche

A la noche siguiente tomó una linterna de mano y sin tener un plan, se dejó arrastrar por aquello que parecía un abismo. Paso a paso, desafiando al instinto que nos protege de los depredadores nocturnos, avanzó tratando de mantener la poca cordura que le quedaba. Todo se veía irreal con su pequeña linterna, pero aun no había rastros del fantasma o lo que fuera.

La vibrante violencia del lugar seguía presente, pero disminuía lentamente conforme se adentraba. Pronto se dio cuenta que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y que la linterna ya no era necesaria. Julián apagó su única luz y poco a poco pudo ver con relativa claridad dentro de la temible zona. Algo brilló arriba de él lo suficiente como para asustarlo; miró hacia arriba y se dio cuenta que era una estrella fugaz roja que duro algunos segundos en el cielo.

A parte de ese extraño y bello fenómeno, nada más ocurría. La hostilidad se había desvanecido y los árboles tomaron la forma de tenues siluetas, dando familiaridad al lugar.

Tranquilo, pero un poco decepcionado, salió del patio y se fue a cenar con su familia. Al terminar subió las escaleras sin prisa, pues ya no había nada que temer. Se acostó en su cama, se olvidó de su oración y se dispuso a dormir sin más preocupaciones. Ser valiente es cansado después de todo.

Luego de un par de horas despertó agitado y gritando por ayuda. Su padre –ya conociendo sus pesadillas recurrentes– acudió para ayudarlo, lo levantó de la cama y lo puso a caminar en el cuarto para que terminara de despertar de su terrible y frecuente trance.

Los sueños iban y venían, pero desde ese día se hicieron menos frecuentes. Ya no se detenía el mundo por la hora; al contrario, mientras más tarde es más crece una sensación de plenitud en él. También siente una atracción por los parques y calles oscuras, como si hubiera algo ahí que le hiciera falta y lo siguiera llamando.

Julián había desafiado a los monstruos y conquistado las noches, pero la violenta oscuridad con la que convive no se iría jamás.

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