Un viaje con Hongos mágicos: claridad y aprendizaje

Guillermo Mondaca
Fisura Magazine
Published in
7 min readNov 7, 2017
Hongos mágicos, b positivos

Hace tan solo un par de días tuve una experiencia única en mi vida: me comí 3,2 gramos de “Hongos mágicos” u “Hongos sagrados”. Debo reconocer que hasta ese día no había tenido ninguna experiencia psicodélica, como suele entenderse, y mi exploración con “drogas” se limitaba al consumo de marihuana -casi diariamente, desde hace un par de años-, marihuana prensada y un poco de cocaína, si es que algo de cocaína tenía lo que jalé esa noche. Ya no me acuerdo, la verdad.

Bueno, por lo mismo mi experiencia en este asunto era bastante limitada. Lo reconozco. Sin embargo, desde hace tiempo quería comenzar a probar ciertas experiencias con psicodélicos. Había leído que ciertas substancias, tales como los hongos o el ácido, utilizadas adecuadamente, pueden llegar a modificar profundamente el estado mental y de conciencia de un sujeto. Precisamente, leí que el consumo de hongos se ha usado para tratar depresiones crónicas, estableciendo una especie de “reset psíquico”. En mi caso, esto parecía tener bastante sentido, ya que desde hace algunos meses -¿años?-, arrastro una especie de depresión, o algo así. Por lo mismo, eso me llamó profundamente la atención y vi en los hongos una alternativa de mejorar mi vida. Ciertamente, no creo mucho en los procesos psicológicos y psiquiátricos, ya que me parece que son lentos, caros y llegan hasta cierto punto, limitado, de los procesos personales (hablando no se arregla el mundo, pienso yo).

Junto con eso, también supe que los Hongos mágicos se han utilizado mucho para tratar adicciones, siendo bastante efectivos. Muchas personas que adolecen estados de alcoholismo o drogadicción los han usado, con resultados positivos. Mejor aún.

Bueno, eso y simples ganas de hacerlo y de atreverse, me llevaron a contactar a un par de conocidos y amigos para hacerme de una dosis no menor de 3,2 gramos de hongos b positivos, que al tenerlos en mi poder me generaron una especie de sensación de ansiedad y ganas inmediatas de comerlos.

Pero el asunto tenía que ser planificado, para que su consumo hiciera un efecto real. Me di cuenta, leyendo y viendo algunos videos de Claudio Naranjo, de que la mayoría de las malas experiencias con substancias psicodélicas se producen por un consumo irresponsable o “recreativo” de las mismas. Esa práctica muy común de ir a “tirarse” ácidos a fiestas electrónicas y cosas así. Para mí eso es realmente una estupidez. No por la electrónica o las fiestas sí mismas, sino porque se pierde una preciosa oportunidad de aprender.

De esa manera, con mi compañera planificamos un pequeño viaje a Curauma, en Valparaíso; a un parque, con una laguna preciosa y un bosquecito medianamente grande, donde poder recorrer, un poco alejados de la ciudad y su gentío. El lugar se conoce como la “Laguna de la luz”. Muy bello, por cierto.

Laguna de la luz, en foto tomada antes de comer los hongos

Llegamos a la orilla del lago a eso de las 10 y media de la mañana. Sacamos nuestros hongos -que llevábamos molidos desde casa-, y los mezclamos en un cuenco con plátano, también molido. Al principio teníamos un poco de temor porque pensábamos que la dosis podría ser muy alta. De hecho, después, leyendo un poco, nos dimos cuenta de que la dosis (3,2 g) se considera “alta”. Pero bueno, yo estaba decidido y en el momento no había que pensar mucho, solo actuar. Eso hice. Eché sin pensar todo el contenido del sobre en mi cuenco y me los comí medianamente rápido, pensando que tal vez podrían tener mal sabor, como me habían comentado. Lo que, de hecho, no me pareció. Tenían un gusto bastante parecido a unos champiñones comunes y corrientes. Y a mí me gustan bastante los champiñones.

Así, a los pocos minutos comencé a sentirme distinto. Diferente. Ilusamente pensé que sería una experiencia desbordada, eufórica, descontrolada. Pero fue todo lo contrario. Caminamos un poco con Tamara, mi compañera de viaje, y luego de unos 10 minutos decidimos parar porque ella se sentía un poco descompensada. Nuestros amigos nos habían dicho que se sentía dolor de estómago y ganas de vomitar llegado el punto previo a la subida del efecto, por lo que nos preparamos y estiramos unas mantas al lado del lago para pasar mejor el momento más “crítico”.

Tranque de la luz, Curauma, Valparaíso

Sin embargo, para mí, de “crítico”, nada. Absolutamente nada. Mi compañera se estiró en su manta y cerró los ojos, en una escena al más estilo Transporting. Yo, por mi parte, me senté en posición de medio loto, con las piernas cruzadas y tuve la natural inclinación a meditar. No lo pensé la verdad, solo hice -suelo meditar seguido-.

Para mí, en ese momento comenzó lo más profundo. Siempre pensé que si meditaba bajo el efecto de algún tipo de psicodélico sería algo, por así decirlo, excesivo; siempre pensé que de alguna manera no se podía, que te daba la “pálida” antes. Pero no. Para nada. Comencé a meditar casi involuntariamente. Mi respiración se volvió rítmica y completa, mi vista se fijó en mi entrecejo y sentí, casi inmediatamente, una sensación de expansión energética que salía de mí y se juntaba, se entrelazaba, con el agua, las plantas, la tierra, el aire, el sonido, etc.

Muy lejos, muy indiferente para mí estaba el malestar físico, las náuseas. Estaban, existían, pero no eran para nada importantes. En ese momento tuve la clara lucidez de que podría quedarme así infinitamente. No me daba miedo ni pánico ese “vacío luminoso”, esa zona de no-lenguaje. Todo iba adquiriendo, cada vez más, una especie de profunda concordancia. Todo era como tenía que ser y no había nada que fuera innecesario, inútil o sobrante, ni siquiera el malestar físico.

En el lago, muchachos y muchachitas burguesas practicaban remo en barcas muy ruidosas. De cuando en cuando pasaban y perturbaban el silencio del lugar. Pero para mí no eran perturbantes ni molestos en sí mismos. Para nada. Cosas tales como “molestia” o “agrado” no tenían presencia en ese momento. Y ciertamente, dejaron de tener el peso que tenían antes de ese día en mi vida.

Me di cuenta de que todas y cada una de esas consideraciones eran juicios morales: nada, absolutamente nada tiene un valor intrínseco, pensé. Pude percatarme de que la mayoría de las cosas y los sucesos que nos parecen de determinada manera, tienen que ver con una preconcepción de la realidad y la experiencia. Vale decir: muchos de los sucesos y cosas que constituyen nuestro mundo y realidad, los consideramos de determinada manera por las ideas previas que nos hacemos de aquello antes que por la experiencia que hemos vivido de ello.

Sé que lo que estoy diciendo no es absolutamente nada nuevo bajo el sol. No espero que lo sea, tampoco. Pero es muy diferente tener una experiencia vívida de esto. La filosofía y la lingüística se han encargado de establecer, en el mundo del pensamiento, que la mayoría de nuestras concepciones del mundo están mediadas por una red de palabras y juicios, todo ello una construcción humana, cultural, histórica.

Ahora bien, esto no quiere decir que el mundo de los conceptos sea falso o no tenga valor. Absolutamente no. Quiere decir que tiene un alcance, limitado. Vasto y profundo, pero limitado. Y que llegado cierto punto de las cosas, no se puede vivir en razón de ellos. ¿Llegado qué punto? El punto de lo desconocido. Me di cuenta de que un paso en falso que había dado muchas veces en mi vida era juzgar lo que no conocía a través de pre-conceptos, que nada tenían que ver, necesariamente, con la experiencia en sí misma, de la cual nada sabía.

Me di cuenta de que el sistema moral prescribe, no solo nuestros actos, sino que los antecede y muchas veces no permite que simplemente actuemos. La gran mayoría de los sucesos y las circunstancias de las cuales tenemos una idea tal, no los hemos vivido nunca. Eso me parecío algo infinitamente absurdo. En ese momento, reí… reí de una manera en que no recuerdo haber reído antes. Una especie de carcajada que venía desde el fondo del estómago, quizás más abajo, desde el sacro, desde el suelo pélvico, y que me producía una sensación de alivio gigante. Me pareció que aquella manera de vivir, en razón de pre-conceptos, era una manera de vivir “infantil”, por decirlo de alguna manera, reducida, ínfima. Algo que no tenía raíz ni consistencia alguna. Sin embargo, no lo juzgaba, solamente me hacía reír mucho, me producía una extraña carcajada que volvía cada vez que me daba cuenta de que gran parte de mi vida la había vivido de esa manera.

Bueno, después de eso nos levantamos y seguimos nuestro camino. No sé si lo que yo viví esa jornada sea extendible a todas las personas y las experiencias con substancias de ese tipo. No lo creo. Pienso que cada cual vive su experiencia con psicoactivos de una manera única. Pero sí puedo decir que lo que aprendí esa mañana en el lago no se “fue” una vez que el efecto de los hongos hubo terminado. Pasadas las horas la sensación tuvo una especie de arraigo y, de hecho, me llevó a darme cuenta de muchas más cosas de mi vida personal: procesos de infancia, adolescencia, temores, traumas, deseos, frustraciones, etc. Puedo decir, de esa manera, que para mí la experiencia con los Hongos mágicos fue mucho más una lucidez, una claridad límpida, antes que una enmarañada superposición de formas extrañas, alucinaciones descontroladas y cosas de ese tipo, estilo psicodelia sesentera que el imaginario de las drogas nos vende, casi como si los viajes con psicodélicos fueran algo “dado”, algo replicable y predecible. Nada más lejos de lo que fue mi experiencia, que tuvo mucho más que ver con un claro aprendizaje.

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