Julia

Juan Tossas
Fractal Puerto Rico
4 min readDec 31, 2016

En un pequeño cuarto con cuatro paredes, sentada sobre una cama, estaba Julia. Su mirada se perdía en un vacío invisible, en su cerebro un desorden de ideas, emociones y recuerdos que retozaban por los lóbulos, mientras su mano delgada dejaba caer entre sus dedos su celular. A su lado recostaba una prueba. Escuchaba a su madre llamarla por su nombre desde el patio. Ella hacía caso omiso. La madre volvió a llamarla, pero ella ni la podía oír. Cuando por fin llegó al cuarto, vio a Julia llorando. Le reveló la noticia: iba a ser madre.
El amante nunca contestó la llamadas. Pareció que había desaparecido. Julia pasó meses enteros luchando contra la incertidumbre y el terror de la responsabilidad. No sabía cómo haría para darle de comer, para vestirlo, ni siquiera cómo haría para criarlo bien. Ser madre soltera no es algo que viene con instrucciones. Cada noche, antes de dormir, ponía sus manos encima de su barriga, que con los meses crecía, y lloraba un poco.
En su mente le pedía perdón al bebé por traerlo a un mundo pobre. A un barrio marginado donde la pobreza erosionaba la alegría y hundía las calles en un estancamiento social. Era uno de esos barrios que las campañas cuaternarias visitan para hacer promesas que no cumplirán, que el pueblo olvida hasta que sale un asesinato por las noticias y que desde hace tiempo se había sucumbido al crimen para sobrevivir.
No. No era un buen lugar para vivir. Ella se había criado ya con la pobreza, con una vida donde solo se sobrevive. Ella no quería que su hijo sobreviviera, sino que viviera. Ella quería darle el mundo.
Con el tiempo dio luz al niño. Con los años fue evidente que había salido a su madre. A sus 5 años pudo ver que era igualito a ella. Su piel trigueña. Su pelo negro y rizo. Su cuerpo delgado. Su cara redonda. Y sus ojos eran los mismos ojos que ella tenía. Ella lo miraba y sabía que él era su fruto.
Para su hijo ella hacía lo que fuera y el labor se convirtió en una especie de batalla para poder cuidar a su hijo. Trabajaba como esclava en dos trabajos, aguantando los comentarios depravados de sus compañeros y las miradas con toque de desdén de sus compañeras blancas. Trabajaba limpiando la suciedad del suelo, que abundaba tanto que a veces sentía que la misma se anclaba en su piel junto al sudor. Por las noches llegaba muerta de cansada a ver a su hijo un rato antes de llevarlo a la cama. Cuando este ya iba cayendo en los brazos del sueño ella le cantaba una canción de cuna. La misma canción que le cantaba desde que nació.
-Mamá te cuidará, mamá te amará, mamá te cuidará, mamá te amará.
Pero aún con todo su esfuerzo siempre se veía apretada. Era tanto para pagar. La luz, el agua, la comida. Todo era como una ola que la iba ahogando poco a poco. El hijo crecía, viendo la pobreza encarnada en las paredes de su propia casa. Respiraba el mismo aire perfumado de ansiedad y estrés que su madre, y se le notaba en el rostro que el aire le estaba haciendo daño. Su mirada siempre era de preocupación. Habían noches de insomnia, dando vueltas sobre el matre de la cama pensando en la triste realidad de su casa. Tanto así que su madre entraba todas las noches a cantarle para que pudiera dormir. Aún a sus 12 años le cantaba:
-Mamá te cuidará, mamá te amará, mamá te cuidará, mamá te amará.
Las calles del barrio eran el refugio del pobre niño. Allí, corriendo bicicletas junto a otros niños en la misma situación, escapaba el aire sofocante de la pobreza que emanaba en su hogar, saliendo por los poros del rostro fatigado de su madre. En las calles se olvidaba que hacía falta comida, que la luz estaba atrasada y que a la abuela le faltaban medicamentos. Por las agrietadas calles antillanas, iban los negritos en sus bicicletas escapando los fantasmas de la pobreza. Llegaban a la cancha de baloncesto a jugar un rato. Al terminar hablaban un rato de todos los temas excepto la casa y luego se iban de nuevo en las bicicletas. Así era que el hijo de Julia evadía la realidad de su hogar.
Pero la realidad no es cosa fácil de evadir, y siempre el hijo llegaba de correr bicicletas a ver a su madre, Julia, tirada en el sofá, con su cuerpo cansado y su pelo negro ya pariendo canas. El joven, ya de 15 años, miraba las paredes de madera desgastadas, rotas y enfermas. Y así iba cayendo poco a poco en la realidad una vez más.
Seguía entonces escapándose y escapándose, tratando de olvidad la realidad. La calle agrietada era su refugio. Poco a poco iba cayéndose entre las grietas, alejándose más y más de la casa de madera. Julia no se percataba. Para ella todo era el trabajo. Todo era la lucha para darle de vivir a su hijo.
Una noche, regresando del segundo trabajo, caminando por las calles del barrio, vio a lo lejos unas patrullas y una multitud de gente. Pronto conocería que tirado en la calle estaba su hijo muerto, asesinado a tiros. En un instante todo su cuerpo, sus células, sus átomos, se detuvieron, frisados en el espacio. Solo su mente funcionaba, analizando en angustia la escena de su hijo, su fruto, tirado muerto sobre el asfalto frío y agrietado. Dentro de su cerebro, la conciencia se alejaba de la realidad y regresaba a cuando parió a su hijo. Regresaba a los días en que tenía a su hijo en sus brazos. Derrotada ante la pobreza y la realidad, se escapó momentáneamente a los recuerdos dulces de la crianza de un niño negrito que se parecía a ella. Luego volvió a la realidad. Y gritó. Y lloró.

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