Camilo, Camilo Alejandro y Alejandro

Empecemos por el principio

Alejandro Ramos Melián
Frikadas las Justas

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Introducción

Llevo años pensándolo. Quizá más de lo que esperaba. Por lo general, cuando se me ocurre algo me pongo manos a la obra, pero con este asunto me dejé llevar bastante. Un blog personal era lo que tenía en mente, tan sencillo como eso, pero no uno como el que llevo años manteniendo, ese que empecé en el 2006 para postear algunos trabajos y experiencias profesionales, sino una especie de cuaderno de bitácora con pensamientos, sentimientos, chorradas y alguna que otra vivencia relacionada con mi pasión: el trabajo. Supongo que has arqueado la ceja con esto último, pero hasta la fecha, he conseguido vivir de todo aquello que me apasiona.

Creo que no es mala idea estrenarlo en este 2014, considerémoslo como un propósito de año nuevo. Empecemos ☺

Camilo, Camilo Alejandro y Alejandro

Poca gente me cree cuando lo cuento, pero no siempre me he llamado Alejandro. Cuando nací, no sé si por las prisas o algo, mis padres decidieron bautizarme como Camilo. Para ellos, las opciones eran sólo dos: Jezebel y Camilo. Fantásticas, ¿no? Según cuenta mi madre, nací con un ojo abierto y otro cerrado, quizás porque no veía muy claro que me llamaran así. La enfermera tuvo que darme una buena tanda de nalgadas para que llorara y se me despegara ese ojo vago. Una vez abierto, lo vi claro: esos dos nombres eran una mierda.

Yo (excesivamente) joven.

Con los años, como (casi) todo matrimonio de los 80, mis padres se separaron, y mi denominación era un trofeo. Mi madre fue adquiriendo carácter con el tiempo, y poder. Cuando aún era niño, consiguió acompañar a mi nombre con otro: Alejandro. Desde ese momento, me decían Camilo Alejandro, un tándem bastante rimbombante y muy televisivo. Podría haber sido un buen Edwin Rivera, la voz era y es parecida, aunque el físico por desgracia ni se acercaba, y tampoco se aproxima ahora mismo, suponiendo que ese cantante siga manteniéndose de buen ver, esa es otra. El caso es que en ningún momento recuerdo que me preguntaran si me gustaba o no mi nuevo nombre, posiblemente yo era sólo un tablero de ajedrez y ellos las fichas, las negras y las blancas, no necesariamente en ese orden. Yo hubiera preferido «Milo», parecido a Camilo pero sin la primera sílaba. Suena italiano, más sexy por ende, ¿no?

Recuerdo perfectamente la segunda jugada de mi progenitora: eliminar «Camilo». Y por completo. Fue astuta; primero añadió otro nombre al lado del original, sigilosamente, para luego cargarse el que le molestaba de cuajo. Si hubiera sido transexual, lo hubiera tenido a huevo para transmutarme, la determinación de mi madre era absoluta. Tuvo que ir a muchos sitios para reemplazarlo: Seguridad Social, Juzgado, Colegio, Iglesia… Sólo en esta última no pudo tramitarlo. Para «La Casa del Señor» sigo teniendo los dos, pero no pasa nada, casi no puedo entrar a ese sitio, sólo con poner un pie en su suelo empiezo a desprender vapor, a asarme. Estoy mejor fuera.

Bueno, en definitiva, Alejandro me quedé, y no sufrí crisis de identidad ni nada parecido. El único problema aparece cuando coincido o me tropiezo con algún amigo de la niñez; tengo que contarle todo este rollo desde el principio ☺

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