Crítica: ‘Patria’ 1x07: Maniqueísmo y redundancia
Los mayores defectos del relato se ensanchan en este episodio marcado por la tortura
¡Ay, qué desastre!
Muchas de las pegas que he ido señalando durante estas semanas alcanzan su cenit en esta séptima entrega, la más floja — por maniquea, por redundante— de todas las emitidas. En una serie a la que le está costando alcanzar la sutileza narrativa, esta última hora sobresale por gritar sus mensajes de fondo a pleno pulmón. Predomina una telenovelesca falta de matiz y una recargada y remarcada literalidad.
Saquemos, en primer lugar, el hueso al aire: la representación que se hace de la policía. Hay muchas historias por contar del drama del terrorismo — sin ir más lejos, Amazon acaba de estrenar una ambiciosa docuserie — y Aitor Gabilondo y su equipo han decidido contar esta: la de dos familias en un trasunto del Goierri. Con sus grises y sus pentimentos, una historia de víctimas y verdugos que se entrecruzan como una enredadera afectiva y moral. Huelga decirlo: quien desee relatar otras historias, que se zambulla en la titánica tarea de la escritura de guión y en la producción de una serie para poner el foco donde le dé la gana. Como he argumentado otras veces, las ficciones no tienen por qué respetar cuotas — ideológicas, identitarias — ni pasar la prueba del algodón fáctico. Que se lo pregunten al bastardo Tarantino.
Sin embargo, es la propia Patria la que se empeña en atornillarse a la realidad y, por tanto, para su lectura crítica resulta inevitable franquear la historia y los periódicos. Lo quiera o no, la serie forma parte de la famosa batalla por el relato. Es un relato atestado (y, ay, atentado) de hechos reales. El País Vasco no es un paisaje, es el único paisaje posible para esta historia. Por eso llama más la atención el derrape de este séptimo episodio, justo cuando aparece explícitamente Manuel Zamarreño, un trágico personaje “real”, con su barba poblada de valentía y tristeza, con su moto-bomba y esa barra de pan que da título al episodio. Es un ejemplo palmario de cómo una y otra vez Patria reclama su legitimidad dramática como espejo de la realidad del terrorismo y sus alrededores.
En este contexto, pues, resulta relevante detenerse en analizar cómo la serie encara el tema de las torturas, una práctica obviamente inaceptable. En la historia, las comisarías y los juzgados ya es un asunto controvertido, precisamente por sus dificultades, digamos, epistemológicas. La palabra de uno frente a la de otro. Y toda una necesaria investigación judicial para determinar culpabilidades, como no puede ser de otro modo en un estado de derecho. Es lo que tiene la presunción de inocencia: que lo que hay que probar es la culpabilidad. Este clásico y ejemplar reportaje de José Luis Barbería en El País daba cuenta de lo intrincado de la polémica: unos denuncian por sistema (Zutabe dixit) y, al mismo tiempo, la incomunicación parece un escenario idóneo para la impunidad. Hay un sistema de garantías (forense diario, abogados), pero también formas de saltárselo. Ante esas dudas razonables, Patria opta, sin fisuras, por suscribir la tesis Elkarri de las torturas generalizadas e impunes — algo escasamente científico — y desliza un encubrimiento sistemático y piramidal a base de forenses-comparsa y papeleo mojado. Un aparato del estado tenebroso, corrupto, vengativo y malvado. Es una postura con muchos adeptos, sin duda, pero injusta con la realidad.
[Para quien desee sumergirse con más conocimiento de causa en este asunto de las torturas es aconsejable la lectura, por ejemplo, de esta sentencia del Tribunal Supremo. La Audiencia Provincial de San Sebastián había condenando a unos guardias civiles por torturar a dos etarras y, en un ejemplo esplendoroso de la meticulosidad de la justicia, a partir de la página 7 la Sala de lo Penal desmonta el caso, plagado de incongruencias, y evidencia la estrategia de las “kantadas”: desde la aparición súbita de testigos (vinculados a HB, qué casualidad) hasta la atribución de heridas provocadas durante la reducción y captura (como es lógico, el encuentro inesperado entre un delincuente violento y la guardia civil no se rige por normas de etiqueta palaciegas) a supuestas torturas cometidas por puro afán sádico de desquite].
https://www.youtube.com/watch?v=aqlQkDGAix4
En todo caso, podemos no cruzar el puente de la serie con lo real, a pesar de su insistencia en que lo hagamos. Demos por bueno el caso del garbanzo negro torturador. O de todo el cocido podrido. Estupendo. La serie retrata un caso de torturas. Partamos de ahí. Entonces, ay, emergen severos problemas dramáticos, que quizá sean los que más nos interesen para una crítica televisiva. El simplismo. Un blanquinegrismo pre-adolescente. Porque en una serie que se afana — aunque tantas veces no lo logre — en alumbrar los claroscuros, resulta sorprendente el trazo groseramente grueso empleado con los policías. Hubo un aperitivo en el episodio tres, con aquel guardia civil sobón y etnicista. Lo de ahora, obviamente, es peor. Porque ahora se exhibe un delito. La semana pasada también se escenificaba otro, aún más grave: un coche bomba. Y la narrativa se afanó en detallarnos las dudas cuando se subía la niña, las miradas de una moralidad golpeada, esos rastros de humanidad en el etarra. Liquidar al papá, vale; matar a la niña… eh, ahí no, Joxe Mari, que no somos bestias. Tenemos códigos. Somos, en efecto, humanos, con zonas muy negras, pero también un corazoncito.
Esa necesaria complejidad dramática salta por los aires (maldita frase hecha para usar en una serie como Patria) con la policía. Ni un atisbo de profundidad. Los maderos son meros resortes narrativos. Ni siquiera una conversación íntima, como la del carnicero la semana pasada, para colorear tonalidades. Niet. Nada. Por no haber, no hay ni el clásico espejismo del poli bueno. Y eso que la detención en la serie se ubica en torno a 1993, lejana la dictadura franquista y con la investigación contra la siniestra guerra sucia de los ochenta a toda máquina. Aún así, los polis del episodio son homófobos (anclados, además, en tópicos de los años setenta: la jefa le arranca el pendiente “por maricón”), ultraviolentos (primero golpea; luego ya, si eso, pregunta), lunáticos (“hemos venido a enseñarte Madrid”), machistas (los comentarios en el coche sobre si se “folla” a su novia), psicópatas despiadados (hablan del cole de los niños mientras se fuman un piti… y el detenido solloza en el suelo). Parece como si el vocablo ese alemán que tanto gusta citar a los políglotas (schadenfreude) se hubiera inventado para estos malnacidos con placa. ¡Joder, si es que hasta el que atiende las llamadas en prisión es más borde que Umbral hablando de su libro!
Resulta todo tan excesivo e histriónico que surge la duda: ¿y si tantísima exageración fuera una enrevesada táctica retórica para anular la crítica habitual de la izquierda abertzale hacia las FSE? Sería una estrategia, entonces, similar a la que pone en juego la parodia: representar algo llevándolo al extremo para desnudar su estupidez. Ummm. De ser cierta, no terminaría de funcionar esta abigarrada lectura, además, por la falta de simetría: ni siquiera las víctimas de la serie ven a sus victimarios como un ente maligno y pétreo, como sí se presentan los policías a ojos del entorno proetarra. Sería un desequilibrio demasiado forzado.
Además, también dudo de esa maquiavélica interpretación precisamente porque lo ocurrido con la policía torturadora es la conclusión de un problema que la serie arrastra desde sus inicios y que en este episodio toca cima. Hay personajes que son más una idea que una vida. En una serie que explora un tema tan espinoso y doloroso como el del terrorismo, una y otra vez al guion se le ven las costuras, de modo que hay personajes convertidos en dispositivos. Así la serie pierde en espontaneidad, en frescura, en “verdad”, si se quiere solemnidad. ¿Que toca demostrar que el futuro pasa por aceptar al que piensa diferente? Pues en menos de dos minutos metemos a martillazos la enfermedad del novio de Gorka, el desprecio vital de su propia hija y la esperanza que genera la aprobación del matrimonio homosexual en 2005. Queda forzada tanta densidad. También ocurre en el encuentro entre hermanos en prisión. Al diálogo le falta deletrear los sintagmas clave: decepción fraternal, euskera despolitizado, gudari asesino, liberación sangrienta… “¿Qué va a entender de amor una persona como tú?”.
¿Que hay que añadir aristas a la dañada emocionalidad de Nerea? Tres pinceladas: las amigas para apuntalar su vergüenza, el novio radical para exhibir su cobardía y el guaperas swinger (manifestación presoak mediante) para constatar su tóxica dependencia. Sobre el papel, son tres situaciones que funcionan; su problema es la rapidez para presentarlas, en una especie de apresuramiento para que resalten los rasgos de Nerea que se quieren poner de relieve. Por eso, como otras veces, resultan más sutiles y emocionantes las escenas sin diálogo: nos conmueve mucho más de Nerea el momento en el que rebusca en los recuerdos para oler la chamarra del padre que cualquiera de las interacciones suyas que se nos presentan.
El último ejemplo de silueta es Guillermo, el marido castellano. De nuevo, la idea de fondo es nítida: cómo el asfixiante ambiente político y la exclusión nacionalista rompen familias enteras. La ejecución es lo que falla. Si la presentación de Gorka, en el 1x05, era progresiva y meditada, en este caso nos encontramos con un personaje del que apenas tenemos background y que, de repente, se revela como un tipo violento, borrachín y maltratador. Ah, y un facha, como le espeta su mujer. ¡Demasiado calzador! No podía ser un marido apolítico, como los hay a miles en Euskadi y Navarra. O un maketo que ha aprendido desde pequeñito a guardar silencio para evitar ser señalado. Vale. Lo de Zamarreño es tan dramático que supone un salto. Se entiende. Pero de ahí el relato se pasa de frenada hasta llegar a la carcajada: “¡Maldita la hora en que consentí ponerles nombres vascos a mis hijos!”. O esta otra, fuera de sí, antes de la bofetada: “Una cosa te diré, Arantxa: ¡mis hijos son españoles y yo soy español!”.
Es una pena cómo se ha despeñado este episodio. Porque ahí siguen, por ejemplo, la excelente interpretación de Ane Gabarain, a pesar de lo caricato de algunos diálogos de cocina, o el poderío emocional de la Arantxa del presente. El reencuentro con Nerea, como en su momento lo fue con Bittori, está mostrado con sensibilidad, jugando con la cercanía de los primeros planos y el sensacional trabajo de Loreto Mauleón. Pero incluso con esos mimbres sólidos — y la siempre subyugante melodía de Fernando Velázquez — el relato no evita caer en la redundancia. Antes de entrar, Xabier le anticipa que podrá aparecer Miren… y aparece. El diálogo entre las dos viejas amigas, con tanta “vida de mierda por compartir”, se reduce a recontar lo que los espectadores ya sabíamos de Joxe Mari, Bittori o de la propia Arantxa. Por eso, una vez más la fuerza dramática de la secuencia reside en el cómo: en la sonrisa físicamente imposible de Arantxa y la amargura perenne que sombrea los ojos de Nerea.
Son esos pequeños detalles los que mejor trabaja la serie de Gabilondo. Una caricia en la plaza, un padre incapaz ya de escuchar, el silencio de un almuerzo tras un paseo en bici. Queda un episodio para cerrar esta tragedia; ojalá que Patria pueda remontar este último descalabro ahuyentando el didactismo y centrándose en los silencios y las miradas, de donde nace su más genuina emoción.