La Crítica de Alberto Nahum García
Crítica ‘Patria’ 1x08: El abrazo
La clausura proporciona un clímax emotivo, edificado en torno a la idea de perdón sin olvido
Lo último que vemos en Patria es una imagen borrosa.
Se escucha la alegría del juego en unos niños. La plaza anda repleta. Fin del silencio de plomo. La nueva primavera es alegre, aunque no será soleada, ¿cómo puede serlo si ha venido regada con tantísima sangre? Es una sutil decisión de puesta en escena que aúna la esperanza por el futuro sin olvidar el padecimiento que ETA ha causado. Porque esa última imagen de la serie se desenfoca por melancolía. Viene a decirnos que la mirada sobre el pasado no siempre será nítida; en efecto, siempre habrá — ya los hay — quienes ansíen que todo se difumine en una porosa culpa colectiva que permita el borrón y cuenta nueva. Pero no. Como Patria ha narrado durante ocho episodios, en Euskadi (y en Navarra y en toda España) ha habido víctimas y verdugos. ¡Si aún hoy estos últimos son recibidos como héroes! Y, a pesar de los inauditos resbalones del relato, la serie siempre ha tenido clara la ecuación moral básica.
Quizá haya entonces que releer a Primo Levi en esta cita que podría sobrevolar los ocho capítulos: “El opresor sigue siéndolo, y lo mismo ocurre con la víctima: no son intercambiables, el primero debe ser castigado y execrado (pero, si es posible, debe ser también comprendido); la segunda debe ser compadecida y ayudada; pero ambos, ante la impudicia del hecho que ha sido cometido irrevocablemente, necesitan un refugio y una defensa, y van, instintivamente, en su busca. No todos, pero sí la mayoría; casi siempre durante toda la vida”.
Un refugio y una defensa.
Eso es lo que han perseguido, con sus dudas y zozobras, los personajes de Patria. Reaprender a vivir, hacer las paces con el pasado, aliviar la herida que jamás cicatrizará, pactar con la ausencia y convivir, ay, contra el desprecio de tus vecinos. Por eso la tozudez de Bittori: la perspectiva de su muerte inminente le hace replantear su última vida; es la bravura del adiós. Pero también la serie permite un refugio a los victimarios y su entorno. Ahí está el esperado giro de Miren o la carta del etarra Joxe Mari. Para ella regresa la empatía y para él nace el arrepentimiento. Sin necesidad de amnistiar el crimen de uno ni el odio de la otra, la serie muestra cómo ambos personajes se redimen parcialmente gracias al perdón.
Porque, sí, al final Patria ha levantado una historia sobre el perdón. Aunque se haya sentido un pelín apresurada la metamorfosis de Miren, es indudable que se ha sembrado su cambio. Como si de un dominó benéfico se tratara, la insistencia de Bittori ha ido haciendo caer fichas. Y Miren, la amargada Miren, la matriarca llena de resentimiento y bilis, la antigua amiga incapaz de compasión, se reencuentra con la sonrisa gracias a la rueda que Bittori puso en marcha. ¡Si hasta Arantxa murmura ama y San Ignacio anda más receptivo!
En este entorno moral y político resulta esencial entender que Bittori es una heroína porque ella, motu proprio, decide salir en busca del perdón. No niega la deuda del asesino con la justicia. Sus acciones tampoco se enmarcan en una pamema colectiva, ni en un programa más o menos forzado como el que insinuaba Nerea en el piloto, de ir a hablar con los asesinos a la cárcel. No. El heroísmo verdadero que encarna Bittori — y perdonar puede que sea uno de los actos más intrépidos del hombre — es el de remover el pasado para buscar la verdad, asumiéndola de nuevo con todas sus espinas y puñales. Y, desde ahí, por decisión propia, ser capaz de ejercer la misericordia. Bittori pasa de Dios, pero su periplo está reencarnando el mensaje evangélico del “Ama a tus enemigos, bendice a los que te maldicen y perdona a los que te hieren”. Por eso resulta tan grandiosa — y, al mismo tiempo, tan humanamente difícil — su obstinación. Ahí es donde la serie arranca su lágrima más rotunda: Bittori conquistando el último espacio que le quedaba por ganar al silencio y al desprecio.
Porque también de eso ha ido la serie: del callado heroísmo por recuperar espacios, aquellos de los que fue paulatinamente expulsado el Txato y su familia hasta que le volaron la cabeza. En un estupendo artículo sobre la novela — válido, también, para el programa de HBO — , Maria Dolores Alonso-Rey explica cómo, a diferencia de muchas otras ficciones centradas en el terrorismo, donde se narraba el abandono forzado y el exilio, la novedad de Aramburu era la de presentar un protagonista que “regresa de su ostracismo en la gran ciudad para reapropiarse su pueblo”. Vuelve a su casa y exhibe públicamente sus banderas al final del primer episodio, pasea por sus calles, se acerca cada vez con más asiduidad a la huerta de Joxian e, incluso, anuncia que quiere ser enterrada en el cementerio del pueblo. De todos esos espacios, la plaza ha sido la que más y mejor ha simbolizado el impulso moral de Bittori, con aquel mágico paseo de dos perdedoras que se rebelaban contra su destino de víctimas. Por eso no es casualidad que sea el entorno escogido para la clausura. Las connotaciones simbólicas de la plaza del pueblo son inmensas: ahí comenzaron a expulsar, con pintadas, al Txato. Donde se sucederían las miradas reprobatorias del “algo habrá hecho”. De las confidencias a las víctimas para no incomodar a los matones. La plaza como metonimia de la libertad.
La última escena de Patria es tan emotiva como brillante. Simplísima, directa. ¡Un abrazo! Sin diálogos, sin subrayados, sin explicaciones, esos recargamientos que tantas otras veces han lastrado el alcance dramático de la serie. No son necesarios. La maravillosa — melancólica, esperanzada — melodía de Fernando Velázquez complementa la sencillez de la puesta en escena. Planos medios y primeros planos. Un triángulo entre Miren, Bittori y, cómo no, Arantxa, la gran catalizadora del relato, el heraldo del perdón.
Es un bello final para una serie difícil e irregular, que ha sido cautiva de su propia expectativa. Patria ha cargado tanto peso, ha estado con tantos focos alumbrándola desde su concepción, que quizá le ha faltado esa libertad creativa que otorga la marginalidad o la discreción. Como si el miedo al error la atenazara. Porque, claro, tenía muchos listones: el sello de calidad de la marca HBO, el fervor del público y la crítica con el material literario de Aramburu, el prestigio televisivo de Aitor Gabilondo y el abordaje de un tema tan doloroso, delicado y polémico. Es entendible el vértigo de una producción así, casi obligada, desde su germen, a erigirse en obra maestra televisiva y en documento sociopolítico de la mayor tragedia de la democracia española.
Pero precisamente ahí radica uno de los indiscutibles éxitos de esta Patria de la HBO: en su novedad y en su valentía para encararse con una tarea tan titánica como imposible. Como la de Bittori en su último abrazo.