Crítica: ‘Wild Wild Country’, disparen al gurú

Netflix presenta su mejor serie hasta la fecha: un documental en seis partes sobre un loco charlatán y sus locos seguidores

Toni Garcia Ramon
Fuera de Series
4 min readApr 18, 2018

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Osho, el gurú que lo empieza todo en ‘Wild Wild Country’. (Fuente: Netflix)

Series como Wild wild country (WWC) merecen ser digeridas, reposadas y respiradas. Sería un error que bordearía la negligencia tratar de ponerse manos a la masa después de haberse tragado la serie de un bocado (en ese bonito ritual que últimamente practican los que creen que, para ser validado como experto en la materia, tienes que ver las temporadas a bocajarro, del tirón, y sin comer) porque hay tanta sustancia flotando en la superficie de la serie como petróleo bajo las aguas turbias que sirven de plataforma a la historia. Una historia que recuerda al respetable que cuando Van Morrison salió de la iglesia de la Cienciología y les dedicó aquel disco llamado No guru, no method, no teacher, no les hablaba solo a sus ex compañeros de culto.

Wild wild country sirve de perfecto ejemplo a aquella legendaria cita de Truman Capote: “la única diferencia entre realidad y ficción es que la ficción debe ser coherente”. Si cualquiera se viera obligado a contemplar el show pensando que alguien se lo ha inventado, es bastante probable que apagara la tele a los cinco minutos. “¿Una comunidad de aprendices de hippy que un día deciden mudarse de la India a un pequeño pueblo de Oregón, en el que pasan del buen rollito y el sexo libre a patrullar las calles de ese mismo pueblo con una furgoneta armada con una metralleta del calibre 50? Ajá. Pásame el mando, a ver si dan algo decente”.

Capote hubiera perdido el cigarro por culpa de la mandíbula desencajada que se le queda a cualquier hijo de vecino después de contemplar la tremenda, brutal, descacharrante historia de Osho y sus lacayos. Osho, coleccionista de Rolls Royce, simpatizante de Hitler, que escribió un libro enterito sobre lo necesario que es el óxido nitroso para vivir una vida plena y que lucía en su muñeca un Rolex de un millón de dólares. Sheila, el abogado, la concubina, el alcalde, el sheriff, el fiscal, el de la escopeta, el del cuchillo, los túneles, el aeropuerto de la comuna (sí, he escrito: “el aeropuerto de la comuna”). Es difícil hablar de WWC sin revelar todo lo que no debería ser revelado. Uno debería ver esta serie con periodicidad semanal y sin interferencias de ninguna clase. Y con un litro de tila.

Hay algo extraordinario en esta pieza de Netflix, y es la exquisita narrativa que alumbra la historia de estos chiflados que abogan por perseguir la iluminación mientras, con la otra mano, te enseñan una Magnum 357 que podría hacerte un agujero en el tórax del tamaño de un planetoide. El mérito reside en una aproximación naturalista, absolutamente alejada del populismo al que –aparentemente- invitaría una aventura de este calibre. En WWC todo es sobriedad, sin voz en off, sin indicaciones al espectador (más allá de un par de argucias del montaje que rozan la comedia más brillante) y con la intención de dejar que cada uno se construya su propio cadalso.

Los hermanos Chapman y Maclan Way cuentan que el proyecto surgió cuando el tipo que manejaba el archivo de la Oregon Historical Society les dijo “tengo 300 horas de lo más extraño que haya pasado nunca en el estado de Oregón”. Con ese metraje como munición y combustible, los Way encuentran un atajo a la historia que transita por parajes francamente delirantes sin descarrilar jamás.

Es la belleza de la fotografía, la perfección en los márgenes (no hay una sola palabra que no sirva para enlazar con la siguiente cuerda, que lleva a la colina siguiente, que a su vez te deja de nuevo en el valle) y una concreción formal ciertamente impresionante. La serie prescinde de adornos o triquiñuelas, aunque hubiera podido soportarlas bien, porque los Way saben que su traje no necesita hombreras, que está hecho casi a medida. La tentación cuando se recibe un diamante de 1.000 kilates es romperlo, hacerlo más pequeño, rentabilizarlo. Los Way y los Duplass (productores) deciden preservar la integridad de la piedra preciosa. Y esa es posiblemente la razón por la que este proyecto es tan certero: “si no está estropeado, no lo arregles”.

Sheela acaba siendo la revelación de la docuserie. (Fuente: Netflix)

Es esa aparente tranquilidad (la del lago antes de recibir el impacto de la piedra) la que convierte este documental en seis etapas en lo mejor que ha visto un servidor en Netflix. Una pieza pluscuamperfecta que habla de oscuridad, ambición, locura y –sobre todo- de lo frágil que es el alma humana. Lo poco que cuesta poseerla, malearla, romperla o deshacerse de ella.

Viendo a los Rajneeshees (así se hacían llamar los seguidores de este culto) en su camino del sueño a la pesadilla, es complicado no pensar en Jonestown (mencionado profusamente en la serie), Waco, las milicias de Michigan o los chalados de Columbine como parte de una sociedad alienada, abducida, que ha cortado los cables que la unían al terruño. Cuando tu gurú es una chispa y tú estás empapado en gasolina, no importa cuán elevados consideres tus ideales, acabarás bailando con las llamas. El maestro puede ser una idea, una persona, una página web o un dios inventado, pero el resultado es siempre el mismo.

Decía el poeta John Donne que “ningún hombre es una isla”.

Pero claro, Donne no conocía a estos tipos.

‘Wild Wild Country’ está disponible en Netflix.

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