Columna

¿Por qué ya me importa una mie*da ‘House of Cards’?

Los “monigotes” de la Casa Blanca vuelven con la quinta temporada

Toni Garcia Ramon
Fuera de Series

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Imagen promocional de la quinta temporada de ‘House of cards’

Hay un rincón en el infierno reservado para todos esos showrunners que en su día fueron incapaces de frenar sus respectivas series en la caída hacía la nada. Y en ese rincón, oscuro y en perpetua canícula, ya tienen reservada su silla los responsables de House of cards.

Este vodevil con hombreras de thriller político debía haber muerto ahogada en su propia inconsistencia ya hace un par de temporadas, pero es muy difícil renunciar a los lingotes cuando –crees que- vas ganando (que se lo pregunten a Robert Kirkman, que no tenía suficiente con castigarnos sin piedad en The walking dead que tuvo que inventarse otro instrumento de tortura incluso peor, llamado Fear the walking dead).

No es que sea algo nuevo; de hecho, Alejandro Magno desembarcó en la costa fenicia y una vez allí vio que sus enemigos les triplicaban en número: “Quemad las naves”, ordenó a sus hombres. Ya está. ¿Qué querían volver a casa? No les quedaba más remedio que ganar. Así que lo de utilizar todos los trucos posibles hasta que ya no queda nada de lo que te hacía reconocible, y el único camino posible es hacia delante, no lo han inventado Eric Roth, Kevin Spacey y los jerifaltes de Netflix.

Sin embargo, al bueno de Alejandro le salió bastante mejor que a los pazguatos de House of cards, un auténtico ejemplo de los riesgos de tratar de dar la vuelta al calcetín cuando ya no hay calcetín al que dar la vuelta. De hecho, no es difícil imaginarse a los guionistas de la serie turnándose para orinar en aquella frase de Truman Capote que rezaba “la diferencia entre realidad y ficción es que la ficción debe ser coherente”.

Ya nos olíamos algo desde aquel peripatético final de temporada en el que los Underwood miraban a cámara y afirmaban que “nosotros somos el terror”. Pues no, oiga, ustedes son la parodia, el ejemplo de que no basta con sobrecargar las tramas, utilizar personajes unidimensionales para resaltar a los protagonistas o pasarse los arcos dramáticos por el forro para lograr un producto consistente. Tampoco basta con tener buenos actores si uno los utiliza como autómatas que han sufrido un cortocircuito y van por la Casa Blanca dándose golpes con las paredes.

Quedó claro en el pasado que Claire y Francis Underwood son malas personas. Han traicionado, asesinado, conspirado y mentido todo lo humanamente posible, personalmente y a terceros. Sentir empatía por este par de criaturas mezquinas ya era complicado pero ciertas licencias lo permitían, como esos ataques de moralina disfrazados de urgencias humanitarias, que uno interpretaba como un recurso propio de la comedia. Ayudaban personajes como Petrov, el presidente ruso que parecía salido de un slapstick de Spencer Tracy, o el eterno Doug Stamper, que un día enterraba a una prostituta y al siguiente trataba de ahogar al jefe de prensa con una taza de café. De las de cerámica.

Cualquier rasgo paródico ha sido aniquilado porque –se supone- la realidad impone nuevos parámetros: las elecciones fueron falseadas por hackers rusos, el terrorismo arrecia en Europa, la guerra fría vuelve a sacar la cabeza, etc.

¿Qué han hecho las cabezas pensantes de la serie? Descapitalizarla. Así, sin más. Han reducido los personajes más interesantes a simples guiñoles (la secretaria Durant, la calculadora LeeAnn, el pérfido hacker madurito, el escritor frustrado enamorado de la primera dama), empequeñecidos a base de inyectar silicona en la pareja presidencial. Lo más divertido (un adjetivo que no uso al azar) ha quedado a merced de las sonrisitas de un Kevin Spacey tan obsesionado con ser el Rey Lear, que a Shakespeare le hubiera dado un ataque de acidez.

Robin Wright, como Claire Underwood (Fuente: Movistar+)

Todas las (magníficas) dinámicas de grupo que se habían establecido a sangre y fuego se han cambiado por guiños, codazos y patadas de los Underwood. Ya nadie puede con ellos, son una mezcla entre Hitler, Superman, Pol Pot, el general Patton y la médium de Poltergeist.

Se ha escrito y sobreescrito tanto su perfil que andan por ahí como si cargaran un saco de piedras, definidos a la perfección por esos interminables monólogos a cámara: lo que antes era un espléndido modo de añadir un matiz, un pequeño detalle que ayudara al espectador a saber –un poquito- más, es ahora una especie de horroroso intento de establecer complicidades. “¿Cómo os gusta la acción, eh?” pregunta Spacey mirando al objetivo. “Pues si le digo la verdad, disfrutaba más cuando le miraba y veía a Francis Underwood, y no a al coronel Bill Kilgore de Apocalypse now”.

Esa obsesión por recargar a los protagonistas (como si así se les hiciera más poderosos) afecta especialmente al personaje de Robin Wright, que siempre había sido capaz de mantenerse erguida en este huracán de palabrería. En la quinta no. En la quinta cae con el estrépito de Aquiles a manos del dios Apolo, protagonizando una de las escenas más ridículas de la temporada (ese polvo entre lo obsceno y lo ininteligible entre Claire y su speechwriter) y cargándose por el camino cualquier credibilidad dramática/emocional que su primera dama pudiera conservar. Parece como si en la sala de guionistas alguien hubiera cambiado aquel cartel que tenía en su oficina Billy Wilder (“¿qué haría Lubitsch?”) por uno que pusiera: “¿Y ahora? ¿Qué estupidez podemos hacer?”.

Decían en The Hollywood Reporter que House of cards no había fracasado por culpa de la política actual en Estados Unidos, sino a pesar de ella, y es difícil no estar de acuerdo.

Michael Kelly es el eterno Doug Stamper (Fuente: Movistar+)

Lo inexplicable es que en una serie de factura tan monumental (que parece ser hija de Dante Spinotti), con un diseño de producción tan perfecto y una dirección tan precisa, acabe siendo pasto de un guión endeble y machacón, cuya idea de fondo es tan simple como un listón de madera: “Pon que son malos. Muy malos”.

House of cards es –probablemente- la víctima más famosa del conjuro de la complejidad. Un asunto muy trillado en el universo seriéfilo que pretende disfrazar cualquier trama como algo extremadamente alambicado que solo pueden entender los elegidos. ¿Qué no se entiende? No, el que no lo entiendes eres tú, porque no estás preparado. Una extrapolación moderna de aquellos tipos que se reían a destiempo en las películas de Woody Allen y te dejaban preguntándote si allí había algún chiste que no habías sabido comprender o si te estaban tomando el pelo.

Ni había ningún chiste oculto, ni House of cards es compleja, y si Alejandro Magno hubiera visto la quinta temporada de la serie lo hubiera tenido muy claro: “¡Quietos, inútiles. Ni se os ocurra quemar esos barcos!”

La quinta temporada de ‘House of cards’ puede verse en Movistar Series.

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