Smile, Woody, smile

C.J. Navas
Fuera de Series
Published in
9 min readMay 4, 2014

(Consejo: Para una experiencia más completa, ambientar la lectura con esta playlist de Spotify Woody Allen — Wild Man Blues e ir haciendo click en los links)

“Smile, Woody, smile”. Le dije señalándole la cámara con la que pretendía levantar acta gráfica de aquel instante uniquísimo.

Al tiempo de girar sorprendido el rostro hacia mí, se retrajo unos centímetros, en gesto de preguntar, sin palabras: “Pero… ¿me estás vacilando, chaval?”

Sin embargo, no dio tiempo a que me arrepintiese de mi descaro pues, al instante, aquellos ojos de topillo, ocultos tras las gafas de pasta más populares del mundo, se hicieron aún más pequeños. Y Allen rompió a reír, mientras me miraba y espetaba por lo bajini un comentario mordaz que no llegué a escuchar, pero que mi peliculera imaginación quiso entender hermano del que De Niro obsequiaba siempre a Billy Cristal en “Una terapia peligrosa”: “Tuuuu, tuuuu, eres bueno tío…”

Pero quizás esté empezando por el final, en un afán de seguir aquella máxima de soltar al principio de la película lo mejor que tengas, con el ánimo de que el espectador se quede clavado en la butaca, esperando por lo que luego le irás contando.

Unas horas antes, lo que hacía era maldecir el puñetero frío que puede llegar a hacer en Nueva York un día de diciembre. En cola aguardaba que el Café del Carlyle abriera sus puertas. Aquellos derbies italianos de suela de cuero no eran precisamente lo más indicado para transitar por la Manhattan tras una monumental nevada, pero la etiqueta del famoso club exigía eso y todo lo que embozaba mi plumífero. Justo ése que impedía que las frías llaves en que se habían convertido mis pies, contagiasen al resto del cuerpo.

Las reservas estaban completas hacía meses. Siempre ocurre cuando la New Orleans Jazz Band y su ilustre clarinetista están en la ciudad. Esto es lo que entre risas, que me acusaban de ingenuo, comentó en spanglish la chica que me cogió el teléfono, semanas antes de mi viaje, cuando contacté para tratar de garantizar un lugar donde ver el espectáculo. Pero también me contó que si estaba allí cuando abriesen, un par de horas antes de la actuación, podría entrar y ubicarme en la barra. “El local es muy pequeño y tú puedes estar really closer”, me dijo.

Recordaba la conversación justo en el instante en que un empleado de impoluto aspecto apareció bajo el dintel del local, comenzando a franquear la entrada a otros tantos que como yo también conocían aquel truco del almendruco para rezagados.

Ya en sus inmediaciones, el tipo tenía aspecto de semidios. O mejor, se me antojaba una especie de Cancerbero, la fiera mitológica que procuraba que nadie del mundo de los muertos pasara, caprichosamente, al de los vivos. Al llegar a su altura, nos escruto de arriba a abajo. Supongo que aparte de mi chaqueta, corbata y pantalones de esmerada raya recién planchada, la clave de no tener inconvenientes en el acceso lo tuvo el look de Diane Keaton que mi mujer lucía con su natural garbo y descaro.

Una vez dentro, pagado el sustancioso cover y dejados los abrigos, la inmediata fue ir en pro de la conquista de un par de los taburetes altos que flanqueaban la barra. El instante pudiera haberse descrito por Rodríguez de la Fuente cual si de un enjambre de buitres leonados se tratase, abalanzándose carroñeros sobre la víctima propiciatoria (léase con tonillo).

Y en esa pugna, quedé sin hueso (sin silla, vaya), lo que nos condenó a un rincón esquinado, tras una muy impertinente columna. Visto el percal, se imponía un plan B.

Quizás sea éste el mejor momento para presentar al barman del Carlyle. He olvidado su nombre pero no su apariencia. Pese al uniforme de servicio, el de un latino militante, emparentado con el cuidador de la suegra de Alicia Florrick, en The Good Wife. Le imagino, en sus ratos libres, como amo de los secretos de cualquier baile de roce y sudor en algún tugurio de Queens. El tipo parecía sabérselas todas. Comenzamos a darnos interesado palique, al socaire de perseguir ambos distintos, pero complementarios intereses.

Una canción de los Beatles decía “Can´t Buy My Love”. Servidor, más pragmático, inquirió si algunos pavos podrían comprar un par de sitios. No pasé un billete simulando el clásico apretón de manos, pero garanticé esplendidez si lo conseguía. Dijo que tenía en su radar un par de alemanas que pretendían alargar fútilmente sus tristes cócteles hasta comienzo del show. “Esas mujeres no van a ordenar ningún plato” me aseguró, mosqueado. De ser así, las despacharía ipso facto y ocuparíamos sus sitios.

Dicho y hecho. A la pregunta de si iban a cenar, siguió un no ruborizado, el pago de la cuenta y la liberación, de mala gana, de nuestros lugares. Habíamos desbloqueado el logro. Solo me iba a costar un pastizal en propina, comida y bebida (pues los taburetes serían míos mientras gastara) pero ¡qué cojones, la ocasión lo merecía!

Fue hasta entonces que no respiré y miré alrededor. Ahora sí que estaba en el mítico Cafe Carlyle, el club de jazz del hotel homónimo. Un lugar muy parisino, con una infinita clase pero acreedor, igualmente, de un notorio atractivo bohemio. La decoración mural del húngaro Marcel Vertés no podía ser más idónea. Aquel tipo había ganado sendos Oscar por la dirección artística y el vestuario del Moulin Rouge de John Houston.

De techumbre baja, agradecí sus limitadas dimensiones, que además lo hacían más coqueto. Tenía espacio para poco más de una veintena de mesas, de esas típicas de cabaret. Se arremolinaban en torno a un entarimado que hacía las veces de escenario que levantaba apenas dos cuartas del suelo y que tenía frente a mí, a diez metros escasos de la atalaya inexpugnable en la que se convertiría mi silla alta aquella noche.

Entre golpes de bourbon y una cena en barra, que incluyó su clásica crema de langosta, el local paso de estar habitado por personal que terminaba de armar los servicios de las mesas, a hervir de ambiente con lo más granado de Upper East Side.

Jugando a inventar una vida a los que más se hacían notar, íbamos matando el tiempo mi santa y yo, hasta que alguien hizo aquello que tanto había visto en pelis de mafioseo. Cuando no cabía un alma, un camarero de probable pasado malabarista, avanzaba ágil, esquivando clientes, mientras sostenía, por encima de sus cabezas, una mesa que, vestida con mantel, iba destinada a encontrar el sitio que ya no había para unos peces gordos que se encajaron a última hora.

La mesa en cuestión aterrizó justo a mi lado. Y las sillas que la siguieron acomodaron a un grupo de orientales que ordenaron unos tragos mientras esperaban al ocupante de la que había quedado vacía.

A la vuelta de la irrechazable invitación que la vejiga me hizo a pasar por el excusado, se despejó la incógnita. Era el mismísimo Allan Stewart Königsberg, más conocido en los ambientes como Woody Allen. Departía amistoso con aquellos enchufados, de obvio pedigrí, de temas banales que su ingenio no podría evitar salpimentar de ocurrencias.

Eché el ojo a la maletita de piel que custodiaba a su siniestra. Sabía lo que contenía: el clarinete. Para el neófito, decir que, desde que con quince años escuchase tocarlo a Sidney Bechet, la real pasión de este escritor, monologuista, director, actor, showman… es el jazz, tocar jazz. Lo demás es acompañamiento. Da igual incluso que le nominen al Oscar: si la ceremonia cae en lunes, al eunuco dorado se la trae floja. Su cita está en la otra costa, tocando con su gente, primero en el Michael´s Pub y ahora aquí, en el Carlyle. Siempre en la Gran Manzana. Eso es innegociable, desde hace veinte años.

Por eso, cuando abrió aquel estuche y con método procedió a armar el instrumento, me pareció estar espiando a un cura que en la sacristía se viste para oficiar lo que para él es más sagrado, la misa; para el genio de Brooklyn, hacer música, su música.

En un momento dado, tras unos silencios meditabundos, se alzó, cogió sus bártulos, se excusó cortés diciendo que “tenía que tocar” y se dirigió determinado al escenario, donde le esperaban sus colegas. La sala estalló en aplausos.

Sus invitados se abrieron. Al parecer no les interesaba más que conocer al famoso. Les maldije, muy gitanamente. La mesa se desmontó y desapareció en un plis-plas. Iba a dar comienzo el espectáculo más cojonudo que he vivido nunca y yo sí que me iba a quedar:

No voy a aburrir con el postureo de comentar críticamente el estilo, la interpretación o el repertorio. Mentiría si dijese que todo aquello me importaba un bledo. A esas alturas era un groupie más, como todos, entregados a lo que el autor de Acordes y desacuerdos quisiera hacer con nosotros.

No obstante, el paroxismo fandom no se desataría hasta consumida la primera parte del show, la más ortodoxa, que Allen acometió con profesionalidad y la tensión viva de un opositor ante un tribunal.

Pero concluido el examen, parte de la banda hace mutis por el foro. Sobre las tablas quedan él, Conal Fawkes al piano y el grandísimo banjo de Eddy Davis. A partir de ahí, el asunto cambia. Los tres amigos, cómplices de vidas, obras y milagros, campan a sus anchas. Y lo que sigue es una suerte de jam session en la que improvisan, hacen temas picantones y cuentan chascarrillos. Disfrutan y hacen disfrutar de lo lindo. La mente más chispeante a este lado del Hudson se crece, reverdece sus laureles de stand up comedian y se hace amo del cotarro. Pierde su legendaria vergüenza reverencial y engatusa al público, presentando con mordacidad los temas que se van sucediendo. ¡Algunos incluso cantados por él!

A todo esto, va siendo hora de recuperar al barman en nuestra historia. A aquellas alturas, ya nos teníamos ambos en el bote y llegó la pregunta: “¿Qué tengo que hacer para conocerle…, a Allen, digo?” El tipo lo esperaba. Su lánguido parpadeo sonó a campanilla de caja registradora. Se inclinó hacia mí y me susurró: “Todo será cuestión de esa propina que me tienes prometida, brother”. Bendije a América, la pasta que todo lo puede y a mi etílica rumbosidad.

Mostré al latino el color de mi dinero, y esté se enamoró de uno concreto de mis presidentes. Asintió y transamos. “Cuando te toque el hombro -siguió cuchicheándome- será señal de que el show va a concluir. Entonces, pagas tu cuenta y entras por esa puerta. Estará abierta. Va a salir, precisamente, por ahí. No se para con nadie cuando baja del escenario. Odia que la gente se le eche encima. Pero sí que atiende a los que están ahí, antes de marcharse. Podrás charlar con él, que te firme lo que quieras y hacerte incluso una foto, si le sabes atacar”.

Dicho y hecho. Cuando el autor de Annie Hall acometía uno de los bises, sentí posarse una mano en el hombro. “Es el momento”, espetó aquel tipo, lacónico, mientras elevaba significativamente las cejas. Liquidé, aligerando de recursos mi Visa, que quedó rojo sobre blanco. Transmití, con idéntico misterio, el santo y seña a mi mujer. Y ambos, como una suerte de espaldas mojadas pijos, cruzamos la segunda frontera de la noche.

Al otro lado de aquella puerta, aguardaban cuatro o cinco fans irredentos. Comprendí el porqué del oro que el latino lucía en sus dedos… Nos mirábamos con el brillo en los ojos del que ha sido malo y se queda con el postre de los demás. Al cabo de minutos, una ovación larga, silbidos enfervorecidos y “la puerta” que se abre para dejar paso al tipo que, desde que tengo gusto cinéfilo y oído melómano, mataba por conocer.

En lo poco que duró el encuentro, dio tiempo a que se alegrase de saber de dónde veníamos. Tenía reciente el Príncipe de Asturias. Me deshice en nerviosos halagos hacia todo lo que recordaba de su obra. Me firmó la Lonely de la ciudad que nunca duerme. Y quedaba la guinda, que nos lleva al “Smile, Woody, smile” del comienzo. Tras el que decía que Allen rompió a reír…

Con eso precisamente me quedo. Con haber sacado una sonrisa al genio que tantas veces me las sacó a mí. Bueno, con eso y con la foto, obviamente:

Smile-Woody-smile

Abandonamos el Carlyle con la misma sensación que teníamos de niños, a la salida de una matiné de piratas. ¡Vaya gozada! Nos dirigimos al metro sorteando, a lo Gene Kelly, los vapores que topiquísimos emanaban de las rejillas subterráneas. Mientras en mis oídos resonaba triunfante la “Rapsodia in Blue” de Gerswin y me ensoñaba recordando el arranque de Manhattan, del maestro. Una peli que él siempre odió y a mí me fascinó. Esa madrugada terminaríamos viendo amanecer en un banco del parque de Sutton Place, frente al Queensboro Bridge. No cabía otra. I love New York.

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