Televisión y vida cotidiana: cuando las series son ‘La luz de mis días’
Las telenovelas diarias de sobremesa son de las producciones más exigentes
Las series diarias son uno de los grandes motores de la industria de la televisión en España. Realizadas con presupuestos limitados y un ritmo de trabajo endiablado, cualquier guionista va a reconocer que es el trabajo más exigente de la televisión: tramas que en otras series darían para temporadas, aquí se consumen en apenas días. Y con ello, existe la necesidad de renovar constantemente los repartos, a veces con eliminación de personajes que han motivado hasta amenazas de muerte. Y es que pocos públicos más entregados que el de estas ficciones.
Así, las series diarias actualmente en emisión en las cadenas estatales superan o rondan el millón de espectadores de media, mientras que algunas de ellas, como El secreto de Puente Viejo, triunfan también fuera.
Sin embargo, apenas se les presta atención por parte de la crítica. Hace unas semanas, con razón, alguien me reprochaba haberme olvidado de los responsables de series diarias en mi repaso a los grandes showrunners españoles. La complejidad en el proceso de creación de las series hace muy complicado que los responsables argumentales de las series sean también productores de las mismas, pero hay relevantes excepciones como la de Tirso Calero en Servir y Proteger. Y si ser coordinador de una serie diaria es el trabajo más exigente que puede tener un guionista, es imposible no quitarse el sombrero ante Aurora Guerra, que ocupa esa función de forma simultánea en dos series de su creación: El secreto de Puente Viejo y Acacias 38.
Quizás uno de los motivos por lo que las series diarias no reciben el reconocimiento que se merecen en España, al contrario que en otros países como Brasil, es por una serie de prejuicios arraigados contra su audiencia, y por qué no decirlo, por la misoginia latente que se aprecia a veces en los discursos televisivos (véase ese mítico “señora de Cuenca” utilizado sin cuestionar su significado). Es por ello que la novela La luz de mis días resulta tan conmovedora en su acercamiento a las mujeres seguidoras de una serie diaria. Mujeres a las que nadie presta atención, pero cuyas vidas son tan valiosas como las de las protagonistas de las ficciones que las atraen al televisor cada tarde y con las que tanto se identifican.
El autor de La luz de mis días es Alejandro Melero, profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. Historiador cinematográfico, es también dramaturgo (su obra Clímax lleva más de cinco años en una sala de Madrid) y autor de relatos cortos reunidos en un libro previo, La escalera oscura. Para su debut en la novela, Melero adopta una estructura particular: cada capítulo comienza con el repaso que Luisa, un ama de casa de mediana edad, hace del capítulo diario a su vecina Marifé, cuyo televisor no funciona por motivos que se revelarán luego. En la segunda parte de cada capítulo vamos conociendo más de la vida cotidiana de Marifé, atrapada en una existencia cuya relación con la ficción televisiva se va poniendo más de manifiesto.
Me contaba Alejandro (con el que comparto trabajo en la Universidad desde hace casi una década) que esta particular estructura le permitía “jugar con la comparación entre serie y vida cotidiana como dos planos diferentes, porque precisamente no son diferentes: la televisión es parte de la vida cotidiana”. Eso se hace más claro cuando el paso de las páginas revela conexiones nuevas entre ambos planos, y especialmente en una memorable escena en la que Luisa y Marifé se dan casi de bruces con un retazo de esa ficción. De hecho, como lectora de la novela (que me llevó varios días a las tantas de la madrugada), empecé siendo más seducida por la ficción dentro de la ficción (las peripecias de Mamá Jazmina, Leopoldo María, doña Leonor, Leopoldo padre, Paloma, Arturo y el señor Maldonado), para acabar al final más entregada al viaje de Marifé por superar los obstáculos que la vida le ha puesto en el camino (un hermano del que debe hacerse cargo, un marido infiel, un hijo ausente…).
Esta indagación en el universo de las espectadoras televisivas parte de una vivencia personal para el autor: “Crecí rodeado de mujeres (porque sobre todo eran mujeres) enganchadas de muchas de esas series, y creo que estaban de muchas maneras agradecidas por todas esas horas de alegría que les proporcionaban esas historias que las llevaban a otros mundos, mientras que les recordaban de alguna manera su propio mundo, del que no solían salir”. Y de ahí se deriva el título de la novela: “La luz de la televisión, que las ilumina literalmente, también las ilumina con ideas y vivencias nuevas”.
Así se muestra en la dedicación con la que Luisa va contando a Marifé el contenido de cada nuevo capítulo, con la que el autor planteó que “la historia narrada por una de las protagonistas tuviera en cierto sentido el formato de tratamiento de guion, en el sentido de escuchar a una persona contando una historia que ha visto, incluso narrando los diálogos, o su interpretación de ellos. Una historia en bruto, engrandecida por la pasión de la narradora”. La pasión tiñe la vida de los protagonistas de la serie diaria que ven Luisa y Marifé, pero también su relación con ese universo de ficción.
Novelas y series televisivas mantienen desde hace unos años una relación estrecha. Con adaptaciones y novelizaciones, se nutren entre sí de argumentos, mientras que cada vez son más los guionistas de series que dan el salto a la novela y relevantes novelistas encuentran en la ficción seriada una segunda vida profesional. Por su parte, la ficción televisiva es, desde hace mucho, una constante inspiración para la novela (recordemos Los muertos de Jorge Carrión). La luz de mis días supone una valiosa aportación a este diálogo permanente, explorando la importancia de la televisión en la vida cotidiana a la vez que realiza un emotivo retrato de esas espectadoras que merecen ser reivindicadas como heroínas de sus propias vidas.