El hombre del saco

Guillermo Peris
Fuga de pensamientos
6 min readOct 22, 2018

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Depositó el paquete en el portal, pulsó el timbre y se apresuró a agazaparse tras un banco de madera, en el parque, al otro lado de la calle. Al principio —apenas lo recordaba ya— hacía las entregas en mano, pero en varias ocasiones recibió reacciones airadas e improperios contra él, un mero mensajero del destino, hasta el punto de sentirse incómodo. Con el tiempo desarrolló un extraño terror o ansiedad que le sobrevenía antes de repartir aquellos encargos que, por su contenido, sabía que resultarían embarazosos. Así que decidió que sería mejor limitarse a dejar sus entregas sobre los felpudos de las casas de los receptores. Aún así, y cuando la vivienda era un chalet o adosado cuya puerta accedía directamente a la calle, no renunciaba a observar desde la distancia las caras de sorpresa al abrir los paquetes.

La calle rezumaba algarabía y bullicio; por un lado, el continuo paso de coches por el asfalto y de viandantes en sus márgenes, y a sus espaldas, el aullar de los niños descendiendo por el tobogán y la cháchara distraída de sus padres. Su actitud extraña, oculto tras un banco, captó la atención de un par de transeúntes que rápidamente siguieron con sus quehaceres.

Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando el destinatario apareció tras la puerta y, después de una breve vacilación al no encontrar a nadie bajo el dintel, sus ojos descubrieron el objeto a sus pies. Era una pequeña caja del tamaño de una manzana, de un color amarillo pálido. La abrió y observó sorprendido su contenido. Se quedó un instante allí, bajo el cielo en su ocaso, sin entender bien cómo había llegado aquel objeto hasta él, a la paz de su hogar. Pero, sobre todo, preguntándose cómo había podido olvidar.

Desde su escondrijo, el hombre del saco observó toda la escena. Estaba satisfecho, pese a que no sabía (ni sabría nunca) si había logrado su objetivo, si había hecho recapacitar o recordar al destinatario de su entrega. Pero al menos había percibido en sus ojos una chispa de duda, un brillo fugaz que le sacó una sonrisa en su vieja cara desdentada, una esperanza de que quizás su esfuerzo hubiera dado sus frutos.

Se adentró en el parque con el propósito de dirigirse a casa. A esas horas el cansancio empezaba a hacer mella, sobre todo por el peso del saco. Aunque las entregas que hacía a lo largo del día aligeraban su carga, no siempre conseguía deshacerse de todo su contenido. Además, era habitual que encontrara nuevas piezas que guardar en su costal durante su deambular por la ciudad. Justo en ese instante, al dejar atrás la zona de juegos infantiles, creyó ver un forma familiar entre los pinos.

Se acuclilló lentamente para rebuscar entre la hojarasca. Las rodillas crujían por el peso de su cuerpo y el paso de los años, así que no podía resistir mucho tiempo en esa posición. Bajo la paleta de colores ocre se adivinaba un objeto distinto, de pequeño tamaño que, una vez recuperado, cupo perfectamente en su puño cerrado. Lo introdujo en el saco con cuidado, pensando que ya lo examinaría con más calma al llegar a casa. Además, el breve momento en el que lo tuvo entre sus manos pudo advertir que apenas pesaba, así que imaginó que sería una promesa perdida de poca importancia, del tipo «te llamaré algún día», «te prometo que me tomaré vacaciones en junio» o similar. Una promesa liviana comparada con alguno de los compromisos incumplidos que ahora mismo acarreaba consigo.

El saco se había convertido en su eterno compañero de viaje, con la importante función de almacenar las promesas pendientes que iba encontrando. Era un saco viejo de arpillera, cuyo color y función originales se habían perdido casi completamente —si se aguzaba la vista, se podía adivinar un logo descolorido con las letras …M…N…O— y al que había tenido que añadir un par de parches. Ya no recordaba cómo llegó a sus manos, pero lo cierto es que tampoco recordaba con claridad cuándo empezó con este oficio.

Durante su juventud y el inicio de su vida adulta —ay, ya apenas se acordaba de esa parte de su pasado— había desarrollado la capacidad de ver las promesas incumplidas. Estas tenían forma, color y texturas distintas según la ilusión con que eran esperadas. Resultaba curioso que las personas formularan compromisos más o menos graves y no se dieran cuenta de que se materializaban literalmente junto a ellas y las acompañaban allá donde fueran hasta que, una vez olvidada la promesa o admitido inconscientemente que no se iba a cumplir, se desprendía de sus cuerpos y caía pesada al suelo.

Al principio sólo percibía, borrosa, su forma, pero con el tiempo aprendió a ver su contenido y le bastaba con sopesarla para distinguir el daño que había causado. El color le indicaba si, a pesar del tiempo transcurrido, alguien estaba esperando aún que se cumpliera; los colores oscuros indicaban que el receptor de la promesa la había olvidado ya, pero colores más vivos e intensos le mostraban que la herida no había cicatrizado aún. Además, ese don con que le había provisto una caprichosa providencia le permitía convertir los restos de promesas en objetos visibles a sus emisores. Y que estos pudieran recordar y decidir si la cumplían o, por el contrario, la sumían de nuevo en el olvido.

La primera vez que vio una promesa fue la de una mujer a la que él había amado intensamente. Paseando con ella por un centro comercial, intentando recuperar aquella relación de su juventud, se había dado cuenta de cómo caía desde el interior de su abrigo al suelo, al lado de un panel de información, quedando inmóvil. Cuando se despidieron regresó a ese punto; seguía allí, ajena al paso de la gente que era incapaz de verla. Pudo palparla, recorrer sus bordes, sus rugosidades, sentirla. Y entendió que la promesa que acababa de abandonar la mujer de sus sueños era «te acompañaré siempre en tu vida».

El hombre del saco vivía en un cobertizo de aperos que formaba parte de una granja, en las afueras de la ciudad. La dueña, viuda ya, le permitía ocuparlo siempre y cuando no llevara a invitados y no causara problemas. Además le invitaba a comer de vez en cuando para así poder charlar con alguien y mitigar su soledad. Había acondicionado el cobertizo para que, simplemente, fuera un lugar donde regresar a dormir. El único mobiliario era un catre, una mesa, una palangana con agua y, a modo de cocina, una alacena, una pequeña nevera y un hornillo de gas. Las pocas semanas que el frío le atenazaba se guarecía con una simple manta.

Cuando llegó a su hogar ya había anochecido. Era una noche ligeramente fresca y con el cielo totalmente despejado. Le apetecía mirar las estrellas —aunque no conocía sus nombres, con el tiempo había encontrado una cierta regularidad en su distribución en el firmamento y ya era capaz de señalar la posición cambiante de algunas de ellas—, pero primero debía comer algo. No tenía mucha hambre, le bastaba con un poco de queso con pan y aceite. La viuda le proporcionaba algo de alimento básico en sus visitas a la casa. Mientras cortaba el queso, oyó cómo llamaban a la puerta con un par de golpes secos.

Cuando abrió no había nadie. Le pareció ver un movimiento en unos arbustos cercanos, así que dio un paso dispuesto a preguntar quién llamaba y qué quería. Entonces tropezó con algo. En el suelo, frente a él, había un objeto grande, de un color rojo intenso.

Inmediatamente entendió lo que era.

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Guillermo Peris
Fuga de pensamientos

Aprendiendo a divulgar ciencia y desmontar pseudociencias. A veces escribo cuentos. Y a veces bailo. Cientifista (eso me dicen).