62/ Modelo para armar o: una tirada de naipes jamás abolirá el azar.

Élian Cabrera
Fuga e incendios
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4 min readFeb 21, 2021
Valentine Penrose, collage dans Dons des féminines (2), 1951

El 7 de junio de 1976 Julio Cortázar quiso filmar un crepúsculo. De hecho, quiso filmar muchos crepúsculos. También le gustaba fumar y las medialunas (imagino que medialunas, menciona tantas medialunas) y el café y fumar y fumar.

Un comensal pidió un castillo sangriento en el restaurante Polidor. Yo leí un castillo “sangrante”; errores de distinta traducción encontrándose en diferentes niveles. Para Juan (narrador en ese momento, el traduttore traditore), los hilos significantes conectan el castillo con la condesa sangrienta. En ese sentido son varias las vampiresas que recorren las páginas de 62/.

Pizarnik (“mi bicho, vení a estas líneas”) y Cortázar eran admiradores de la surrealista francesa Valentine Penrose y su Comtesse sanglante (1962), ya en 1966 la poeta escribió un libro homónimo al de Penrose, juego de espejos unidos por el reflejo de la aristócrata húngara del siglo XVI y acusada de asesinar a cientos de doncellas para obtener su sangre, Erzsébet Báthory.

Y cómo no centrarse en el personaje de Hélène, el signo de la fatalidad. Se diría una Báthory silenciosa, pero más Carmilla en otras esencias (sin embargo nos damos cuenta que todos los caminos llevan a Hungría) y por ello es también un poco Cris. Aunque para el año de publicarse el libro, Cortázar y Peri Rossi aún no se habían conocido. Como en las primeras páginas de 62/, aún no conocemos al paciente muerto o la muñeca rota de monsieur Ochs dentro de un armario.

Cortázar tuvo una relación de amistad y un poco más, tal vez un poco más, con Cris. Lo plasmó en quince poemas: Cinco poemas para Cris, Otros cinco poemas para Cris y Cinco últimos poemas para Cris. El problema era, citando una de las estrofas:

Recuerdo a Saint — Exupéry: “El amor
no es mirar lo que se ama
sino mirar los dos en una misma dirección”.
Pero él no sospechó que tantas veces
los dos mirábamos fascinados a una misma mujer
y que la espléndida, feliz definición
se viene al suelo como un gris pelele.

En realidad el comensal había pedido un “chateaubriand saignant”, es decir, un “bife sangrante”. Así, al igual que Juan, me encuentro en el medio del coágulo y no estaba tan lejos de esas líneas que no se sabe muy bien de dónde estiran o hacia qué lado van, si serán solo para arrastrarnos a significantes transparentes y quebradizos. Portales hacia habitaciones donde espiamos agazapados en el umbral de la habitación 22 a viejas condesas, caracoles en los bolsillos y amores de cámara oscura.

En alguna fecha del 2011 entré a una librería que ya no existe. Encontré a Rayuela, lo sostuve midiendo su peso, acariciando el lomo, leyendo la contraportada; lo dejé de vuelta en la estantería. Di otra vuelta a la librería, en esa meditación lenta (¿podemos poner sanguinaria para estar a tono? Podemos) y sanguinaria de elegir la siguiente compra que te permiten los pocos billetes en los bolsillos. Regresé al punto de partida y salí de la librería con la antinovela bajo el brazo.

62/ transcurre en tres ciudades y un barrio de La Ciudad. Cuyos planos están unidos a modo de collage: como la rue de la Clef desembocando en el barrio 24 de noviembre, por ejemplo. Dentro de hoteles; hoteles que son cascarones de nómadas jugando a destruir museos utilizando a neuróticos como arma. Barajando y rompiendo los naipes en las calles símil a tahúres frenéticos buscando la siguiente mesa de apuestas, que puede ser naufragar en una isla de la vivero-escuela o un cuchillo en el corazón o el silbido de un tango que habla de perder un amor para salvarlo.

Creí que se habían conocido al momento de publicarse 62/, porque vi a Cris en Hélène, y por esa sublimación tan tanática que obedece un poco a esa tendencia de exorcizar amores sin puerto mediante la palabra. También porque las ficciones lésbicas en la tradición ocupan una mitología híbrida entre mujer pasando impasible a través de este plano y animal sediento y acechador.

Pero primero tendría que llegar 1973 y luego Cris recorrería otras páginas: los cuentos “Las caras de la medalla” (1977) y “Ciao, Verona”. Ambos caras de una misma moneda. Diálogos que nunca se encuentran.

Cuando leí Rayuela por primera, segunda y tercera vez, creía entender cada página, cada pirueta dialéctica; marcaba con señaladores los capítulos que me interesaban, generalmente las morellianas, el capítulo 62 estaba marcado. En la última lectura me inundaba una ternura lejos de la intelectualidad que no me salía performar. Once años después regreso al mencionado capítulo para recordarlo y prepararme para 62/: no entendí nada. ¿Qué fue lo que entendía a los 20 y que ahora se me escapa a los 30? O tal vez.

En alguna fecha del 2014 dejé de fumar y fumar. Mientras escribo estoy comiendo medialunas con cocido, pero quisiera un castillo sangriento. O sangrante. ¿Qué fue aquello terriblemente obsceno que contenía el vientre de la muñeca que fabricó monsieur Ochs? Quisiera medialunas sangrientas.

Tal vez creí entender algo que necesitaba en ese momento. O la inocencia (o la vanidad) de haber creído que entendía. O la honestidad de aceptar el no entendimiento. Al paso de los años se está más lejos de entender. O estaba, al igual que Juan, realizando una traducción de los significantes de ese instante. Jugaba con otro mazo de naipes y ahora las barajas son otras, la tirada es constante y a veces solo te quedas observando los naipes rotos por otros tahúres que perdieron una partida en las calles también rotas. Bisbis, bisbis dice mi paredro.

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