Poesía de lo cotidiano

Élian Cabrera
Fuga e incendios
Published in
4 min readMay 3, 2020
Paterson de Jim Jarmusch (2016)

Esa nostalgia a la hora de prender un cigarrillo con un encendedor y no con un fósforo. Era la misma nostalgia al ver por la ventana del bus a un anciano vestido con traje mirando su reloj de bolsillo. Notar el tipo de reloj que ya nadie usa, como notar la ausencia del fósforo. Percibir ausencias que no te corresponden. Porque también se aprende a observar.

El encanto de observar como lo hacía Paterson, protagonista que da nombre a la película de Jim Jarmusch. Lo vemos observar -en una mámushka voyeur- durante siete días en su cotidiano deslizar sobre las calles de la ciudad de Paterson (New Jersey) hasta su puesto de trabajo: es conductor de un autobús y en sus ratos libres escribe poemas. ¿Su autor favorito? William Carlos Williams autor de Paterson, obra de cinco volúmenes donde Williams busca la cadencia de ese “idioma americano”, la naturalidad de un lenguaje lejos del barroquismo o laberintos lingüísticos. Donde la poesía puede estar empaquetada dentro de una caja de fósforos, tan diminutos, pero capaz de provocar grandes incendios con una movida de muñeca:

“Here is the most beautiful match in the world
It’s one-and-a-half-inch soft pine stem
Capped by a grainy dark purple head
So sober and furious and stubbornly ready
To burst into flame
Lighting, perhaps the cigarette of the woman you love
For the first time
And it was never really the same after that”

Es uno de los tantos versos que asoman en la pantalla y que vemos construir lentamente dentro del propio Paterson. Versos salidos durante el desayuno mientras se mira el reloj. Ya lo decía el propio Williams:

Cualquier cosa es buen material para la poesía. Cualquier cosa. Lo he dicho una y otra vez.

De ahí que sepamos cuál es el proceso creativo de Paterson: lo observa todo y lo escucha todo. Como quien en confinamiento, e intentado olvidar los pendientes del home office, observa las nervaduras de una hoja al sol de las tres de la tarde. Como quien escucha el choque de las ruedas del autito de juguete de un niño contra la vereda. O para cuando sentimos la necesidad de crear una elegía a ese helecho marchitándose irremediablemente porque le cambiamos de lugar. En estas épocas de aislamiento el paisaje se ha reducido a las proporciones de una ventana y sus posibles historias parecen estancarse en un nudo; se ha roto un jarrón y es una alegría, los vidrios esparcidos en el suelo es una interrupción a la asfixiante repetición de los días, vistos como invariables en su geometría e iluminación. Tal vez no se extrañe la socialización, pero sí se hecha de menos ser un espectador o más bien un cazador discreto (como lo era Paterson) de historias que no sólo se reduzcan a los nuevos rituales asépticos después de las compras.

Pero, ¿por qué empecé hablando de nostalgia? A veces la poesía es un ejercicio de nostalgia. Cristalizar el pasado y rememorarlas con las líneas de las manos. El mismo Paterson parece estar decidido a ambientarse de nostalgia, negándose a usar celulares y escribiendo a lápiz y papel (aunque acá también somos militantes de la escritura a mano). Sus razones sólo podemos intuirlas, como cuando él mismo solo sigue ese instinto de repetir y reformar los versos en su cabeza, en lo que dura el itinerario de autobús hasta pasarlo a su cuaderno. Repetir la fórmula del verso mientras se camina al trabajo, mientras se toma una cerveza en su bar favorito.Repetirla lento, //no, borrarla, comenzar de nuevo//, cuando se recorre la piel, cuando se la respira cerca, cuando sus cabellos entre los ojos.

Sólo es el mareo- a veces vértigo dulce- el que nos detiene un instante en ese constante registrar nuestro círculo próximo en un sonambulismo frágil. Vivirla, después de todo más que escribirla. Vivirla suave, vivirla remota en su ardor, pero absolutamente incendiaria en sus posibilidades; como dentro de una caja de fósforos.

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