FEDEDICO

Fede Cacciola
Fútbol y algo mas…
11 min readJun 9, 2014

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Una siesta como cualquier otra en una provincia del interior. Tranquila, silenciosa, algo así como una noche con sol, y donde por ser miércoles, me tocaba por la tarde ir al colegio a hacer “gimnasia”, como decía mi abuela.

Aquel día recuerdo que con mi familia habíamos comido algo que me dio muchísima sed, de esas veces que la botella de jugo en polvo del almuerzo no alcanza y alguien tiene que levantarse a preparar la segunda botella, dando como resultado ese momento cuando todos se miran buscando esa alma caritativa que se levante de la mesa para hacerlo.

No sé muy bien porque, pero claramente debo haberme colgado con algo en la tele y cuando me di cuenta era muy tarde y se me pasaba el colectivo “90”que me llevaba al colegio, tuve que salir corriendo sin tomar demasiados recaudos y después de un pique a fondo de dos cuadras, logré subir al micro con una sincronización digna de un nadador olímpico (o sea de ojete).

Llegue a tiempo y me puse a charlar con mis amigos a la espera del silbato de las 3 de la tarde que indicaba que nos debíamos formar para arrancar nuestra actividad por las próximas 2 horas, lapso de tiempo en el cual precalentábamos, jugamos algún deporte de secundaria como voley, handball o simplemente hacíamos algunos ejercicios pseudo gimnásticos, de esos que al día de hoy sigo sin entender porque nos los hacían hacer. Solo algunos viernes y después de mucha insistencia, teníamos la suerte de que el profesor nos permitiera hacer un fulbito durante la segunda mitad de la tarde.

Asi fue como paso la clase y lógicamente al terminar, todos íbamos a tomar agua en los baños del colegio colocando la mano debajo de la canilla y acercando la boca para poder tomar todo lo que pudiésemos, y fue en ese preciso momento, que mi cuerpo lanzó sobre mí la primera alarma respecto al suceso principal de esta historia.

La alarma me avisaba que era tiempo de ir al baño. Ese cuerpito casi adolescente de 13 años, llevaba aproximadamente 7 horas sin despedir líquido desde su interior, ya que probablemente la última ida al baño del día había sido en el segundo recreo de la mañana, cuando uno se deshace del líquido que pudo consumir del bebedero en el primer recreo, ya sea del juguito congelado horrible o de ese otro que venía en una “manzanita” rellena de una sustancia indescriptible que sólo se compraba para después llenarla de papel y usarla de pelota.

Como todo adolescente empezando a transcurrir la edad del pavo, deje pasar el aviso a pesar de estar tomando agua en el baño a metros del mingitorio. Seguramente pensé que era la primera vez que me daban ganas y con algún apretón o solo por olvido, esa sensación iba a terminar.

Una vez que finalizó la clase y nos saludamos entre todos, me abrigue y me fui a la parada del “90” a esperarlo para volver a casa. El “90”, como otros colectivos que tomábamos con mis compañeros, ya eran parte de nuestras vidas y siempre cuando nos íbamos juntos a esperar cada uno el suyo, nos poníamos a competir quién era el primero en identificar el interno del que venía, no importaba si era nuestra línea la que venía, el conocimiento era tal que abarcaba todas las líneas, estaban el “40”, el “50”, el “80” y otros tantos más y todas las decenas tenían su unidad que marcaba el destino exacto donde iban, en mi caso yo tomaba el “94” o el “96” que me dejaban exactamente en la puerta de mi casa. La competitividad era tremenda, ya que por medio de los detalle mínimos uno podía adivinar el interno, desde detalles en la carrocería hasta alguna calco colocada en el frente.

Ni hablar si veíamos venir un “frontal” para tomar, eso sí que era un placer, eran muy pocos y nuevísimos, ya que los más comunes eran los que nosotros llamábamos “chanchos” y que el Sr. Benz, unas dos décadas atrás había bautizado con el número 1114.

Volviendo al tema en cuestión y después de haber competido sobre quién sabía más acerca de la variedad del transporte público, conseguí un “96 chancho” y emprendí la vuelta a mi hogar.

Un detalle no menor, es que transcurría el mes de Junio y yo vivía en Mendoza, se podrán imaginar que a esa hora de la tarde la temperatura varía entre 0 y 5 grados y el frío seco hace que hasta el más valiente tenga que estar muy bien abrigado. Recuerdo que me senté al fondo del micro, como lo hacía siempre y aún desconozco la razón. La combinación del chiflete que entraba por la puerta trasera del micro más los litros de líquido retenidos en mi cuerpo, hicieron que la situación se volviera mucho más tensa y casi inmanejable.

A todo le descripto anteriormente, tenemos que sumarle la infinidad de saltos producidos por los baches e imperfecciones de la calle y las maniobras evasivas de los choferes que creen estar manejando un Fiat 600 en la 9 de julio. No me gusta exagerar, pero si no me manotee el “amigo” unas treinta veces para tratar de calmar el sufrimiento, estuve cerca de hacerlo.

Y asi fue como después de aproximados 20 minutos de angustia, manotazos y estrangulamientos, la parada de la esquina de mi casa se acercaba lentamente y mi alegría era tan o más contraproducente que todas las situaciones mencionadas anteriormente. A todos nos pasa en éstas situaciones, que al estar más cerca del objetivo, nuestras esfínteres nos empiezan a abandonar, algo así como un relajamiento producido por una mezcla de bienestar y final feliz.

Del colectivo me bajé de un solo salto, dejando atrás esos tres escalones que tienen al último cortado en diagonal, para poder hacer espacio a la puerta cuando abre. Al ver la puerta de madera de mi casa que detrás escondía esos 14 escalones que me llevarían hasta el baño, sentí que todo ese aguante había tenido sentido y que nuevamente, y a pesar de mi rebeldía adolescente, le ganaba otra vez al sentido común.

Pero la rebeldía adolescente muy pocas veces le gana al sentido común, y al meter mi mano en el bolsillo derecho del jogging azul del colegio, si ese jogging, me percaté que mis llaves no estaban y un sudor frío me empezó a correr por todo el cuerpo. Rápidamente opté por fijarme en mi bolsillo izquierdo y nada, sólo el abono rojo del “90”.

En ese momento, les juro que se detuvo el mundo, ya ni siquiera me acordaba que me estaba meando, mi mente no hizo otra cosa que pensar dónde estaban las llaves de mi casa, si las había perdido estaba jodido, porque seguramente mi viejo iba a tener que cambiar la combinación de la cerradura y hacer llaves nuevas para toda la familia, lo que significaba un gasto importante y a la vez un castigo de la misma magnitud por la evidencia clara de haber sido tan pelotudo.

Tome la decisión instantánea de dar por hecho que me las había olvidado con el apuro al salir al mediodía y que claramente las llaves iban a estar adentro de mi casa, con lo que en ese momento mi cabeza abandonó la preocupación satelital del momento, esa que te da vuelta por la cabeza hasta que te la hace explotar, y volvió a pensar tras recibir una señal desde el bajo vientre, en un baño blanco inmaculado.

Contaba con varias alternativas y todas tenían sus pros y contras. La primera y más rápida era orinar en la calle, ya sea en una acequia, en el jardín frontal de alguna casa o directamente en cualquier columna libre como un perro. Las ventajas eran clarísimas, rápidamente terminaba con el trámite y me iba a jugar con mis amigos del barrio hasta que algún familiar volviera y pudiera entrar a mi casa.

Contras había una sola y era que alguien me viera, ese alguien indudablemente sería la madre o abuela de un amigo o simplemente la chica que más me gustaba del barrio, por lo tanto, y mediante esta visión apocalíptica de la situación, decidí erróneamente abandonar esta opción.

Otra elección era la de tocar la puerta de alguna casa o negocio vecino y pedir prestado el baño, quién podía ser capaz de no prestarle los sanitarios a una adolescente que ya se encontraba doblado como un contorsionista, con tal de aguantar esa erupción interna que estaba a punto de detonar.

Cuando estaba a punto de elegir esa alternativa, me di cuenta que ya había caminado una 5 cuadras a causa de no poder quedarme quieto. La inactividad en esos momentos puede ser mortal porque lleva al relajamiento que genera el total abandono de los nervios y en consecuencia, al desenlace tan temido.

Saque cuentas rápidamente y me di cuenta que estaba a mitad de camino entre mis vecinos conocidos y la casa de mi mejor amigo. Ese amigo que a sus padres los querés más que a tus tíos y sus hermanos son tus primos. Su familia era como mi familia y por transitividad, su baño era como mi baño.

Apuré el paso, casi llegando a un trote, para completar rápidamente las 5 cuadras que me separaban de mi segundo inodoro al que tantas veces había ido. Llegando a la mitad del recorrido y ya encarando la calle Perú, sentí un puntazo que hizo que me parara como un suricato. Ni siquiera podía pestañar, estaba paralizado, sentí que si daba un paso más, el caudal se liberaría en medio de un puñado de personas que estaban haciendo cola para tomar el trolebús, que tiene las oficinas centrales justamente en esa esquina.

No sé si fue una impresión mía o en realidad sucedió, pero sentí que toda la gente me estaba mirando sorprendida de como en una décima de segundo, pase de ser un deportista excelso trotando hacía la liberación a una estatua de yeso. La realidad era que ante tantas miradas, supuestas o no, me sentí incapaz de recurrir al recurso del apretujón. La sensación de ese instante nunca la volví a tener en mi vida. Fue una lucha intensa de no más de 10 segundos entre mi cerebro y mi vejiga, que dio como vencedor al cerebro en decisión dividida.

Una vez superado este escollo, mire a toda esa gente que a esa altura me creía loco debido a que mi cara debe haber realizado miles de gestos raros en el fulgor de la batalla ocurrida, y continué mi camino de forma un poco más lenta y segura.

Ya en los últimos cien metros volví a sentir esa sensación de seguridad digna de un espartano y sacando pecho, encaré el último tramo de la misión. Los últimos veinte metros trajeron consigo nuevamente la sensación de estar llegando a destino y el casi abandono total de mis reflejos, mis manos se volvieron rápidas como las de un ninja y mediante certeros cachetazos y enroscadas, lograban controlar mi aparato urinario que ya estaba entregado ante tanta manipulación.

Parecía un mono enjaulado, hasta un par de veces tuve que frenar la caminada y hacer un par de pasos para atrás sin saber muy bien el sentido, pero que ayudaban a calmar esas ganas profundas de dejar que todo fluya y que la angustia se vaya junto con todo ese líquido de desecho que resulta de la acción filtrante de la sangre en los riñones y es expulsado fuera del cuerpo a través de la uretra (Ref. © 2005 Espasa-Calpe).

Para recorrer esos últimos veinte metros, tarde más que en los anteriores doscientos, pero por fin estaba en la entrada de mi segundo hogar. La particularidad de esta casa era que tenía un gran jardín frontal en “L” que bordeaba toda la casa y que finalizaba en un rectángulo de baldosas de unos diez metros cuadrados. En la pared de la izquierda de ese sector en la pared, se encontraba ese timbre tan deseado y cinco metros más adelante la puerta de entrada a la vivienda.

Esa puerta blanca que tantas veces me había visto atravesarla, ya sea volviendo del club, yéndonos a esconder de alguna cagada conjunta con mi amigo o simplemente entrando para disfrutar durante más de veinticuatro horas seguidas de esa Commodore64, que era nuestra forma preferida de perder el tiempo y ver como las horas pasaban y pasaban, sin darnos cuenta. De hecho hasta el día de hoy, creo que no hay invento humano que haga que el tiempo pase más rápido que los videojuegos.

Volviendo a la puerta, ésta tenía la particularidad de contar con una ventanita cuadrada de vidrio a una altura de un metro con sesenta, esto permitía que los dueños de casa verificaran quién tocaba el timbre a una distancia segura, algo asi como un ojo de buey, pero más práctico y elegante.

Al tocar ese timbre tan ansiado, note que nadie me atendía y mi respiración empezó a agitarse, los nervios hacían que me quedara parado como un granadero, inmóvil al lado del timbre. Volví a tocarlo, pero ya repitiendo dos veces la acción y apretando el botón unos segundos más que la primera vez. Del otro lado de la puerta se empezaron a escuchar los ladridos de los dos caniches y el pequinés que convivían con la familia, pero sólo eso, ladridos, como si los perritos insoportables se hubieran quedado solos dentro de la casa y desearán que esa puerta se abriera tanto como yo.

Mi cuerpo se estremecía, me sentía de goma, hacia movimientos dignos de una odalisca con problemas motrices, los latidos de mi corazón se sentían en mi cabeza y no podía ni siquiera pensar en bajarme los pantalones y dejar que todo terminará utilizando unos de los canteros que la casa tenía en su frente.

Justo en ese preciso instante escucho una voz desde el interior de la casa que dice “Voyyyy”, y acto seguido veo como se abre la ventanita y aparece una pequeña nube de pelo blanco y roludo, perteneciente a la “nona” de mi amigo, la nombro de esa manera porque nunca supe su verdadero nombre. La nona era una italiana de esas que son el prototipo exacto de abuela, y que a continuación volvió a preguntar con acento argentaliano “¿Quien e’?”.

La consulta seguía insistente desde adentro de la casa y el momento ya se había convertido en una parodia del personaje de Gasalla cuando sumo al interrogatorio la pregunta “¿Nene, so’ vo’?”. Yo me mantenía inanimado, sin siquiera poder respirar en ese momento de máxima tensión.

Hasta que producto de ponerse en puntitas de pie y poder superar el metro sesenta, la nona dejo aparecer sus ojos cubiertos por esos lentes cuadraditos típicos de la tercera edad, y acompaño su mirada, cual cocodrilo sagaz, con un alegre y agudo “FEDEDICO!!!”.

Fue en ese exacto segundo que, resultado de la alegría por el reconocimiento o vaya a saber de qué, mi vejiga abandonó el discernimiento y gano por knock-out su batalla contra el cerebro.

Un torrente caliente e incalculable de pis había empezado a recorrer mi pierna derecha y se iba depositando en el piso de la entrada de la casa, formando un charco de dimensiones respetables. Durante esos segundos deje de existir como ser humano racional, sólo atine a cerrar los ojos y esperar que esa descarga terminara por completo, y mientras eso sucedía la nona me preguntaba “¿Fededico, quere’ pasar?”, y yo que sólo atinaba a suspirar, no pudiendo siquiera hilar una palabra para poder contestarle algo decente.

La pregunta se mantenía insistente y ya estaba corriendo gran peligro de que ante mi silencio, la puerta se abriera y la nona se encontrará con la foto de un chico de 13 años totalmente meado y que esa historia quedase registrada en su memoria, para después contarla y pasarla de generación en generación hasta que resultado de esa repetición, yo decidiera suicidarme.

Saque fuerzas desde lo más interno de mi ser y conteste con los labios todavía temblando y casi gangoso “No, me quedo afuera esperando, gracias nona”.

Seguido a mi respuesta, se cerró la ventanita, los canes enmudecieron y yo me encontré con absolutamente toda mi pierna derecha y parte de la izquierda mojadas, y debajo mío una pequeña laguna que pasaba un poco desapercibida gracias al color amarillo de las baldosas del piso. La vergüenza de ese momento es indescriptible, no podía creer que a esa edad y fruto de mi necedad adolescente, me había meado encima y en la puerta de la casa de mi mejor amigo.

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