LOS HÉROES DE MI INFANCIA

Fede Cacciola
Fútbol y algo mas…
9 min readMay 9, 2014

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Para Nico, con amor y admiración.

Transcurría la primera mitad de la década del 80, a unos pocos meses de salir campeones del mundo por segunda vez en la historia, en un mundial mágico como el de México. Nosotros (mis amigos y yo) nos dedicábamos, después del cole y el almuerzo, exclusivamente a jugar, hablar, discutir, fantasear, imaginar; en fin, a respirar fútbol.

Vivíamos en el barrio de Barracas, a escasos doscientos metros del Parque Lezama, un parque único que tenía todo aquello que un chico puede soñar; calesita con sortija, prados inmensos con mezcla de tierra y poco pasto, una fuente gigante que casi siempre estaba seca, un cuasi anfiteatro y un montón de cosas más, pero a pesar de todas estas particularidades, nosotros siempre preferimos “jugar en la calle”.

Nuestra calle se llamaba (y se sigue llamando) Ruy Díaz de Guzmán, este señor de acuerdo a Wikipedia, fue un conquistador y cronista criollo asunceno, y el primer escritor nacido en la región del Río de la Plata y el primero en utilizar el topónimo Argentina para el país en que había nacido. Se imaginarán que nunca nos preguntamos quién era este señor y calculo que ni siquiera ningunos de nosotros, supo nunca siquiera si era hombre o mujer.

No quiero pecar de nostálgico, pero esa calle era increíble, su piso adoquinado, esas vías del viejo tranvía que suben por la calle Tomás Liberti y que en Diagonal nos cortaban nuestra canchita, los conventillos, los árboles en sus diminutos canteros a la entrada de los edificios, la rotisería que nos alegraba los fines de semana, el olor a tilo en julio y lo más lindo que tiene es que si uno llega hasta la esquina con la calle Pinzón y mira hacia el este, puede ver “La Bombonera”, que para mis amigos y para mi, era todo un proceso de emoción y orgullo indescriptible.

Esa calle nos recibía a partir de las dos de la tarde y nos devolvía a nuestras casas sólo cuando alguna madre, tía o abuela, salía a la calle y al grito pelado de “a cenarrrr!!!” seguido del nombre del acusado, al que ya habían llamado unas 5 veces. El acusado con una combinación precisa de sordera y pedidos implorando que fueran sólo 2 minutos más esperando compasión, ya que “el que metía el gol, ganaba”, lograba un alargue de unos quince minutos casi siempre.

Se imaginarán la cantidad de pisotones, rodillazos, cabezazos, escupidas y puteadas que recibía esa calle al día. Eran desafíos tras desafíos, día tras día, semana tras semana, intentando cada uno hacer ese gol soñado cuando tu equipo lograr hilvanar más de 20 toques antes de dar ese deseado pase a la red o vengar aquel partido que se había perdido injustamente a causa de un rebote desafortunado.

Era casi un obviedad que todos los días alguien quedara lastimado, ya sea por los golpes o por alguna caída que era recibida por algunos vidrios o piedras producto de algún choque o de alguna obra municipal. Yo todavía mantengo la teoría de que en parte, eso lo causaba la calle a modo de devolución por los maltratos recibidos de parte nuestra.

Recuerdo el día que con mi frente cabecee el paragolpes del camión de Tito a causa de una mancha de aceite y al levantarme para seguir con la jugada, revise mi frente y me encontré con mi mano toda roja. Solo atine a buscar a mi hermano mayor para preguntarle si era sangre lo que tenía en mi mano y él me respondió “No, sivaser’ chocolate…”. Acto seguido me limpió con el agua del grifo del estacionamiento del edificio y me subió limpito para que mi mamá no se infartara al verme llegar con toda la remera llena de sangre.

La única razón válida para detener un partido, era el alarido “Cocheeeee”, que indicaba que algún vehículo iba a pasar por nuestra cancha, razón suficiente para detener el encuentro y formar una fila que evitará que pisen nuestros palos construidos con ladrillos y algunas veces reforzados con buzos que pasaban a ser innecesarios al poco tiempo de arrancar el partido. Siempre estaba aquel indeseable que pasaba rápido y peligrosamente tocando bocina, también el que recibía un pelotazo consecuencia de querer pasar la pelota por arriba del auto en movimiento, y nuestro preferido, que era ese vecino que nos conocía y tenía la amabilidad de esperar que la pelota superara los límites del cordón al lateral o los ladrillos, para darle prioridad a la jugada y atravesar la cancha dejándonos alguna frase bien futbolera y motivadora, de esas que nuestros mayores siempre tienen a mano.

Éramos un compendio bastante heterogéneo de personas, que iba desde los siete hasta los dieciséis años y comprendía al menos unas doce familias de distinta realidad económica cada una. Algunos complicados para llegar a fin de mes, otros que no les sobraba nada y esos que podían llenar siempre los álbumes de figuritas y tenían más repetidas que el kiosquero.

Formábamos una linda barra con dos grupos bien marcados, los menores que íbamos de siete a doce años y los mayores que arrancaban de los trece hasta los dieciséis y que en muchos casos, como el mio, eran nuestros hermanos mayores. Lógicamente las dos bandas teníamos actividades muy distintas, mientras los más chicos jugábamos todo el día al fútbol en la calle, mechando con alguna “escondida”, “mancha” o “figuritas”, los grandes ya se probaban en algún club, experimentaban con cigarrillos, estaban en la secundaria y empezaban a probar las mieles de sus primeros amores más alla del fútbol, cosa que a nosotros, los chiquititos, nos parecía desagradable.

Todos nos habíamos criados juntos desde nacidos, compartiendo jardín y primaria con algunos, asi que no había ningún secreto entre nosotros. Ir al cole era de película, a las siete de la mañana aparecía con sus bigotes y lentes oscuros al estilo “Chips”, nuestro conductor llamado Rubén con su colectivo color naranja y blanco lleno de gente. Yo tenía la suerte de ser uno de los últimos en subir por la cercanía al colegio.

El colectivo no tenía cinturones de seguridad, ni ventanas a prueba de roturas y alrededor de esa palanca de cambios de vidrios de colores, tenía un agujero desde el que se podía ver el piso pasando por debajo. Un día al saludarlo antes de bajar en mi casa, recuerdo que se me cayeron un montón de figuritas por ese agujero y a pesar del esfuerzo por tratar de recuperarlas caminando hasta el lugar de la tragedia, muchas fueron irrecuperables, provocando en mí una depresión que me dejo sin calle por un par de días.

Las mañanas de los sábados eran nuestros momentos gloriosos de la semana, participábamos del campeonato organizado por el colegio “Santa Catalina” en la calle Piedras y jugábamos con chicos de otros barrios y grados de ese colegio. Recuerdo que nos hacían rezar el padre nuestro a todos los chicos antes de empezar con la jornada y nosotros, debido a nuestra ignorancia religiosa, nos dedicabamos a hacer mímica durante toda la oración.

El viaje desde nuestra calle al colegio, era una mezcla de película ciencia ficción y sueños de infancia, que iban desde repetir aquel gol del miércoles pasado hasta ese que hacía que todo el público se pusiera de pie y suspendieran la jornada a causa del “Mejor gol realizado nunca en la historia de los torneos de Santa Catalina”. Nunca fuimos campeones de esos torneos, pero ver el nombre de nuestro equipo inscripto en la tabla de posiciones o el de alguno de nosotros en la de goleadores, era lo más parecido a un sueño hecho realidad.

Como se imaginarán, nuestra vida se desarrollaba en torno a la amistad y tenía al fútbol como hilo conductor de todas las relaciones. Si alguien no jugaba o no le gustaba el fútbol, era muy probable que quedara solo y se volviera algo así como un bicho raro para nosotros. Hoy pienso lo raro que fue que un grupo de tantas personas, absolutamente ninguno haya tenido esa particularidad, quizá haya sido para evitar la soledad, quién sabe.

Cuando no podiamos jugar al fútbol porque llovía o algún otro motivo, como un castigo por haber roto alguna ventana o abollado un auto, nuestro pasatiempo preferido era ver tele. Teníamos los cuatro canales de aire que se veían bien y el “2”, que como era de La Plata, siempre se veía mal y ni apoyando la antena en el balcón, lograbamos una transmisión digna. La programación de esos canales nos entregaba a la tarde, varios dibujitos animados, algún programa conducido por una señora de avanzada edad que hablaba como una nenita y mis favoritas, que eran las historias de héroes. Esos héroes eran increíbles, desde el Zorro hasta aquellos que ya eran superhéroes como Superman, Batman o el Hombre Araña y que ocasionaron más de un accidente en los sucesivos intentos de algunos de nosotros por imitarlos tratando de volar o de hacer una “Z” con una rama en el pecho de algún amigo.

Todo sucedía casi rutinariamente y los recuerdos seguían acumulando en nuestra memoria. Hasta que un día domingo por la tarde, sucedió aquello que iba a cambiar mi teoría acerca de los héroes para siempre.

Estábamos jugando a la pelota como cualquier otro día, cuando un cañonazo de puntín pasó por el medio del arco que daba hacía la calle Tomás Liberti, rompiendo la red imaginaría y finalizando su trayecto pasando varios metros la calle mencionada. Esa calle venía desde la avenida Patricios y los autos subían hasta nuestra calle para doblar a la derecha hacía el Parque Lezama.

En medio del festejo alocado del equipo que había convertido ese golazo, un Peugeot 504 blanco que transitaba por esa calle, frena, abre sus puertas y todos vemos como un brazo sale de la puerta trasera izquierda, toma la pelota y sin más, sale velozmente con dirección norte y dobla en la primera calle hacía la derecha.

Este hecho desencadena un mar de llanto por parte nuestra, ya que la pelota era todo para nosotros y ese tipo de pérdidas llevaban asociado al menos una semana sin fútbol.

Pero en medio de ese panorama de tristeza y frustración, vemos como nuestros amigos más grandes, entre ellos algunos hermanos mayores como en mi caso, que estaban haciendo la suya y veían como nosotros jugábamos, se levantan rápidamente de un zaguán vecino y sin mediar ningún comentario, salen corriendo hacía la avenida Patricios con la esperanza que aquel Peugeot retomara por la avenida y pudiesen hacer algo para recuperar la pelota.

Como no podía ser de otra manera, los más chicos salimos corriendo detrás de ellos a una velocidad mucho más lenta y cuando estábamos llegando a la esquina y vimos que el 504 venía hacía ellos, se generó una imagen que nunca más se borrará, al menos de mi mente.

Nuestros siete amigos mayores, se agarraron de sus manos y construyeron entre todos esa figura que se forma cuando uno dobla un papel varias veces y los corta a todos con forma de muñequito y que al desdoblar el papel, éstos quedan todos unidos de las manos.

Posteriormente a ese momento, sucedió lo que todos imaginábamos, el auto encarando hacía ellos y ellos apretando sus manos tan fuerte que prácticamente se soldaban unas a otras.

Mis ojos no podían hacer otra cosa que ir de un lado hacía otro rebotando como una bala, mirando el auto y a ellos, a ellos y al auto, al auto y a ellos, hasta el momento en el cual no quedaban más de veinte metros entre ambos y el auto clavo sus frenos, abrió su puerta trasera derecha y depositó la pelota junto al cordón de la vereda.

Ver a nuestros amigos separarse, como si a ese imaginario papel lo cortaran por la mitad con una tijera, para dejar pasar al Peugeot entre puteadas y observar como el más chico de nosotros corrió hacía la pelota y la levantó como si fuera la copa del mundo, que meses después levantaba Maradona en el Azteca, fue sublime y mejor que cualquier final feliz imaginable.

Desde ese día creo que los héroes no son los de la televisión ni los de las películas, los verdaderos héroes son personas como nuestros amigos más grandes, que con menos de dieciséis años y sin medir consecuencias, arriesgaron sus vidas a cambio de una pelota usada y de transformar el llanto de un hermano menor, en una sonrisa y una admiración que sentiré por siempre.-

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