Despiérteme cuando queden diez kilómetros

El reciente Tour de Francia ha consolidado un modelo basado en la pasividad y el miedo, rememorando la época más oscura del ciclismo profesional.

Galder Peña
Galder
9 min readJul 31, 2017

--

Julio llega a su fin y con él una nueva edición del Tour de Francia, la 104ª, aunque el aficionado crítico tenga la impresión de que se repite la misma retransmisión, en bucle, desde 1999. Desde entonces, el Tour es poco más que un circo de tres semanas cuyo desenlace se conoce de antemano y que tan solo se presta a sorpresas menores y a sucesos incontrolables, como caídas o averías mecánicas. El legado del tirano Lance Armstrong lo recogió en 2011 el Team Sky, tras una breve transición que sirvió para coronar (a veces de manera grotesca) a un grupo de españoles muy bien atendidos por sus respectivos médicos.

2017 no ha sido una excepción. El accidentado prólogo de Düsseldorf puso a cuatro Sky entre los ocho primeros de la clasificación, y a partir de entonces bastó con seguir el guion establecido. El guion que escribió Johan Bruyneel para Armstrong y que ahora aplica de manera idéntica Dave Brailsford, primero para Wiggins y más tarde para Froome. La Biblia del ciclismo moderno. La fórmula que solo un capo de la mafia, con un equipo millonario detrás, es capaz de llevar a la práctica sin ruborizarse. La superioridad física y mental es tal que los rivales no pueden más que ejercer de actores de reparto, personajes secundarios que posibilitan una exhibición coral que no ocurre en ninguna otra carrera del calendario UCI World Tour. Si el ciclista que Brailsford decide que debe vencer el Tour sufre un pinchazo, el resto del grupo detiene el ritmo para esperarle. Si el mismo ciclista toma mal una curva a catorce kilómetros de meta y se cuela entre los espectadores, el resto del grupo detiene el ritmo para esperarle. Así está escrito en el manual y así sucede, sin reservas. Si algún otro ciclista osa esquivar la cadena de mando, como hizo el italiano Fabio Aru en la ascensión a Mont Du Chat, automáticamente recibe la reprobación de sus adversarios, que con más miedo que vergüenza se limitan a agachar la cabeza, y un codazo posterior del ‘elegido’, pues nunca está de más recordar a los díscolos que en el Tour de Francia no cabe insurrección alguna.

Christian Knees liderando el tren del Sky. El Cannondale de Urán a su rueda. A rueda del Cannondale, el Ag2r. A rueda del Ag2r, el Astana. A rueda del Astana, el Quick Step. Y a rueda del Quick Step, el Bahrain Merida. Hasta ahí alcanza la vista.

Resulta muy complicado enganchar al espectador y satisfacer al devoto (que por suerte o por desgracia es un espectador garantizado) cuando las etapas de alta montaña consisten en soportar el ritmo que marcan los ocho compañeros de Chris Froome. Las diferencias entre los candidatos al podio se forman a través de caídas, bonificaciones y sanciones, hasta tal punto que los descensos se tornan más decisivos que los ascensos. No existe planteamiento alternativo. El resto de equipos son incapaces de cooperar por objetivos comunes cuando en el Sky se atisban momentos de vulnerabilidad y se limitan a pelear un segundo puesto que suele conseguir aquel que más lejos llega aguantando la rueda del patrón sudafricano-keniata-británico. En esta última ocasión, tal honor ha correspondido al colombiano Rigoberto Urán, que no ha recorrido en solitario ni un solo metro exceptuando las contrarrelojes de Düsseldorf y Marsella. Ni falta le ha hecho.

“¿Pero siempre quedarán las etapas llanas, no?” Pues tampoco. En el pseudociclismo moderno las fugas compuestas por magníficos rodadores y que ponen en jaque a los equipos con velocistas se han convertido en recuerdos lejanos que se rememoran muy de vez en cuando. Incluso se ha llegado a acuñar el término ‘etapa de transición’ para denominar a este tipo de llegadas, como si la única disputa relevante fuese la de los escaladores, que últimamente ni es disputa ni es relevante. Igual que el Sky en la montaña, el Quick Step ha decidido en 2017 que los millones invertidos en Marcel Kittel no pueden caer en saco roto, incluso si para forzar un esprint es necesario amenazar a un rival que intenta escaparse. Como leen. Aunque parezca inverosímil, durante la etapa con final en Bergerac el contrarrelojista suizo Stefan Küng, campeón del mundo de persecución en pista, tuvo que soportar abucheos y reprimendas de sus compañeros de pelotón por pretender arrancar en solitario siendo ‘demasiado peligroso’ para los esprinters. Pocos episodios tan antideportivos se recuerdan ya no solo en el ciclismo, sino en la historia moderna del deporte. El Quick Step decidió que las etapas llanas debían ser una marcha cicloturista hasta los últimos diez kilómetros, permitiendo fugas poco numerosas y compuestas por ciclistas de equipos menores (Wanty y Fortuneo, principalmente). El Sky ganó el Tour, el Quick Step ganó cinco etapas y el resto del pelotón: silencio.

Todo recuerda al US Postal. A la época en la que Bruyneel, Armstrong y sus secuaces destrozaron el ciclismo hasta el punto de creerse con plena legitimidad para adulterar la competición a su antojo y acosar a los rivales incómodos. Todo recuerda a aquella vez en la que Armstrong, con su sexto Tour en el bolsillo y actitudes de auténtico mafioso, frustró un intento de escapada de Filippo Simeoni al saltar del pelotón a su rueda, actitud inédita e impropia de un ‘maillot amarillo’. Todo porque Simeoni, años atrás, se atrevió a poner en duda la pureza de las victorias del tejano. A Simeoni no le quedó más remedio que obedecer y aceptar que no tenía opción alguna de derrotar al Imperio. Igual hizo Küng, corredor corpulento de 1,93m y con un equipo mucho más potente que el que tenía Simeoni en 2004. Reacciones idénticas para dos épocas peligrosamente similares.

Se debe tener siempre en mente que el ciclismo no es un negocio del tamaño del fútbol o del baloncesto. Es económicamente débil y vulnerable, por lo que depende más que otros del espectáculo, que al fin y al cabo es el que crea aficionados y acerca patrocinadores. El modelo que representa el Tour año tras año no solo destruye el espectáculo, también el honor y la dignidad de un deporte que en lugar de pelear para destruir tópicos nocivos, se encarga de reafirmarlos con chanchullos, omertás y recorridos que facilitan este modelo denigrante.

Guillaume Van Keirsbulck, del Wanty-Groupe Gobert, en plena fuga solitaria durante la cuarta etapa del Tour de Francia. Ningún otro ciclista tuvo ganas de pelear la victoria desde lejos.

La Historia recordará que Chris Froome ganó al menos cuatro veces el Tour de Francia, pero no guardará ninguno de ellos en particular. Ni una sola etapa de esta ronda gala merece un hueco en la memoria colectiva. Hilando fino, podría destacarse la brillante victoria de Barguil en Izoard, donde se permitió una fuga de 53 ciclistas y ninguno de ellos fue capaz de alzar los brazos en meta, pero incluso en esta etapa (la última de alta montaña) los cuatro primeros de la clasificación general entraron en fila india. Fuera de esta exhibición: la controvertida expulsión de Sagan, las escalofriantes caídas de Cavendish, Degenkolb y Porte y el amago de sublevación de Landa, que sin duda merece un capítulo aparte en este relato. A eso ha quedado reducido el Tour de Francia. Caídas, bonificaciones y sanciones aderezadas con 36 kilómetros escasos de contrarreloj, la menor distancia desde que se introdujo esta disciplina en el Tour de Francia, hace más de ochenta años. En el primer tour de Froome hubo 95 kilómetros contra el crono, en el de Wiggins fueron 100 y en el último de Armstrong fueron más de 140. Esto explica las ausencias de ciclistas como Tom Dumoulin o Bob Jungels, que intuyendo el ‘pasteleo’ que se avecinaba prefirieron correr un Giro descafeinado, que al menos dejó mejor sabor de boca que este Tour insípido.

No es injusto afirmar que el Tour, como espectáculo deportivo, navega a la deriva. Entre los aficionados más acérrimos, las clásicas de primavera resultan mucho más atractivas y se puede encontrar cierto consenso al afirmar que el Giro funciona infinitamente mejor en lo que a recorridos y competitividad se refiere. En lo que respecta a La Vuelta… esto sí que merece un capítulo aparte. Denso y extenso, de los que se escriben con café y horas libres. Si de algo puede presumir Javier Guillén, director de la Vuelta a España, es de haber sido el precursor de las etapas llanas que terminan en ‘cuestas de cabras’ de tres kilómetros. Etapas calificadas de ‘alta montaña’ donde los velocistas se descuelgan a falta de cinco kilómetros y vence el ciclista que más fuerte golpea los pedales. Pero no solo eso. Si algo se le da bien a La Vuelta es innovar. En la pasada edición, se decidió inventar una etapa de alta montaña, con final en Formigal, de tan solo 118 kilómetros, desafiando las raíces de un deporte que siempre ha sido de resistencia. Pese a desvirtuar la competición, parece que no ha sido tan mala ocurrencia, ya que los organizadores del Tour han decidido copiar la ‘fórmula Guillén’ introduciendo, en 2017, una etapa de 101 kilómetros con final en Foix y que el vencedor Warren Barguil recorrió en poco más de dos horas y media. En la teoría, este tipo de jornadas se presentan como solución a la creciente pasividad del pelotón, aplicando una lógica por la cual los ciclistas, al estar menos cansados, tendrán mayor predisposición a atacar. Podría funcionar de no ser porque lo que ata y reprime a los ciclistas es el miedo y no la falta de fuerzas. Lo que menos necesita el ciclismo, y el Tour en particular, es que mediante recorridos inéditos y propios de pruebas sub-23 se premie a los cobardes que compiten aterrorizados por la posibilidad de ‘reventar’ en carrera.

Que la ronda gala cada año es más aburrida, previsible e insustancial es un hecho difícilmente rebatible. Las malas lenguas aseguran que esta somnolencia progresiva es consecuencia de la supuesta lucha contra el dopaje. Básicamente que los ciclistas ya no se dopan y por eso no pueden atacar con la misma contundencia que antaño. En el deporte preferido de los asmáticos, junto a la natación (un saludo a Mireia Belmonte), resulta que ya no se dopan. En el deporte que expide una cantidad ingente de TUEs (Therapeutic Use Exemptions o Autorizaciones de Uso Terapeútico) y permite que el Ventolín circule por el pelotón entre chocolatinas y bidones, resulta que ya no se dopan. Lance Armstrong ganó siete Tours, entre 1999 y 2005, gracias a la inestimable ayuda de ciertos medicamentos y prácticas prohibidas por la UCI. Bradley Wiggins y Chris Froome, igual que sus compatriotas Mo Farah (atletismo) y Alistair Brownlee (triatlón), han alcanzado la gloria en París de una manera muy parecida, aunque sus logros no se esfumarán del mapa dentro de una década ya que han contado con el beneplácito de la UCI en forma de autorización privada y vitalicia. Es complicado encontrar en el Tour un ciclista mayor de 27 años que no se haya visto salpicado, en menor o mayor medida, por esta cuestión. Desde los cachorros del Liberty Seguros hasta los del Rabobank, pasando por el Phonak, el Saunier Duval, el Gerolsteiner o el Acqua & Sapone. Y muchos más equipos. Todos extintos. En todos se documentó dopaje sistemático e ininterrumpido. Ahora, aquellas jóvenes promesas que se formaron deportivamente a la par que se instruían en el arte del dopaje colectivo, han conseguido correr el Tour de Francia a una velocidad media de 40,995 km/h, la segunda marca más rápida de todos los tiempos. Solo queda por delante el Tour del 2005, el último de Armstrong, en el que el tejano consumió todos los excedentes de años anteriores y lo que aún sobró se lo regaló a Floyd Landis. Aquel año se recuerda con nostalgia: el Top 10 lo ocuparon tres ciclistas que a la postre fueron descalificados, cuatro que dieron positivo a lo largo de su trayectoria, dos que estuvieron involucrados en la Operación Puerto y el ‘aguafiestas’ Cadel Evans, al que podemos utilizar como excepción para confirmar la regla. Únicamente los actores de esta oda a la miseria deportiva han recorrido Francia más rápido que Froome en 2017, lo que extraña sobremanera teniendo en cuenta que los ciclistas ya no se dopan (ni se doparán en el futuro). Será por el material de las bicicletas, el tejido Vortex de los maillots o la escapada en solitario de Van Keirsbulck camino a Vittel, que puso la carrera patas arriba desde el primer kilómetro hasta el último. El silencio se mantendrá diez años. Veinte años. Treinta años. Hasta que algún exciclista rencoroso o deseoso de volver a ser noticia rompa la omertá y confiese públicamente. Entonces la mitad del gremio se echará las manos a la cabeza y la otra mitad dirá que ya se lo imaginaba. Y a volver a empezar. Limpios de nuevo.

Galder Peña. Estudiante de Periodismo en la Universidad del País Vasco. Puedes leerme también en Twitter y en Blogspot.

--

--