Podemos no sabe ser Trump

La habilidad del presidente norteamericano para movilizar simpatizantes y reinventar el lenguaje político es lo que separa a Podemos de la victoria electoral.

Galder Peña
Galder
8 min readFeb 6, 2017

--

Durante varias décadas, los partidos políticos en España han disfrutado de vía libre para mantener posiciones eclécticas y hacer de la moderación una trinchera que les aseguraba protagonismo político por la simple inercia de aparecer continuamente en los medios de comunicación. Mantener un perfil bajo en lo que a reivindicaciones y exigencias se refiere fue incluso una estrategia recomendable tras 40 años de dictadura militar, cuando era imprescindible preservar la paz y el sistema democrático aún estaba en la fase de rodaje. Además, el modelo de comunicación no invitaba a realizar discursos altisonantes sino a adoptar posturas conciliadoras, sean reformistas o conservadoras, acordes a la fase política y económica del momento. Así, PP, PSOE y UCD se repartieron casi la totalidad del electorado sin mayor oposición durante la Transición y los años posteriores. La desinformación ocasionada por 40 años de adoctrinamiento, represión y sumisión, unido al desfase acumulado respecto a las sociedades más avanzadas de nuestro entorno, provocó que un mínimo avance en materia de derechos y libertades durante la Transición fuese suficiente para satisfacer a un país más preocupado de experimentar las ventajas de la democracia que del devenir político.

Nunca antes el juego político ha tenido las reglas que tiene en la actualidad. La globalización ya es un proceso culminado con éxito y la revolución tecnológica ha transformado la política como lo ha hecho con cualquier otra disciplina o ciencia. Uno de los elementos centrales de esta transformación radica en la metamorfosis de los procesos informativos, en cuanto los mass media tradicionales han perdido el monopolio informativo y esto ha lastrado su función de portavoces (y altavoces) del pensamiento único impuesto por la ideología dominante. Cualquier persona con acceso a Internet, argumentos convincentes (independientemente de su naturaleza y solidez) y dominio de las nuevas tecnologías tiene la posibilidad de crear y transmitir información a un público masivo. Así, surgen corrientes alternativas, en forma de nuevos diarios digitales o personas célebres, que contradicen la retórica de los medios tradicionales y ponen en cuestión los valores que estos transmiten, que a fin de cuentas son los que configuran la sociedad al constituir la manifestacion más pura del pensamiento de las élites. La información se está democratizando progresivamente y esto no solo afecta a la rentabilidad económica de los mass media, también destruye la doctrina del pensamiento único que, de manera incipiente, se agrieta y da lugar a nuevas formas de entender la relación de poderes y la propia democracia, en ocasiones muy alejadas del discurso moderado e insulso que ha sostenido durante décadas el turnismo sistemático entre PP y PSOE y entre sus homólogos europeos. Además, no es complicado apreciar que en un momento económico marcado por la frustración y el enfado hacia los poderes públicos, muchas de estas corrientes alternativas, las más peligrosas y nocivas, se alimenten de estos factores para introducir sus discursos xenófobos, autoritarios y caóticos, que no tienen por qué ser novedosos pero siempre son rompedores. El ejemplo más evidente podemos encontrarlo nuevamente en Donald Trump, todo un fenómeno político que surge bajo el amparo de medios digitales alternativos de muy marcada tendencia ideológica, como el famoso Breitbart, y ‘bloggers’ y locutores de radio muy polémicos de perfil ultraderechista que gozan de gran éxito e influencia en ciertos estados de EE.UU. Sin un ápice de experiencia política y valiéndose de un método comunicativo muy heterodoxo que hace tres legislaturas hubiese sacado de la carrera presidencial a cualquier candidato, Trump ha derribado obstáculos progresivamente con autoridad y ha demostrado, enfrentándose de manera directa y pública a la prensa tradicional, que sacando el máximo rendimiento de las fisuras del pensamiento único se puede hacer tambalear el sistema democrático más antiguo del mundo. Ha vencido una guerra contra el NY Times, el Washington Post y multitud de cadenas de televisión utilizando las redes sociales (tiene casi 25 millones de seguidores en Twitter), la ‘viralización’ de noticias falsas y la repetición incesante de consignas simples y soluciones concretas y tangibles. Es el fin de la mesura y la ambigüedad en la política estadounidense.

Como la depresión económica, las series de televisión o las cadenas de comida rápida, la nueva forma de hacer política se ha exportado a Europa con los mismos rasgos y con los mismos beneficiarios en gran parte del continente. La alt-right que entró en la escena política con el Tea Party y que Trump ha cultivado y expandido utilizando los nuevos métodos comunicativos no tiene ningún reparo a la hora de utilizar cualquier artimaña para sumar almas a su ‘neocruzada’ contra los Derechos Humanos y los valores morales. Independientemente del contenido y del fin, estos partidos están penetrando en el sistema gracias a que son capaces de persuadir y de movilizar, por lo que es innegable que dominan la comunicación, tanto el canal como el mensaje, entendiendo a la perfección las oportunidades que otorga la globalización y el avance tecnológico y exprimiendo sus potencialidades hasta asfixiar al resto de corrientes ideológicas que tratan de reivindicarse sin ser capaces siquiera de construir un discurso unitario o de abandonar el barco de la propaganda tradicional en pleno naufragio. Si en España aún se mantiene la estructura tradicional tanto en el aspecto político como en el comunicativo no es porque sea la más efectivo y la que más se ajusta a la idiosincrasia de la sociedad española, sino porque no ha nacido fuerza política capaz de plantear un verdadero cambio que suponga un desafío para el establishment. Si repasamos las incursiones externas más importantes en el Parlamento español desde que se generalizaron las nuevas tecnologías, solo nos encontramos con el malogrado UPyD, Ciudadanos y Podemos. Descartados los dos primeros por motivos evidentes (en ningún momento pretenden destruir o modificar el sistema sino que son creados por los mecanismos propagandísticos tradicionales para servir como muleta de PP y PSOE en tiempos de inestabilidad) tan solo nos queda el partido de Pablo Iglesias como posible fenómeno rupturista.

Cierto que pudo ser esa su intención inicial cuando se gestó en los pasillos de la Complutense, sin embargo, como en todo proyecto político, el objeto de análisis deben ser los hechos y el recorrido de Podemos dista mucho del de un partido renovador que pueda asaltar el Poder a corto plazo. Es evidente que no deberían imitar estrictamente el patrón que ha aupado a Donald Trump a la Casa Blanca principalmente porque la ideología y el ‘background’ del magnate son radicalmente distintos, pero será imposible no solo alcanzar el Poder, sino también confirmarse como partido mayoritario en la izquierda sin imitar el grueso de la estrategia comunicativa de Trump. No obstante, sería realmente injusto afirmar que Podemos lo ha hecho todo mal y que ha fracasado estrepitosamente en su tarea. Si bien no ha logrado su objetivo prioritario, ha sumado alrededor de un 20% del voto popular con un programa muy similar al de Izquierda Unida, que antes de nacer Podemos tan solo reunía un apoyo del 6%. No obstante, el impulso transformador se ha quedado a medio camino e incluso parece decaer progresivamente a medida que se prolonga el trabajo de Podemos en las Instituciones. Los ciudadanos comienzan a percibir que Podemos no es más que otro partido socialdemócrata destinado a recoger parte del descontento surgido por la indudable ‘derechización’ del PSOE. Muchos votantes que confiaron en Podemos para introducir un elemento rupturista ven, tras varios meses decepcionantes, que la realidad solo muestra un aire renovador similar al del PSOE de los primeros años de Felipe González y Zapatero.

Las claves del éxito de Trump no se observan en Podemos. Los de Pablo Iglesias juegan a convertirse en el nuevo PSOE olvidando que gran parte de sus votantes originales les apoyaron precisamente por oponerse rotundamente a la concepción de ‘política’ que han patentado PP y PSOE. Mientras Trump alcanza el Poder dando una patada al sistema putrefacto que le ha hecho multimillonario, en Podemos hacen malabares para aspirar a una hipotética transversalidad que solo deriva en indefiniciones y contradicciones. En lugar de fijar un ‘target’ al que dirigir sus discursos y propuestas, en Podemos han tratado de aglutinar una masa social configurada por distintas sensibilidades y clases sociales que no permite al partido forjar una identidad propia. Podríamos describir sin problema al prototipo de votante de Trump como un hombre blanco de más de 45 años, perteneciente a la clase trabajadora más castigada por la globalización y la crisis económica y muy preocupado por la seguridad nacional, pero no podríamos hacer lo propio con un votante de Podemos, organización que dice nacer ‘desde abajo’ para derrotar ‘a los de arriba’ y que en la práctica se sostiene gracias al voto de las rentas altas.

En lo relativo a la transmisión del mensaje las diferencias son abismales. Trump es simple, conciso y muy efectivo. Establece ciertas prioridades y se pronuncia sobre pocos temas (en la tercera semana de su presidencia sigue siendo un misterio su opinión real sobre el matrimonio homosexual, el aborto o el TTIP) aunque en aquellos que considera esenciales es absolutamente categórico y no admite matices. Ha sido capaz de convertir su arrogancia en una virtud señalando culpables en todo momento y tratando a sus rivales con desprecio para dividir aún más a la opinión pública. Podemos, sin embargo, parece tener miedo a la controversia. Invierte más tiempo en defenderse de acusaciones y dirimir conflictos internos que en conocer los problemas reales y proponer soluciones. Además, estas soluciones acostumbran a ser meras declaraciones de intenciones que no constituyen compromisos concretos, adoptando así el mismo comportamiento que ha provocado el descrédito masivo de los partidos tradicionales. El mensaje de Podemos es genérico, complejo y contradictorio (propone quitas en la deuda pública, aumento del gasto social y subida de los salarios sin explicar cómo hacer compatibles esas medidas con las directrices que emanan de la Unión Europea, entre otras muchas cosas), y está siempre condicionado por la narrativa impuesta desde los medios generalistas, que cumplen a la perfección su función de altavoces propagandísticos difundiendo aquellas informaciones que más le interesan al Poder y orientando la opinión pública de forma deliberada. A diferencia de Trump, Podemos es ciertamente incapaz de dirigir el debate mediante mecanismos alternativos (redes sociales, medios digitales…) y se limita a improvisar excusas que en última medida fortalecen las acusaciones y eternizan debates absurdos que Trump solucionaría a golpe de tweet o haciendo caso omiso. Asumir ciertas estrategias del presidente norteamericano no convierte automáticamente a Podemos en un partido fascista y xenófobo, como sí lo haría adoptar el contenido de su mensaje. Las innumerables taras políticas que acumula Trump no deben impedir una adecuada valoración de su habilidad como líder, comunicador y agitador profesional. Tan solo adquiriendo esas aptitudes y actuando con sinceridad y determinación podrá Podemos, o cualquier otra fuerza externa, gobernar el Estado y transformar la política.

Galder Peña, estudiante de Periodismo en la Universidad del País Vasco. Puedes leerme también en Twitter y en Blogspot.

--

--