Trump, Petry, Le Pen y la transformación necesaria de la izquierda

Los aparatos de la política tradicional se tambalean ante la mirada desconcertada de una izquierda inoperante

Galder Peña
Galder
8 min readNov 14, 2016

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‘Donald Trump no es la enfermedad, es el síntoma’ se repite como un mantra en la prensa internacional desde que el excéntrico multimillonario estadounidense derrotase, con cierta solvencia, al mesías del poder establecido. Incluso los clásicos dirigentes del Partido Republicano se echan las manos a la cabeza conscientes de haber proporcionado a Trump el trampolín necesario para penetrar el férreo sistema bipartidista que, hasta la fecha, dotaba de estabilidad política a un país tan importante para la sociedad internacional. No obstante, para hacer útil el trampolín era indispensable un fuerte impulso que le permitiera avanzar en su propósito sorteando los múltiples obstáculos que se amontonaban en el camino. La trayectoria de Trump, si bien asombrosamente rápida y exitosa, es similar en método y fin a la perseguida por el FN de Marine Le Pen, la AfD de Faulker Petry, el UKIP de Nigel Farage o incluso el M5S del cómico italiano Beppe Grillo. El equilibrio alcanzado por el turnismo sistemático de los partidos socialdemócratas y democristianos, sostenido durante décadas por una despreocupada y conformista clase media, se desmorona sin paliativos mientras racistas y ultranacionalistas se convierten en los nuevos referentes de la clase trabajadora. ¿Por qué recurrimos a estos movimientos para recuperar la soberanía popular secuestrada por la burocracia y las grandes corporaciones? ¿Cuál es el papel de la izquierda en este proceso de reconfiguración de valores y de transición hacia un nuevo equilibrio de poder?

Podríamos reducir el electorado de Donald Trump al retrato de un redneck sureño, miembro de la Asociación Nacional del Rifle y que malgasta las horas tocando canciones de Johnny Cash con el banjo mientras su mujer cose banderas confederadas a todas sus cazadoras vaqueras. También podemos excusarnos en que Clinton ha conseguido más votos que el candidato republicano, en que la abstención ha sido del 47% o incluso en que todos y cada uno de los 60 millones de estadounidenses que han optado por Trump han sido encandilados por un discurso utópico y grandilocuente que jamás se va a hacer efectivo. Podríamos seguir este discurso porque ya lo hacemos en las elecciones españolas, lo hicimos en las elecciones regionales alemanas y francesas, en el famoso ‘Brexit’ y también en el referéndum por la paz de Colombia. Suena coherente, simplifica la realidad y, sobre todo, nos exime de toda culpa a aquellos urbanitas profundamente progresistas que asistimos como meros espectadores al embuste colectivo perpetrado por la terrorífica secta del conservadurismo radical. Un análisis muy cómodo, pero absolutamente falso y peligroso. Nadie ha perdido la cabeza. Trump no es un descerebrado ni Le Pen ni Farage ni mucho menos el grueso de sus votantes. Los titiriteros del capitalismo amable no han vacilado a la hora de mover las cuerdas del sistema a su antojo, rompiendo sin la más mínima consideración el pacto tácito que pacifica la relación entre los ciudadanos rasos y la élite dirigente. Disfrutar de las ventajas del estado del bienestar es ya un privilegio incluso en países como Estados Unidos o Alemania, donde la tasa de desempleo es del 5% pero la precariedad y el sentimiento de exclusión son cada vez más comunes. Los ‘pobres’ de antaño conforman la ‘clase media’ de la actualidad, no precisamente por haber montado en el ansiado ascensor social, sino porque el piso de arriba se ha derrumbado en menos de una década de crisis económica. Esos peones afortunados del sistema a los que se conoce como ‘clases medias’ han financiado los desfases de aquellos que han jugado a ser dioses especulando con el dinero de los demás. Además, se ven obligados a soportar el circo humillante en el que se ha convertido el juego político, inundado por banalidades absurdas e irrelevantes que esconden y anulan por completo cualquier debate serio que pueda darse sobre aquello que los norteamericanos conocen como ‘issues’ y que simplemente hace referencia a los problemas reales y trascendentales a los que se enfrentan los ciudadanos en su vida cotidiana. A riesgo de provocar un infarto a los maestros de las redes sociales y del ‘nuevo periodismo’, es evidente que en una campaña electoral hay más personas preocupadas por las políticas de empleo, sanidad o educación que interesadas en el peinado de un aspirante a mandatario o en la vida personal del sobrino del vecino del alcalde de Tulsa. Precisamente este comportamiento ridículo y ofensivo de los medios de comunicación conlleva a la pérdida inmediata de prestigio y crédito como fuentes de información. ¿Nadie es capaz de entender por qué Donald Trump ha ganado unas elecciones con el 95% de los medios principales del país coaligados durante un año para sacarle de la carrera presidencial? Quizás si hubiese coleccionado editoriales alabando su figura y su buen hacer ni siquiera hubiese derrotado a Marco Rubio. Cuando se rompe el vínculo afectivo con el sistema, y los medios de comunicación son la columna propagandística del sistema, el ‘efecto boomerang’ es cuestión de tiempo.

Mientras se precipitan acontecimientos de esta naturaleza en un gran número de países del primer mundo, la izquierda vaga confusa por las campañas electorales sin convicción alguna ni destino conocido. Falta valentía para romper con la vieja socialdemocracia, a la que todavía hoy se considera compañera de viaje pese a que los ciudadanos no se cansan de señalarla como parte del sistema putrefacto que debe ser desinfectado de inmediato. Goza de un sólido consenso la extraña percepción de que se puede derrotar al sistema en alianza con uno de sus ejes más firmes o incluso formando parte del propio eje, tal y como demuestra el laborista Jeremy Corbyn haciendo malabares para convencer a la clase trabajadora británica de que el partido de Tony Blair y su famosa ‘tercera vía’ es el que va a liderar una nueva Europa más justa y digna. Sobran complejos y condescendencia. La ‘nueva izquierda’ invierte más tiempo en huir de etiquetas absurdas, dar explicaciones innecesarias y tratar de auto-definirse ideológicamente que en recorrer el país propagando un discurso revolucionario, sincero y fructífero. ¿Realmente la izquierda de oficina y smartphone cree que su estrategia comunicativa artificial es más apropiada que la de Trump cuando se acerca a los trabajadores de un condado rural de 855 habitantes? Todo para la gente pero sin la gente, porque en el mundo del big data para ganar unas elecciones hay que ser moderado y para no enfadar a los medios de comunicación (como sí fuese negativo hacerlo) hay que adoptar el discurso tolerado y hay que moverse únicamente en el debate banal que propone la política-espectáculo. Quedarse a medio camino entre la reforma y la nueva construcción es desconfiar en la capacidad de razonamiento y decisión de los ciudadanos que más sufren. Calcular las palabras y las propuestas dando por hecho que los trabajadores se van a dejar enterrar por el miedo infundido desde los medios de comunicación es un insulto que la extrema derecha, osada y convencida, aprovecha a la perfección. Bernie Sanders no dudó a la hora de avalar la candidatura de Clinton y hacer campaña a su favor, abogando por la unidad del Partido Demócrata y triturando las aspiraciones de una izquierda que tras despertar del letargo se dio de bruces con la maquinaria pesada del aparato Clinton. Por su parte, Trump no escatimó en ofensas hacia Mitt Romney, George Bush (padre e hijo) y cualquier líder político, periodista o celebridad que pasara por su cabeza en pleno mitin. ¿Quién ganó?

La extrema derecha ha entendido a la perfección la polarización ideológica y ha ayudado a alimentarla. Ha sabido proponer sin miedo en un escenario marcado por el eclecticismo, el hastío y la inacción. La izquierda ni siquiera es capaz de movilizar a la juventud crítica, que en plena era de la información masiva y asequible sigue presentando un porcentaje de acercamiento a las urnas realmente decepcionante. El abstencionismo cada vez es mayor porque la capacidad de despertar ilusión es nula. Tan solo la derecha más xenófoba y subversiva parece estar dispuesta a enfrentarse al complejo entramado de multinacionales, Organizaciones Internacionales y gobiernos irresponsables que acuerdan en despachos impenetrables asuntos básicos que deberían trasladarse a la ciudadanía. Incluso un magnate que durante décadas se ha beneficiado de la pocilga del sistema y se ha convertido en multimillonario actuando como mafioso y especulador es capaz de trasladar mejor este discurso que la izquierda tibia y acomplejada que aún confía en sacar rédito de una supuesta transversalidad que no gusta a casi nadie. Las personalidades y los partidos que aspira a suceder a la izquierda tradicional (que a estas alturas tiene mucho de tradicional y poco de izquierda) navega entre incoherencias que no es capaz de superar por falta de valor y autoestima. ¿Cómo se les explica a los electores que se van a potenciar los servicios públicos, se va a perseguir el fraude fiscal y se van a dignificar los sueldos y las pensiones mientras se defiende el proyecto que representa la Unión Europea y el compromiso de devolver una deuda pública que es absolutamente inabordable? La única izquierda alternativa que ha tomado el mando de un país de la UE es la formación griega Syriza y su incapacidad para resolver esta contradicción manifiesta, entre otras cosas, está pulverizando sus expectativas como partido político a medio plazo. No se le exige a la izquierda europea que rechace el capitalismo como forma de organización económica (sobre todo porque no se ha construido alternativa seria que pueda extinguirlo), simplemente que admita que la Unión Europea es un organismo programado para que el eje centroeuropeo asfixie a los países mediterráneos y, por tanto, ante la inviabilidad de que un solo país o un pequeño grupo de países periféricos promueva un cambio radical en el rumbo de la UE, no haya más remedio que abandonar esta asociación artificial y recuperar la soberanía nacional que lleva décadas secuestrada en Bruselas.

La izquierda necesita reflexionar y encontrar una vía que rompa de facto con las cadenas que le atan a la socialdemocracia incompetente que ha dado la espalda a la clase trabajadora en el momento más crítico. Jamás una izquierda convencida de sus valores hubiese permitido que, al mismo tiempo que la UE vulnera el derecho de asilo de forma tan evidente y estremecedora, la campaña del Brexit se convirtiera en una suerte de ‘todos contra la extrema derecha’, que centró sus demandas en la seguridad nacional y en el proteccionismo más radical mientra se apropiaba sin oposición alguna del euroescepticismo. El Brexit se hará efectivo en un par de años, el auge imparable de Le Pen en Francia, de Wilders en Holanda y de Petry en Alemania se confirmará en 2017 y Donald Trump tomará el mando de la mayor superpotencia del planeta en apenas un par de meses. El escenario es caótico, desesperante. Se han ganado el apoyo de los trabajadores y la izquierda no llegará a ningún lado sin ellos. Ya es hora de bajar al barro, a la vida real, y recuperarlos.

Galder Peña, estudiante de Periodismo en la Universidad del País Vasco. Puedes leerme también en Twitter y en Blogspot.

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