Notas sobre Jorge Ibargüengoitia y Octavio Paz

Este trabajo me valió el 1er lugar en la Categoría de Ensayo del XVIII Premio Filosofía y Letras (BUAP), allá por el 2017. Para evitar que se siga empolvando en los servidores de la nube, he decidió compartirlo aquí como la primera publicación de Gramatos, Revista de ensayos literarios. Aquí, espero, se refresque entre los ventarrones textuales que entran y salen por medio de esta ventana llamada Medium.

TESTIMONIO GRÁFICO DEL FESTEJO POR EL PREMIO EN EL YELAO, 24/10/17 (arriba a la izquierda, mi hermano, Ricardo, a la derecha, mi papá, Godofredo; abajo, a la izquierda, yo, a la derecha, mamá canguro, Pilar)

Del mitote

Hemos escuchado hasta el bostezo que Octavio El solitario Paz buscó rastrear lo mexicano dentro de su Laberinto. Que las pirámides aquí y allá, que los pachucos acullá, que la soledad superviviente, que la Pinche Chingada…

Es de admitirse que lo intentó hasta donde le dieron los pies. En ese paseo laberíntico nunca encontró el hilo —ni el negro ni el de Ariadna ni el rojo, menos el tricolor––, y así lo reconoce en la “Nota” que encabeza Posdata:

el mexicano no es una esencia sino una historia. (…) A mí me intrigaba (me intriga) no tanto el “carácter nacional” como lo que oculta ese carácter: aquello que está detrás de la máscara.

Pero lo que sí hizo fue tejer con las palabras. No puedo negar que Paz tenía estilo. Poesía hay en la soledad paciana. A solas es que pudo forjar la colosal Piedra de Sol, por mencionar sólo una pieza suya que lo constate. Aunque personalmente le prefiero la ensayística, pues allí lo siento con más plaza.

Con todo y mi inclinación a sus ensayos, le tengo que decir ciertas cositas. Lo que viene siendo faltarle el respeto, que mucha falta le hace. Hay que ser sinceros, puede que haya dedicado un capítulo a las fiestas mexicanas, pero él no hace ninguna en sus textos. Él es solemnidad, formalidad, cuando no etiqueta. No veo ni por asomo algún baile. Y eso es chocante.

En este sentido, ¿no dice mucho que Paz casi casi exilie la palabra “mitote” de su Laberinto? Pareciera que cuando por fin llega esa palabra a su madeja, se le cae de las manos para nunca rehilarse, y es lamentable, porque esa única vez da mucha luz a lo que está diciendo:

Nuestra Revolución es la otra cara de México, ignorada por la Reforma y humillada por la Dictadura. No la cara de la cortesía, el disimulo, la forma lograda a fuerza de mutilaciones y mentiras, sino el rostro brutal y resplandeciente de la fiesta y la muerte, del mitote y el balazo, de la feria y el amor, que es rapto y tiroteo.

¿No hemos escuchado decir, incluso por voz propia, que gustamos del mitote? ¿O sencillamente que somos bien pero bien mitoteros?

De acuerdo al Diccionario breve de mexicanismos de Guido Gómez de Silva, “mitote” proviene del náhuatl mitotiqui ‘danzante’, de itotia ‘bailar’, y tiene varias acepciones:

m. 1. Cierta danza indígena en que se bebía hasta embriagarse. || 2. Bulla, alboroto. || armar un mitote. loc. Causar un alboroto. Y por extensión al sustantivo “mitotero” le confiere dos sentidos: m. y f. 1. Amigo de diversiones. || 2. Quien provoca pendencias, buscapleitos.

Por mucho es que Paz en el capítulo “El desarrollo y otros espejismos” de Posdata arme un poquito de alboroto al criticar el modus operandi y modus vivendi priista. Nada más. Porque en el resto de estos tres títulos pacianos —El laberinto…, Posdata y Vuelta a El laberinto de la soledad – , todo está más bien serio y circunspecto.

Así, nuestro único Nobel le rehuye al mitote mexicano. Porque no se ríe, no baila, no se empeda, sino que es pura jeta. En sus palabras, él mismo no pela y ni siquiera se digna, al menos, polémicamente, de escupir directo “al rostro brutal de la fiesta y el mitote”. Si se animara a disparar el escupitajo, algo como lo que hizo José Emilio Pacheco en su “Alta Traición”, entraría al juego. Pero por ser tan modosito no le entra al quite. (Que conste que estoy hablando de sus ensayos, y no de su persona, aunque no se alejan demasiado los dos actuares.)

Dije que Paz nomás escribe en una ocasión la palabra “mitote”, y que, por mucho, sólo es uno, el de Posdata, el que monta: contra el organismo gubernamental unipartidista. Pero para mitoteros —tanto como danzarín ebrio, como alborotador, como buscapleitos– Ibargüengoitia ―literal― se pinta solo.

Hasta donde he leído de los textos periodísticos-ensayísticos de Ibargüengoitia no encontré tampoco escrita la palabra mitote. Pero él mejor lo saca a cuento. Así, Ibargüengoitia no te viene a hacer monografías del mitote, él te lo pone directo en la cara.

Se llama “Lucha desigual” el breve escrito ibargüengoitiano. En menos de tres páginas narra un relato que aún en más resumidas cuentas trata de lo siguiente: la voz narrativa que es la del protagonista cuenta que va al supermercado; entre las cosas que lleva, unos chamorritos de ternera para preparar un osso buco; cuando están pasando sus productos por la caja, un niño acompañado de su madre, en la caja adjunta, de buenas a primeras, toma los chamorritos y los pone en el bonche de cosas de su madre; nuestro protagonista en lugar de darle un manotazo o exigirle al niño lo que no es suyo, le arrebata la carne y la reintegra con su demás despensa. Entonces la madre del niño se enoja. Nuestro personaje principal pregunta por qué se ha enojado y ella le dice que es porque él se está propasando, porque que si ella fuera un hombre no tendría el valor de interrogarla. Por pereza de querer señalar que su pregunta no tenía nada de ofensiva, él decide, tragándose el enfado, retirarse del lugar. Nos dice que ella queda victoriosa. Tiempo después imagina diferentes resoluciones que hubiesen podido pasar en aquella situación. Si hubiera aparecido en la situación la violencia, hubiesen habido —reflexiona nuestro personaje – tres caminos: o él le da un puñetazo a ella y nadie interviene, o ella lo golpea a él primero y lo deja fuera de combate, o le pega sólo un golpe a ella y múltiples hombres del lugar intervienen en defensa de la señora y a él lo apalean de inmediato. En los tres casos imagina los titulares de los sucesos publicados en el periódico local, y en todos queda mal parado. Termina constando que le fue bien al final del día, “pero que no se liberen las mujeres, porque les doy un recto a la mandíbula” —nos confiesa al final del texto–.

En este relato, publicado en su momento como artículo en el periódico, hay que reconocer que se nos da a entender que el protagonista es el mismo Ibargüengoitia, pues gustaba de hacer ficción autobiográfica. Y con esto posibilita contar cosas no suntuosas, sino relatar posibles vivencias de personas de a pie. ¿Qué actividad más común y corriente que ir a hacer uno mismo las compras para la casa?

Por otro lado, considero relevante mencionar que este escrito dentro del libro donde está recopilado forma parte del capítulo nombrado “Las mujeres”, donde toca el tema de la liberación femenina en la sociedad mexicana. De principio hablar de estos tópicos en las décadas posteriores a los años sesentas puede significar alborotos, y más en Latinoamérica, ni se diga en un México posterior al 68.

En cuanto a la puesta en acción del mitote, quiero hacer hincapié en la reflexión a posteriori del personaje. Porque si bien en la narración existe un conato de bronca que es en el supermercado —con la reacción agresiva de la señora – , es la meditación posterior del protagonista acerca de los hechos lo que desarrolla los mitotes posibles: pleitos publicados en aquel diario imaginario.

La figuración de ver en la prensa imaginaria noticias como: “energúmeno golpea a una dama” o “quiso golpear a una mujer, pero ella lo descontó” o “un orate quiso golpear a una dama, pero lograron dominarlo entre varios” son ejemplos de mitotes, sin lugar a dudas. Pero al no hacerlo en la realidad del relato, y sólo proponerlo mentalmente conecta con el mitotero mexicano que todos llevamos dentro. En otras palabras, se relaciona con el buscapleitos en el que podemos transformarnos en cualquier momento por una simpleza como un hurto infantil y unos malos modos maternos.

Gracias a lo dicho, entre otros detalles, es que Ibargüengoitia permite al mitote entendido como pleito, transmutarse en mitote, ahora entendido como danza ebria. ¿Y no resulta ser la imaginación eso, un baile embrutecido?

Hay más identificación de un mexicano cualquiera en un encontronazo supermercantil, que en una tal Chingada Mítica.

Por último, la cuestión sobre la liberación de las mujeres. Habría que ser prudentes y no caer luego luego en la práctica de una lectura fundamentalista donde se toma todo al pie y cuerpo completo de la letra. Es cierto que dice algo como “cuidado con que se liberen las mujeres, porque de ser así les daré un golpe digno de pugilista en la boca”. Pero habría que ser, digamos, un poco lentos, para creer que lo haría en la realidad. Si ni siquiera como personaje de su propio cuento agredió de ninguna manera, donde cualquier otro escritor en un dejo de narcisismo se podría dibujar como le venga en gana, ¿creen que un Ibargüengoitia de carne y hueso andaría propinando golpizas a toda la clientela del lugar?

Honestamente pienso que no. Porque si eres alguien que se toma la molestia de componer un relato donde tú mismo como personaje te tomas la libertad a su vez de imaginar distintos desenlaces de situaciones problemáticas, es más probable que en la realidad cotidiana decidieras mejor escribirlo o platicarlo o de plano cerrar el pico al respecto.

Entonces podemos o tomarlo metafóricamente aludiendo que dicho “recto a la mandíbula” sería una crítica mordaz a las falacias utilizadas por algunas mujeres o dar por hecho un Ibargüengoitia como personaje —dentro o fuera del papel – represor de señoras y muchachas a diestra y siniestra.

La enseñanza del arriero

Después me dijo un arriero

Que no hay que llegar primero

Pero hay que saber llegar.

José Alfredo Jiménez Sandoval

La cuestión es que la sabiduría de los arrieros es maciza.

Ensanchemos el camino. ¿Qué es un arriero? Es aquella persona se le mete entre las patas la palabra “arre”. Así, un arriero estimula, aviva, continúa el caminar. Lo mismo apresura sus zancadas como las de sus animales de carga. Y aun con esa responsabilidad, no se le cuatrapatean los pies.

Un arriero es sinónimo de movimiento. Y del movimiento específicamente conjugado, con maña y aguante. Atributos solamente ganados con el recorrer de los años andando. En suma, experiencia asoleada, marchante, siempre sedienta.

En materia, si un arriero te confiesa alguna exactitud, puedes confiar en él, al menos, y no es poca cosa, porque sabes de antemano que ha andado muchísimo y sigue en pie, literalmente.

No hay que llegar primero/ Pero hay que saber llegar, entonces, nos dice el arriero, y tiene de pies a cabeza razones para decirlo.

En general, podemos tomar a estos versos como una atenta invitación a dejar de ponernos el pie a nosotros mismos creyendo en tiempos límites de entrega y desarrollo. Porque la escuela y el trabajo nos han instalado esa creencia: si te tardas de más, ya no sirve lo que sea que hagas. Pero a veces perder el tiempo no necesariamente es perder el tiempo. A menudo en ese perder el tiempo uno aprende a arrearse a sí mismo. Pero tampoco intento extrapolarlo todo. Caer en un inutilismo total y eterno tampoco es la respuesta.

Pero también lo dicho por aquel arriero puede ser un mensaje a los artistas. Un mensaje de doble cara: un lado dice que no por estar primero eres automáticamente mejor; el otro lado, que no por llegar segundo eres peor. En las artes, aquel que es primero en tiempo, no siempre es primero en derecho. En palabras más cercanas, ni eres necesariamente el más chingón por saberle antes, ni estás jodido para siempre si llegas después a machetearle.

Arre con los ejemplos

Por ejemplo, no porque Octavio Paz haya disertado antes sobre lo mexicano en contrapunto con lo estadounidense quiere decir que lo haya realizado forzosamente mejor que Jorge Ibargüengoitia, quien lo haría luego.

Hagámoslo explícito. En 1950 Octavio publica su Laberinto…, y el primer subtítulo dentro de éste es “El pachuco y otros extremos”. Allí será donde, entre taciturno y apesadumbrado, pero sobre todo encasquetado de gravedad, recupera las palabras de una amiga suya acerca de la belleza de Berkeley:

Sí, esto es muy hermoso —concede su amiga – , pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros hablan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma?

Sin duda, Octavio, al traer a cuento la opinión de su amiga, reabre la gran herida de Babel, motivo por demás literario. El entendimiento dentro de una sola lengua edifica, y esto no le gustó para nada a Yahvé y dijo – o dicen que dijo, más bien, en el Génesis, capítulo 11, versículo 1 al 9–:

Veo que todos forman un solo pueblo y tienen una misma lengua. Si esto va adelante, nada les impedirá desde ahora que consigan todo lo que se propongan. Pues bien, bajemos y confundamos ahí mismo su lengua, de modo que no se entiendan los unos a los otros.

La amiga de Octavio y Paz mismo parecen dejar de lado la existencia de la traducción, en toda(s) la(s) expresión(es) de la(s) palabra(s).

Mayra Luna, en el ensayo “Traducirme (y sus contraducciones)”, subraya que

ir y venir en los idiomas es indagar el sitio menos cómodo de la escritura. Ese lugar nunca familiar. Colocarse en los límites implica la renuncia a pertenecer. Pero sólo aquello que indaga las orillas consigue mutar.

Esta incomodidad terca sumada a la sensación de que somos/estamos nosotros desheredados históricamente, es lo que origina la soledad mexicana de Paz. Es una comezón insoportable para el único Premio Nobel literario de México, pues le frustra, le hace ponerse serio, le hace fruncir el ceño, y se la-m(i)enta así.

No transforma su angustia, sino en más angustia. Asentada en sendos escritos. Bonita, estética, sublime —por qué no–, pero siempre con el riesgo de hacer excesivo el abatimiento, tanto que fastidie, con el peligro de secársele la ámpula y oxidarse como los héroes nacionales que ahora parecen no ser más que los nombres de las calles.

Jorge Ibargüengoitia, Carta de Washington, capítulo 5, fragmento:

Las palabras fundamentales del idioma inglés son las que usa la ciudad para hablarles a sus habitantes: Camine, no camine, entre, salga, empuje, tire, apriete el botón, jale la palanca, deposite una moneda, ponga la basura aquí, no fume, keep off —que en buen español quiere decir «lárguese»–, no holgazanee, hombres, mujeres, —que son letreros que encuentra uno después de haber pasado por otro que dice: «cuartos de descanso», «lavatorio» o «¡salón de vagancia!» – , en caso de incendio tire de esta manija, etc.

A quien no conoce el equivalente de estas palabras en inglés más le valiera no haber venido a Washington. Está en peligro de hacer ridículos tan grandes como el de ser atropellado por un coche, o tan pequeños como quedarse atorado en un puerta eléctrica o encerrado en un sótano.

Como indican las palabras fundamentales que apunté más arriba, la ciudad es autoritaria y no admite titubeos. (…) Los primeros días, debo confesar, a pesar de tener enfrente el letrero «camine», cruzaba la calle volteando para todos lados, por temor de que entre los conductores de vehículos se encontrara algún mexicano al que se le ocurriera pasarse el alto. Pero ahora, como todos los demás habitantes de esta ciudad, tengo fe en los semáforos, en el orden y en la disciplina de los conductores de vehículos.

El orden, que es una de las razones por las que Estados Unidos han llegado a ser el país más próspero del mundo, es también la causa de que los norteamericanos hagan tanto turismo. El orden es conveniente, pero es aburridísimo. Le afecta a uno los nervios a tal grado que acaba uno durmiendo diez horas. A esto se debe que a las nueve de la noche el grueso de la población esté en sus respectivas casas, descansando y preparándose para trabajar al día siguiente.

Lo que en Paz es una comezón insufrible, en Ibargüengoitia es un cosquilleo. Si Paz no entrevió la traductibilidad, Ibargüengoitia la puso en práctica.

Sucede desde lo más sutil, dentro del nivel discursivo de la amiga de Paz, es decir, que consiguientemente todo está en inglés en el gabacho. Pero en este horizonte, entra Ibargüengoitia con una traducción tropicalizada: “keep off —que en buen español quiere decir «lárguese»–”.

Alguien por supuesto, al leer la línea de pensamientos previa, podría repelar que este paréntesis no da nada provechoso, lo cual es cierto, si y sólo si nos quedamos en el nivel de la amiga de Paz, o sea, el básico.

Porque bien es cierto que realizar una traducción es como andar surcando un océano de indeterminación. Y el mareo puede asaltarnos ya sea por estribor o babor o desde la proa o en la popa, o peor aún, desde todos los puntos cardinales y a toda hora. Porque uno en esto no lleva más brújula que la intuición, algún diccionario y la memoria de la lengua materna. Poca comida y harta sed. Y por minúsculo o tremendo que se imagine, navegando sobre él, el mar siempre hará menos al deshidratado humano. En suma, es posible rumiar que traducir se siente como un siniestro en altamar.

Pero la confusión, pariente de la ebriedad, también puede socorrernos, incluso en una lengua como el inglés, que es un charco tan pretencioso. Y avivar un recorrido que luego de consumado parezca una pequeñez, y que justamente sea una pequeñez, como el asunto de poner en español keep off como un «lárguese». Seguramente en la mente del pirata ibargüengoitiano pasaron nubes de traducciones tales como “no pisar” o “prohibido pasar” o “no entrar” o “mantenerse alejado”… Pero un “lárguese”, significa más para el lector, ya sea por la jerga marítima —una nave se larga y a la vez, al partir, se alarga, se amplía, pues deja el puerto y se transforma vertiginosamente en la única tierra a la redonda–; o ya sea por la idea general de “hacerse largo” que contiene el verbo. Y esa palabra traducida además se siguió de largo para ahora tocarnos a cada uno de nosotros, los lectores mexicanos.

Todo este recorrido náutico, apasionado, es al que renuncian la amiga y el poeta mexicano. Pero Jorge Ibargüengoitia, repito, se marea, de lengua a lengua, de lago a lago, traviesamente. Y acomete la traducción.

Luego de la colocación del “lárguese”, vincula la presencia de todas esas señaléticas con los mandatos que significan en inglés. Salta hacia otro nivel, aquel donde los textos tienen incidencia en la sociedad. Es un razonamiento simple el que toca ahora: si todos los letreros te están ordenando, desde que los puedes leer, es de esperarse que la mayoría de gringos que los sigue no repele y, al contrario, sean dominado. La lengua materna —el inglés para los gringos en cuestión– aquí les da un navajazo trapero por la espalda.

El lugar incómodo, aquel que señala Mayra Luna, que es traducir también lo habitaba Ibargüengoitia con el miedo que sentía en sus primeras jornadas en Washington: no vaya siendo que saliera de entre las calles un mexicano que no sabe de las reglas semafóricas.

Pero la seducción de una lengua en su entorno natural es irresistible, e incluso el mismo Ibargüengoitia cedió ante los encantamientos del inglés, confiándole literalmente sus pasos cruzando la calle.

Aunque no fue por mucho tiempo, porque, ineludiblemente foráneo, se percató de lo que acarrea la disciplina gringa: a la par, mejoría y tedio. Resolviendo, acto seguido, la razón de por qué vemos por nuestros zócalos y playas, por ejemplo, tantos y tan a menudo, estadounidenses de viaje. Si prefieren turistear en los Méxicos es porque siempre han tenido más utilidades que nosotros, y asimismo por lo tedioso que resulta ser su lugar de origen.

Sin pertenecer a Washington, incómoda y navalmente, es que supimos traducir letreros y leer en ellos los dispositivos de ideológicos de dominio del país vecino, pero sobre todo, lo hicimos con pitorreo hacia esa potencia que son los gringos, lo realizamos ibargüengoitianamente, y no paz-íficamente.

La (des)gracia de la traducción paciana o un contraejemplo

Octavio Paz en alguna parte de El Laberinto de la soledad dice: “Dime cómo mueres y te diré quién eres”. Estas palabras son confianzudas, porque brotan de una sustitución. Incluso son tercas, por ser impostoras. Se visten, perfuman y caminan como un catrín. Con presunciones y fáciles movimientos. Pero son palabras pordioseras, son homeless words.

Paz sustituye “con quién andas” por “cómo mueres” y es un cambio que nos parece natural, pues intuimos factible que antes de morir pasa nuestra vida, como un carrete, ante nuestros ojos. En Your whole life —el mayor e único blockbuster inalienable – tú eres cámaras, director, guionista, maquillista, productor, diseñador, editor, asistente, actor y aguador incluso. Tomando en cuenta tus incursiones, sorpresivamente lo que más vivo está no es lo que registra la cámara, ni el guión, ni nadie. Lo que está más vivo eres tú en calidad de espectador de esa misma película: tu película. Tú viéndote pasar de largo en la pantalla sentado en este cine macabro.

Pero la gracia de la sustitución de Paz reside en que la noción de compañía —“con quién andas” – también funciona simultáneamente. ¿Por qué? Porque las películas por más centradas que estén en el personaje protagonista, tienen papeles secundarios, subtramas. Así, hay una simultánea petición de confesarse: “dime con quién andas/cómo mueres y te diré quién eres”. Allí reside su carácter de engaño: porque está sobrepuesta tanto la compañía como la muerte, ambas trabajan, pero Paz nos quiso hacer creer que solamente una funciona.

La ambigüedad es la madre de la impostura. La impostura es hermana de la parodia. Son mellizas. Todo gesto, expresión y acto es un equívoco. Las relaciones que se articulan con anfibologías, por tanto, son la piedra angular de la indeterminación.

En un libro alguna vez leí que Sigmund Freud no inventa nada en el psicoanálisis, sino que exclusivamente bautiza. Lo que el austriaco entrevió en las mentes, lo terminará traspasando en palabras. Las imágenes las remoja en el caldo de los nombres. Freud es un copista, aquel que traduce de los sueños a las palabras. Traduttore, traditore.

Octavio Paz tradujo, en el sentido de sustitución, en este caso, una parte del dicho popular. Y aunque él lo sigue sintiendo como una pérdida, puede ser que su reemplazo en la frase diera algo más de lo que cree, pero no lo supo ver en su momento. Lástima aquí por el solitario Octavio que tuvo mucho de Don, pero poco de Quijote.

Ofenderse bien o llevársela en Paz

A mí me parece excelente que las groserías estén siempre a la mano de todo mundo, o más bien, a pedir de boca.

Los clásicos como “chinga tu madre” o “vete a la chingada”, por decirlo rápidamente, son eso: clásicos. Y revisitarlos no viene mal. Tal cual cuando uno se pone a releer El Quijote o Pedro Páramo, donde seguramente se sentirán cositas frescas.

Octavio Paz explica las groserías en su capítulo “Los hijos de la Malinche”. Te las da peladitas y en la boca, espulgándolas. Que el verbo chingar es básicamente “hacer violencia sobre otro”; que la Chingada es “ante todo, la Madre. No una madre de carne y hueso, sino una figura mítica…”

Mientras leía esas aclaraciones de Paz, le agradecía, porque no hay que pecar de ignorancia en rastreos históricos, sociológicos y antropológicos, mucho menos en los orígenes de las palabrotas. El conocimiento es poder.

Pero en esto de las insolencias, Ibargüengoitia arriba dos décadas después, y con la sabiduría del arriero en su andar.

En el 15 de mayo de 1970 publica en el Excélsior un ensayito de los que acostumbraba en ese periódico. Un título que dice así: “Insultos modernos. Reflexiones sobre un arte en decadencia”. De esta manera es que llega la opinión ibargüengoitiana sobre las groserías.

Ibargüengoitia nos recuerda lo elemental respecto al empleo de las groserías:

el que insulta y falla está perdido; más le valiera no haber insultado.

Más allá de mitos de la Chingada, hace referencia a la función de las malas palabras, porque bien es cierto que podemos verlas como lugares míticos o fundacionales, pero deben de sernos fructíferas también en las expresiones del día a día.

No hace metafísica de las palabrotas, porque ni siquiera las menciona explícitamente.

Lo que sí nos lanza Ibargüengoitia es un exhorto:

Insultos que no tienen nada que ver con la realidad, que son automáticos, que conducen a un impasse, que no hacen mella y que no dan autoridad, debe ser desechados y sustituidos por nuevos insultos —de los que trataré en fecha próxima– que aunque resulten más laboriosos sean más eficaces.

(Hasta ahora no he encontrado el texto donde extienda una nueva camada de palabrotas, lo cual podría verse como una desgracia. Pero eso no es ni por asomo un asunto lamentable, al contrario, pues nos permite actuar por cuenta propia, con la creatividad por delante, en la acuñación de futuras injurias, más exquisitas y excitantes.)

Quiero reformular la invitación ibargüengoitiana en otros términos: una grosería sería como una mamada. Sería así por lo siguiente: retumba todavía muchísimo en las cabezas la creencia, cuando no mandamiento, de que tener sexo debiera ser únicamente con el fin último de la perpetuación de la especie —sabemos de dónde viene esa acartonada y religiosa idea––. Pero resulta que también se puede tener interacción sexual desatendiendo al objetivo del linaje, con intervención de otras partes del cuerpo. Entre ellas, una interesante: la boca, que igual puede refundir algunos fellatios o algunos cunnilingus. De este modo, al poner los labios, con todo y la lengua y salivita a trabajar, hablamos de un nuevo objetivo: engendrar ahora no otro humanito, sino abiertamente placer al otro participante. Finalmente, así, una mamada es una sustitución de metas, una metáfora. Pasamos de crear embarazos a proliferar delicias. Pero hay que ser sinceros, no todo mundo tiene la destreza desarrollada ni para hacer metáforas —que no sean lugares comunes– y, menos aún, la pericia adquirida para acometer mamadas que sean satisfactorias. Entonces, de lo que se trata es de ponerse a practicar, de poner manos (y labios y axilas y lo que se quiera) a la obra. Porque, de nuevo, hay que ser honestos, si el motivo principal —siguiendo la creencia oxidada– de coger es dejar descendencia, siendo ese el lugar más común del sexo, pues entonces, es justo y necesario improvisar al hacer mamadas, parodias, sátiras, sino ironías en y del acto sexual.

Echémosle más ganitas a las groserías, buscando, más allá de desciframientos o fundaciones mitológicas, provocar más y mejor al que tenemos enfrente, como cuando se consigue una buena mamada.

28 de julio de 2017, Puebla.

Entre los libros que ayudaron a ensayar lo anterior, destaco los siguientes:

Gómez, Guido. Diccionario breve de mexicanismos. México: Academia Mexicana – Fondo de Cultura Económica. 2001. PDF.

Ibargüengoitia, Jorge. “Insultos modernos. Reflexiones sobre un arte en decadencia”. Instrucciones para vivir en México. México: Booket. 2015. 108–110. Impreso.

Ibargüengoitia, Jorge. “Carta a Washington”. Viajes en la América ignota. México: Booket. 2016. 104–118. Impreso.

Ibargüengoitia, Jorge. “Lucha desigual”. Sálvese quien pueda. México: Booket. 2017. 22–24. Impreso.

La biblia. Madrid: San Pablo – Editorial Verbo Divino. 2004. Impreso.

Luna, Mayra. “Traducirme (y sus contraducciones)”. Contraensayo. Antología de ensayo mexicano actual. Coord. Uribe, Álvaro. Sel. y Pr. Abenshushan, Vivian. México: Universidad Nacional Autónoma de México. 2012. 43–47. PDF.

Pacheco, José Emilio. “Alta Traición”. No me preguntes cómo pasa el tiempo. (Poemas, 1964–1968). México: Joaquín Mortiz. 1969. 28. PDF.

Paz, Octavio. El laberinto de la soledad, Posdata y Vuelta a El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica. 2010. Impreso

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Javier Norberto Muñoz Palacios
Gramatos, Revista de ensayos literarios

Esto es @masomenoz literatura, es decir, desde ensayos hasta traducciones y también cuentos y crónicas.