Yo catalán no entiendo

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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9 min readAug 8, 2020
© Caro Mattos

Como quien termina la facultad — o la abandona — y al entrar a su casa se da cuenta de que hace años que convive con pilas de cuadernos, fotocopias del CEFyL, desgrabaciones de teóricos, algún que otro libro, algunos en cajas de cartón rotuladas, otros en montones abajo de la cama, muchos en estanterías al borde del colapso, desde que me gradué de la tristeza — o la abandoné — me dediqué a ordenar.

Egresar de una carrera universitaria, o darla por terminada en cierto punto, dista mucho de la idea de haber aprendido todo, es radicalmente lo opuesto, se aprende todo lo que no se sabe. Una profesora de Filosofía Medieval que tuve decía que la universidad es solo la llave de la biblioteca.

Todos los días vuelvo a revisar mi ropero y extraigo alguna prenda para regalar. Regalé una pila de libros juntados en la calle durante estos casi tres años de residencia en Barcelona, esas ediciones viejas con letra chiquita y traducciones espantosas que, mintiéndose a una misma, una junta y realmente jamás va a leer: Los viajes de Gulliver, Cuentos de Chejov, Robinson Crusoe, El Astillero

Releí mis cuadernos, algunos de hace 9 años, con la intención de quemarlos y quedé pasmada al confirmar que los ítems en las listas de tareas para hacer eran los mismos que me escribo hoy: permitir la aparición o ausencia del deseo del otro, controlar la laboriosidad en las relaciones, tomar posición, decidir, abandonar los espacios cómodos que me están quedando chicos, tomar agua…

Quiero decir, ¿hace cuántos años que tengo problemas para tomar agua?

Parte de este repaso exhaustivo, implica revisar los textos que escribí en los últimos meses. Pienso en cómo mi vida se ha ido filtrado en mi escritura y la ha cambiado. Hace un tiempo empecé a pasar en limpio una gran cantidad de historias recuperadas de mi pasado. Ese era el plan: crónicas de los viajes que hice. Jamás imaginé que iba a terminar escribiendo en vivo y en directo esta crónica de un viaje personal que en lugar de dar la vuelta al mundo, se va desplazando por cada una de mis geografías más íntimas.

Para escribir, para estar lista necesito sentir que tengo algo para decir, que entendí algo, y a veces ese proceso me lleva más tiempo que otras porque es tremendamente intenso e implica esperar a que se haga de noche en el bosque que me habita y atravesarlo sin linterna confiando en que en algún momento los ojos se acostumbran a la oscuridad y se empiezan a delinear las formas delante de una.

Hace un año arranqué de la cumbre más árida y más pelada del Montserrat y a plena luz del sol una planta de orégano. Todo el sendero iba bordeado de orégano, romero, espino, enebro, tomillo, era una maravilla ver a esas plantas afuera de macetas y sin podar, eran los romeros más salvajes que vi en mi vida y los oréganos más fornidos, eran un espectáculo de irreverencia aromática y pinchuda.

Al llegar a casa planté mi orégano en una maceta en el balcón y prendió, hasta dio unas flores violetas super chiquitas que yo disfrutaba mirando desde la ventana. Cuando en noviembre me fui a Argentina le encomendé mi orégano a los dioses y sin darle muchas más explicaciones acerca de por qué lo abandonaba así, me fui.

Volví a Barcelona en abril y mi orégano sobrevivía. Pero tenía hongos en las hojas. Mi hermano Julián lo podó, le mejoró la tierra como pudo y el orégano comenzó a dar muestras de salud.

Un día mirando el orégano en su lucha cotidiana por la vida me di cuenta de que lo que necesitaba era sol. Inspeccioné los otros balcones de la casa y decidí que lo mejor para él era vivir en el balcón de Marzia que da a la ochava. Mudé la maceta y día a día el orégano crece en el rincón del balcón más parecido a la cumbre del cerro Montserrat que encontré.

Cuando vivía en otra casa en Barcelona, con otras personas, había una compañera de piso a la que cada tanto le daban arranques de orden y decoración, y cambiaba todo de lugar, incluidas las plantas. De pronto te encontrabas con los cactus en una mesita en el rincón más oscuro del pasillo y las plantas de interior acomodaditas en el balcón y a ella rozagante: “Quedan lindas así, ¿no?” Al principio yo intentaba algún comentario como: “Me parece que es demasiado sol directo para esa” o “quizás a esa palmerita no le gusta estar colgada” o “regué las plantas del balcón” pero mi compañera de piso se tomaba esos comentarios como algo personal, como si yo le estuviera diciendo “no sabés nada de plantas” y eso fuera algo terrible. Así que por el bien de la convivencia humana abandoné al reino vegetal a su suerte.

Cuando, al verme pasar cerca, las plantas me gritaban “una mica d’aigua si us plau”, yo les decía “ah no, yo catalán no entiendo”. Las trataba igual que me trataban a mí los clientes en los bares en que trabajaba, que cuando me acercaba a la mesa y les explicaba que era nueva, que aún no entendía el idioma, pero que lo iba a aprender, seguían hablándome en catalán como si nada, como diciendo “nosotros hablamos así, si entendés bien y si no, también”, o hacían comentarios entre ellos que yo no lograba descifrar pero me daba cuenta de que hablaban de mí, me hacían chistes en catalán y mientras todos se reían yo los miraba con tristeza. Y después iba y me desquitaba en casa con el potus catalán: “Al 99% de los potus del mundo nadie los riega tampoco, así que no te creas tan especial”. Así, mi compañera con un asombro que jamás se extinguía, seguía tirando a la basura cactus podridos y potus desecados y yo me moría de angustia.

Lo que todas estas plantas me enseñaron de mí misma es que tengo una gran capacidad de observación. No es un don innato, es algo que me enseñaron de chiquita: “Mirá con atención y vas a aprender”. Hace poco le contaba en un correo a una amiga que la segunda cosa que disfruto más en Barcelona (la primera es juntar ropa tirada en la calle) es acostarme en un parque o en la playa a mirar cómo las gaviotas sobrevuelan sobre mí. Hay algunas horas particulares del día en que la luz que se refleja en sus panzas me hace acordar a la pancita redonda y cálida de Roma casi recién nacida, enfundada en uno de esos conjuntitos de algodón blanco y suave. Cada vez que presiento que pasará volando por encima mio una gaviota me da un mínimo vértigo de alegría, de anticipación, como el de una nena que sabe que viene su parte preferida en el cuento que le están leyendo. ¡Ahí viene! Entonces la gaviota, generosa, expone toda su panza de plumas blancas y mi mano apoyada en el pasto recupera un instante la tibieza y lo redondo en la palma de la mano y siento paz.

Tengo una amiga que es segunda generación de japoneses en argentina y entre varias cosas que tenemos en común, su papá al igual que mi abuelo Cholo es floricultor y desde hace meses que cada tanto intercambiamos correos con breves anécdotas o historias familiares o reflexiones. Cuando le conté sobre las gaviotas respondió que ella también les miraba las panzas y que hubiera pensado que era la única. Pero lo que me impactó más fue lo siguiente:

“La observación es el “core” del shintoismo, quizás ya lo sabías y te estoy diciendo algo re-obvio. Mi viejo dice que desde el día en que nacimos los hijos nos viene enseñando shintoismo: mirar las plantas y los animales, observar la naturaleza y no contradecirla es practicar la religión. Cuando agarro los palitos para comer, mirando a los adultos y aprendiendo despacio desde la observación, estoy ejerciendo la religión shintoísta”.

Miré el balcón, la ausencia del orégano y me dije: “Guadalupe, una persona tan inteligente como vos, que al mirar el orégano entiende que necesita sol, que mirando volar a las gaviotas percibe los cambios en las corrientes de aire y mirando el color de las verduras en la sartén puede saber si ya están a punto o si les falta sal. ¿Cómo puede ser que seas tan ciega frente a las personas?” La respuesta me la dio un señor japonés que sobrevivió la Segunda Guerra Mundial comiendo una papa por día y después se mudó a Argentina para ser floricultor y tuvo una hija genial que ahora es mi amiga: observar la naturaleza y no contradecirla es practicar la religión.

Las personas somos parte de la naturaleza, y si yo jamás osaría contradecir a un orégano que me está diciendo “no me gusta tu balcón, quiero otro con más sol” (no hay mucho que decir para persuadir a un orégano), ¿por qué no veo? ¿Por qué no escucho a las personas? ¿Por qué no puedo aceptar que a veces una persona que dice que te quiere te está tratando mal? Es simple, no se trata solo de ver y escuchar, se trata de aceptar lo que se ve y lo que se escucha. Porque al final ¿Qué sentido tiene insistir? Insistir es el calentamiento global. Soy a las personas y a mi misma lo que mi ex compañera de piso era a los potus y los cactus. Así se me pudren, se me resecan amores y amistades. Y yo misma ¡tan sorprendida!

O como decía mi amigo Marco este verano en Bariloche en un rapto de fascinación consigo mismo y la revelación a la que había llegado: “No nos vemos, negrita. ¡No nos vemos a nosotros mismos! Somos lo más cercano que tenemos y no nos vemos”. Le daba un sorbo al mate abría grandes los ojos y repetía: “¡No nos vemos!”

Esta mañana amanecí, como todas desde hace un tiempo, con un tapón de goma en cada oreja, un antifaz a lo Holly Golightly pero sin glamour y un pedazo de plástico adentro de la boca para no partirme los dientes mientras duermo. A medida que me quitaba todas estas prótesis que componen mi cápsula espacial nocturna me vi a mi misma: atrofiada, aislada, resistiendo. En el balcón equivocado.

Soy una guerrera, siempre lo fui, y como guerrera tengo un gran defecto, uno que hace peligrar mi supervivencia: no sé cuándo dar por terminada una batalla. Yo resisto en pie de lucha, con lo mínimo indispensable, me adapto a cualquier balcón.

Pero hoy, mirando en el espejo la deformidad en la que me convertí, con mis orejas naranja flúor y la sonrisa de plástico transparente, hoy decidí mandarme mudar de Barcelona. ¿A dónde?

A donde no necesite taparme los oídos, a donde simplemente me guste lo que vea. Donde no tenga que hacer tanta fuerza para vivir.

Hablen con sus plantas, tengan dudas, remuévanle la tierra a las cosas que dan por sentadas, encuentren todas las excusas posibles para sonreir: perros, bebes en cochecitos, gaviotas, una ducha de agua fría que los despierte de golpe y los haga dar grititos como niños que se mojan con una manguera, la funda de la almohada fresca en la nuca, un buen sanguche.

Acerca de la ilustradora

Carolina Verónica Mattos (Buenos Aires, 1988) Pensó en estudiar arquitectura, pero terminó realizando una seguidilla de cursos y talleres
pasando por fotografía, bartender, profesorado de yoga…hasta llegar a la carrera de escenografía donde encontró su pasión por el teatro, el dibujo y la realización. En 2016 se mudó a Barcelona donde realizó cursos de Arduino, Arte digital interactivo, grabado y bordado, y donde comenzó a dedicarse más a la ilustración, explorando diferentes materiales y técnicas como el collage
y el dibujo digital. Participó como asistenta de dirección de arte del Cortometraje “El comité” de Pablo Pinedo y realizó junto a Corina Herrán la dirección de arte del videoclip “Teloia” de la banda donostiarra Liher, videoclip que formó parte de la selección oficial del UFA Youth Short Film Festival (Rusia 2020). Actualmente vive en Vitoria, País Vasco donde toma clases de cerámica, dicta talleres de bordado e ilustración.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.