Al olivo, al olivo…

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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7 min readDec 26, 2020
@elianadibuja

Me separé un miércoles a la noche en uno de esos bodegones de toda la vida que ahora atienden los chinos en Barcelona a dos esquinas de mi casa. Digo “me separé” y no “nos separamos” porque en realidad nunca habíamos estado juntos: durante dos años nos habíamos reído al mismo tiempo de los mismos chistes y bailamos uno al lado del otro en los mismos lugares la misma música, dormimos en la misma cama, viajamos en asientos consecutivos en buses y aviones y trenes y nuestros cuerpos al tocarse sintieron al mismo tiempo un placer inimaginable pero no fue más que un paralelismo, efectos que yo interpreté como relacionados cuando se trataba en realidad de una improbable aunque no imposible serie de coincidencias aisladas.

Volví a casa llorando, me senté en el balcón y mi llanto se convirtió en aullido, en un “uuuu uuuu” desgarrador y cómico a la vez. Mi balcón da a una callecita de un solo carril por lo que si alguien sale al balcón de enfrente podemos conversar sin alzar demasiado la voz, compartimos una intimidad aérea que a mí me recuerda a la escena de Talita, atravesando un tablón de balcón a balcón y sentándose allí con su camisón verde, en la novela Rayuela. Con esto quiero decir que es imposible que la familia pakistaní del balcón de enfrente un piso más abajo, la parejita del surfista y la yogui, justo a la altura de mi balcón o Igor, el ucraniano que siempre me invita a cenar -y a veces me espía velado por una cortina de vual desde el interior de su departamento un piso más arriba- y Roxana su mujer, no se hayan enterado. Es probable que los haya despertado a todos. Todos ellos me vieron llorar en el balcón, un día y una noche tras otra durante meses, después todos me hicieron comentarios cuando me vieron rapada, la señora pakistaní que cada día cuelga sus maravillosos, larguísimos pañuelos de colores del balcón y no habla castellano le pidió a su hijo pequeño que me pregunte por qué me había cortado el pelo y yo le dije que porque tenía calor y ella no me creyó. Igor, me hizo una señal de aprobación dándose un beso ruidoso en la punta de los dedos, como diciendo “delicioso” y el surfista me dijo: “¡Te cortaste el pelo! ¡Buena onda!”

Al otro día amanecí como si alguien me hubiera rescatado del mar y casi ahogada me hubiera hecho respiración boca a boca. Inspiré profundamente y al exhalar me sentí absolutamente vacía. Me asusté. Corrí a la casa de mi amiga Agus como si me persiguiera un demonio.

La palabra “nosotros” es muy interesante por su carácter circunstancial, es una palabra envase. “Nosotros” dice que dos personas o más pertenecen a un conjunto. No existe un “nosotros” en sí definitivo e invariable, a lo largo de la vida alberga distintas personas. “Nosotros” es una de las cosas más difíciles a desarmar cuando dos personas se separan. Es el rasgo mínimo que te desgarra en una conversación banal, estás contando una anécdota boba de una vez que viajaste a Cuba y vas a decir “alquilamos” caballos y te retraes y decís “alquilé un caballo” y así se va borrando, se va vaciando y te sentís sola, pero en realidad estás igual de sola que antes. La sensación de estar acompañada en la intemperie es la fantasía que genera el plural, por eso es tan cálido. Por eso lo confundimos con amor. Nosotros es una forma de decir “hay equipo”. Cuando te separás en “nosotros” de pronto se libera una vacante. Adentro de “nosotros” de pronto hay eco, una está completamente sola en un cuarto de espejos.

Yo amé durante dos años a un hombre que cuando decía “nosotros” mientras contaba una historia, en ese “nosotros” entraban él y otra mujer, nunca yo. Cuando él se refería a mí, me llamaba por mi nombre: “Con Guadalupe viajé a Cuba”, y nunca “fuimos” o “viajamos”. En su “nosotros” nunca hubo lugar para mí: seguía ocupado por una mujer que paradójicamente ya pertenecía a otro conjunto, un “nosotros” en el que incluso ahora habitaba también un bebé. Creo que nunca en toda mi vida el lenguaje — ni siquiera un adjetivo dicho con malicia, ¡un pronombre! — me dolió de esa manera. Una vez tras otra. Como una perra fiel, yo arañaba la puerta cerrada.

Cuando llegué, las chicas estaban tomando mate y organizando una pequeña gira a Cadaqués. Iban a colarse en el tren con instrumentos, vestuarios y todo a la tarde siguiente y yo les dije que tenían que llevarme con ellas, que no podían dejarme sola, no las dejé decirme que no pero acordamos que no viajaría al otro día sino un par de días más adelante con Mayu y nos encontrábamos todas allá. Ese día y los siguientes Mayu me mantuvo a flote, se ocupó de que coma, de que hable, de que llore, de que me meta al mar, de que sonría, de que no tenga que pensar en qué bus teníamos que tomar, me contó historias, me contó libros enteros, me contó sus planes de viajar a las islas Azores, me invitó a ir con ella, fantaseamos con selvas y paisajes subacuáticos y volcanes y de a poco casi como haciendo pan y queso me fue alejando del borde del acantilado.

Mayu y yo no nos sentíamos con suerte como para colarnos así que pagamos correctamente nuestros tickets y al llegar a Cadaqués nos reunimos con la banda en una playa nudista, las chicas paraban todas de prestado en distintas casas y no había lugar para dos más, salvo por la opción de poner una carpa en un estacionamiento, así que Mayu y yo, con la última luz del día, luego de hacer compras de comida, hicimos dedo hasta el Parque Nacional Cap de Creus con la idea de encontrar una calita canuta donde dormir al aire libre. Encontramos una a los pies del faro y pasamos allí tres días y tres noches desnudas. Nos bañábamos en el mar desnudas al amanecer, cocinábamos, comíamos, leíamos, charlábamos desnudas, incluso, una tarde se acercó a la orilla una pequeña embarcación y un hombre de unos 70 años con la piel anaranjada de bronceador en shorts blancos y azules amarró y se puso a eviscerar pescados en el agua de la orilla, Mayu se levantó, desnuda como estaba, descalza, alta como una reina y con el sol atravesando su gran melena de rulos que parecían de cobre y lo increpó, el hombre hablaba francés, ella le redobló la apuesta swicheando del catalán al francés, yo miraba desde la orilla la escena más espectacular del mundo: el hombre no retrocedía en la evisceración y el agua se iba llenando de sangre y tripas de pescado mientras la venus desnuda lo puteaba en francés, catalán y castellano con el plexo bien alto y moviendo la mano derecha como si estuviera rapeando. Lo único que no hacíamos desnudas era dormir porque a la noche subía la humedad del mar y hacía un frío tremendo. Ninguna de las dos encontró lo que buscaba, ni mirando las estrellas, ni buceando el fondo marino, ni por más faro que nos alumbrara con su intermitencia. Por más desnudas, ninguna logró deshacerse de sus pensamientos. Así, fuimos volviendo sobre nuestros pasos cada vez más calladas a dedo, en bus, en tren, en metro. Ninguna de las dos quería volver jamás a Barcelona.

En el bus de vuelta de Cadaqués a Figueres pasamos junto a un olivar. El camino hacía curva y contracurva y hasta el bordecito mismo de la calzada crecían los olivos sobre las colinas. El color de los olivares me vuelve loca, el verde seco coronando los troncos negros, especialmente muy temprano a la mañana o muy tarde cuando la noche avanza sobre las cosas como acuarela aguada sobre el papel. Y la tierra yerma por debajo, esa tierra que es arena y piedras. Y me acuerdo que pensé con fascinación en las personas que habrían plantado ese olivar y que lo recorrerían cuesta abajo y cuesta arriba quien sabe cuantas veces por año, cuántas veces por día. Pensé, mirando aquellos olivos casi idénticos entre sí, en perfectas hileras simétricas, qué maravilla cómo la humanidad ha aprendido a darle a cada planta lo que necesita para crecer fuerte y saludable. Pensé en el amor. Pensé que eso era amor.

Y de pronto, a medida que el bus avanzaba por los olivares la belleza tornó en espanto, en lugar de bonitas filas de olivos vi filas de esclavos engrillados a la tierra. Las personas, siendo seres capaces de amar, no somos más que agricultores. No damos a las plantas lo que necesitan para que crezcan fuertes y saludables, les damos lo que necesitan para obtener a cambio lo que queremos: más aceitunas, más aceitunas, más aceitunas, más aceitunas, más aceitunas.

El paisaje de árboles en cautiverio se me fue volviendo insoportable, se extendía kilómetros y kilómetros, todos esos árboles plantados en paralelo uno al lado del otro, al mismo tiempo tocados por la noche y por más que los bañara la misma lluvia no eran, y no serían jamás, un bosque.

Acerca de la ilustradora

Eliana Iñiguez: Ilustradora. Le gusta dibujar retratos, trenes y aviones. Entre sus aventuras cuenta haber ilustrado un libro sobre mujeres feministas, un libro infantil e incluso haber quedado varada en otro país durante una pandemia. A veces, cuando junta coraje, mira películas de terror.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.