Amor de ramas

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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9 min readJan 6, 2020
© Dominique Rossi

Hace dos semanas ya que mi abuela se cansó de nosotras y se volvió a su casa, no sin antes hacer dos piononos, uno para nosotras y uno para ella. “Es que no puedo estar sin hacer nada” me dijo. Esta semana ya se bañó solita (y yo morí de vértigo en la distancia). Pasó las fiestas en su casa tranquila, comiendo pionono. Cuando yo era chiquita a veces mi abuela hacía eso, pasaba las fiestas sola o con otra gente y a mí me daba como una angustia de que no estaba bien que mi abuela no pasara la navidad con sus nietos. Vieron que los niños son más conservadores que los adultos, y mi abuela me decía “la libertad es libre”. Y se quedaba en su casa meditando con Sai Baba o mirando los especiales de navidad en Canal 6.

El 31 de diciembre me dio un ataque de bollito y me pasé todo el día ovillada en la cama, a las 9 de la noche mi mamá, que había estado dele rellenar tomates toda la tarde, me vino a preguntar qué iba a hacer y me levanté, me bañé y nos fuimos a la casa de los vecinos a cenar y de a poco entre las lucecitas navideñas y la gente que conozco desde que nací, la gente con la que crecí, la gente que me retó por romper una planta con la pelota y me hizo la merienda, la gente con la que ahora envejecemos juntos, al calor del fuego, me fuí desovillando. Fue un año duro para mí, para muchos… Para muchos fue peor. De pronto con nuestras copas en alto todos llorábamos. Nadie dijo por qué. Pero había en el aire un suspiro suspendido, la sensación de haber tenido mucho miedo y estar ahora a bordo otra vez. Todos a bordo otra vez.

En cuanto sonó el primer petardo, yo me disculpé y corrí a casa a acompañar a nuestras personas no humanas. Cuando abrí la puerta Lennon bajó del piso de arriba jadeando y Simón corría como un desaforado por toda la casa. Los abracé, me serví una copa de vino, puse Queen en YouTube y bailé. Y hubo una alegría que me dio, una alegría que tenía que ver con darme cuenta de que podía ser capaz de aliviar el miedo de otros. De estar ahí y de que eso no daba lo mismo. Después puse el almohadón de Lennon al lado de mi cama, apagué la música, me lavé los dientes y le dije “Lennon, por favor dormite, que mañana tenemos que empezar un año nuevo”.

Y por primera vez en muchos meses de no dormir o tener pesadillas de las que me despertaba bañada en sudor, mis sueños me mostraron cosas lindas. Soñé que miraba un documental en la tele sobre patos. Una especie de pato que al separarse de su pareja elegía una piedra y se sentaban encima a empollarla. La imagen en la tele mostraba un montón de patos sentados sobre piedras todas muy parecidas. Y lo que se remarcaba como cosa deslumbrante de la naturaleza era que una vez que los patos dejaban de estar tristes se iban volando dejando detrás un paisaje de piedritas muy bien acomodadas unas cerca de otras todas muy parecidas. En mi sueño la bandada de patos elegía unas piedras como lajas con un borde rojo, eran miles de patos, un valle entero de patos sentados sobre estas lajas con bordes rojos que quedaban después ahí ordenadas simétricamente por la tristeza.

Me desperté temprano contenta como no me acordaba que podía sentirme, preparé los sanguchitos, la mochila: protector solar, repelente de mosquitos, gorra, la gorra más fea del mundo, abrigo, nueces varias, cerezas, manzanas, agua. Y nos fuimos a buscar a mi amigo Marco por la ruta. Mi mamá nos dejó en el Tambo de Baez y subimos al cerro Bella Vista, otra vez. Mi nivel de montañismo, decidimos con Marco, sería el equivalente a “mojarrita” en clases de natación. Pero le pongo una garra y una alegría que es hasta lindo verme hacer cangrejismo en los arenales muy empinados o desplegar pasos de bailarina contemporánea espástica para cruzar un arroyo e incluso practicar contact improvisación con rocas y troncos atravesados en medio del sendero.

En Buenos Aires, una señora muy sabia que vive en el barrio de Once — mi psicóloga — me dijo: “Quizás es necesario un baño de humildad” como conclusión a alguna de nuestras sesiones. No se me ocurre una actividad más atinada para practicar la humildad que subir a la montaña. Marco me contó esta historia: hace un par de años él vino a Bariloche con su compañía de teatro y decidieron subir al refugio Frey. A mitad de camino una de las chicas que iba con él se desesperó. Sintió que no podía más. Ni subir ni bajar. Ni nada. Ella se puso a llorar y no había manera. Subir al Frey para una persona joven no presenta mucha dificultad, digo, no hay que hacer equilibrio al borde del precipicio, no hay puentes colgantes, no hay que escalar paredones, ni trotar por pedreros. Si una pone un pie detrás de otro con perseverancia eventualmente llega a la cima. Sabe que habrá un momento en un futuro no tan lejano en que se cocinará la polenta más rica de toda la existencia y se descorchará un vino y ya está: mirando las estrellas ahí arriba todo tendrá sentido. Pero si nunca fuiste a la montaña simplemente no sabés cuánto falta, ni cómo va a ser y sentís las ampollas en los pies y estás realmente muy cansada y el cansancio se transforma en miedo de una misma de no poder, de que esto no se termine nunca, como una claustrofobia al aire libre. Marco me decía que la imagen se le había hecho muy clara, la vida misma, dijo “es el tipo de situación que no podés chamuyar”. Nadie logrará llevarte a caballito hasta la cima y definitivamente nadie te va a venir a buscar en helicóptero, sólo hay que seguir, hay que moverse. O cambia una o se queda llorando en medio del camino chupando una piedra. La montaña no se va a adaptar a vos, no se va a deshacer mágicamente, no se va a achicar, no podés hacer dedo, no podés hacer nada más que seguir, humildemente para arriba o para abajo, quizás más despacito. El problema de la montaña no es que sea empinada: es subirla a un ritmo que no es el propio.

Con Marco llegamos hasta una loma que nos pareció que era la cima del mundo, pero no lo era: nos faltaba un buen trecho todavía. Habíamos llegado a nuestra cima, y estaba bien, no había a dónde llegar más que ahí. Nos sentamos con nuestros sanguches gourmet, con la espalda sobre la piedra reparados del viento a charlar, muy tranquilos, y a mirar a la gente seguir subiendo. En el par de horas que estuvimos, la verdad es que no vimos a nadie caerse rodando por el acantilado, lo que me deja más tranquila para la próxima vez. La tercera es la vencida. Estoy amansando el Cerro Bella Vista por tiempos, como un sacacorchos al revés. Y me gusta, avanzar de a poco, ir llegando. Seguir insistiendo. Me gusta porque me amanso a mi misma. Y cada intento me fortalece. Cuando era chiquita me mandaron a la Escuela Militar de Montaña, varios veranos. Era la opción de colonia de verano accesible y cerca del barrio. Allí todo era resistir y llegar. Fue ahí donde una manga de milicos retirados a cargo de un montón de niños y niñas me convencieron de que yo era una persona vaga. Y más allá del momento de parar y comer los sanguchitos que con tanto cariño me habían hecho en casa, la verdad es que la pasaba para el orto, con la nariz llena de tierra. Y lo que aprendí es a odiar la montaña. Y a odiarme a mi misma. Tuve que volver a la montaña de vieja, con las rodillas ya medio desaceitadas y con amigos buenos para darme cuenta de que no era vaga, sólo tenía otro ritmo.

A la bajada, en cada escalón grande Marco me daba la manito como si estuviéramos bailando un minué y era tan bonito el gesto que aunque innecesario yo dejé que siguiera sucediendo. Marco me dijo que le gustaría saber que árbol es cual y yo se los fui presentando uno por uno, porque cuando iba a la montaña con mis papás aprendía estas cosas. De pronto me preguntó quienes eran esos árboles largos y flaquitos. “Coihues”, le dije. “Marco, sabés que hace un tiempo quiero escribir un texto sobre el amor y sólo me sale hablar de árboles, de Coihues, por ejemplo”. Me miró con ganas así que hicimos una pausa en la caminata y yo le mostré: “Ves que los Coihues son unos troncos largos de hasta cincuenta metros y que no tienen ramas hasta arriba, crecen juntos, buscan todos juntos el sol. Pero como el suelo es muy esponjoso, tienen raíces no tan profundas, y en una tierra muy blanda, los Coihues se sostienen desde arriba por las ramas, no desde abajo, no desde la raíz. Son un abrazo aéreo. Cuando hay viento los ves moverse todos juntos en círculos. Cuando alguien compra un terreno y baja un par de Coihues para construir la casa, después ve cómo los árboles comienzan a caerse, unos sobre otros, hacer un claro en el bosque es romper un abrazo, la red que los sostiene. Ese amor de ramas”.

Al bajar encontré también una piedrita violeta, la piedra que voy a empollar hasta que pase la tristeza.

Acerca de la ilustradora

Ya saben lo que dicen: una ilustradora trae a la otra. Y las dos hacen feliz a una escritora. Conocí a Dominique Rossi -autora de la ilustración que acompaña este texto- o ella me conoció a mí gracias a mi amiga e ilustradora Lu Barrón -ilustró cuatro textos en este proyecto- un día ella le compartió mi correo semanal a Domi y esta a su vez fue y se compró mi novela Air Carnation. Domi estaba buscando un material con el que trabajar para su tesis en ilustración y diseño gráfico en una universidad en Alemania y me escribió lo siguiente: “Elegí el tema identidad como algo incompleto y en proceso de constante re-significación. Estoy leyendo mucho sobre la importancia del relato de la propia vida para la consolidación de la identidad, y paralelamente, leyendo tus correos semanales y Air Carnation para despejarme y salir de la teoría del trabajo. Como suele pasar cuando uno se concentra en un tema, leyéndote no puedo evitar vincular tus relatos con los demás autores que estoy leyendo. Creo que sería muy interesante trabajar con tus escritos para la parte práctica de la tesis. Te quería preguntar si estarías de acuerdo con que use tus textos, o fragmentos de ellos, para ilustrarlos.”

Ella no sabe, pero no necesité mirar sus trabajos, su descripción de mi escritura fue tan atinada que sin pensarlo dos veces, como si nos hubiéramos conocido en un casino en las Vegas, le dí el sí. Domi se recibió con las ilustraciones que hizo de Air Carnation y gracias a ese matrimonio apresurado surgió la idea de este proyecto poliamoroso de ilustración al que se fueron sumando otras artistas.

Dominique Rossi vive en Offenbach, donde estudió, y trabajó en Frankfurt (están cerca, como a veinte minutos en subte), en una editorial como diseñadora e ilustradora (a veces, cuando tiene suerte). Se recibió en mayo del 2019 y arrancó a trabajar derechito full time (ya trabajaba como estudiante desde hacía dos años). Está de novia con un “muchacho alemán” (como le dice su abuela) y extraña bastante Argentina, sobretodo la gente, los amigos, la familia y la música. Se fue a Alemania por un año y va cinco… veremos como sigue ésta historia :) Tiene 29 años y un gran futuro por delante en el cual espero que algún día nos tomemos un café, ya que hasta el momento nos conocemos solo por mail. Para saber más acerca de Dominique Rossi en sus propias palabras.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.