Clarisa en las alturas

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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10 min readMay 28, 2019

Clarisa estaba bien. No había engordado, ni había adelgazado. No había dejado de fumar, pero seguía sin pasarse de un paquete de Marlboro Large por día. Le habían bajado la medicación. El gobierno, después de las usuales amenazas por falta de presupuesto, había decidido continuar financiando el programa de asistencia a pacientes con HIV en el que trabajaba, al menos por un año más. Y Henry ya no vivía con ella. Es decir, ya no la visitaba y eso había calmado los ánimos de los vecinos que amenazaban con denunciarla y eventualmente echarla del consorcio. Si alguien me preguntaba quién era, yo tenía que decir que era su prima de la Patagonia, de vacaciones unos días en New York. Nadie debía saber, o más bien comprobar, que ella cobraba un alquiler temporal por una de sus habitaciones.

Henry medía casi dos metros y sus antebrazos tenían el tamaño de mis pantorrillas, usaba una remera blanca estirada en la zona del abdomen y caminaba lento, con los brazos colgando al costado del cuerpo. También usaba una media de lycra negra en la cabeza, que a mí me hacía verlo como un rapero sosegado. A Clarisa la sacaba de quicio: “Ya tuve quejas del consorcio y él anda por ahí, entrando y saliendo del edificio a cualquier hora y los vecinos lo ven con esa media en la cabeza y creen que es un dealer”. Henry hablaba poco, y cuando me hablaba a mí, me resultaba casi imposible entenderle. Todo esto pasó hace muchos años, yo tenía veinticuatro, era mi segundo viaje como niñera a Estados Unidos y si apenas entendía el inglés de voz de pato y vocales alargadas de mis vecinos en Virginia menos entendía el inglés lleno de atajos lingüísticos del Bronx.

Henry hacía el mejor licuado de banana que probé en mi vida y cuando estaba en el departamento, sonaba un disco de funk que nos ponía a todos de buen humor. Nunca tenía trabajo fijo, pero cuando yo lo conocí, estaba en una buena racha, el gobierno lo había contratado como mano de obra para retirar materiales cancerígenos presentes en edificaciones públicas, casi todas construidas antes de la década del 80. Vestido como un astronauta, Henry pasaba el día removiendo amianto. Clarisa me contó que la remoción del amianto se había convertido en una política pública después del 9/11 cuando al derrumbarse las torres gemelas, una nube tóxica — alrededor de 400 toneladas de amianto habían sido usadas en la construcción del World Trade Center — se esparció por el Bajo Manhattan provocando lo que se llamó el “World Trade Center Cough”, una enfermedad pulmonar mortífera provocada por la inhalación de amianto. Henry salía de madrugada a trabajar pero antes nos compraba el desayuno y al levantarnos encontrábamos sobre la mesa de la cocina una bolsa de McDonald’s con muffins y dos cafés grandes en vasos descartables.

El segundo año que paré en casa de Clarisa, me alegró ver que había hecho espacio en la pequeña cocina para una pecera donde nadaban Barack y Michelle, dos peces dorados que había comprado en una tienda de mascotas. Henry ya no estaba pero su disco de funk todavía sonaba en el reproductor de audio y más allá de estos dos cambios, todo seguía igual: Clarisa, pasaba las noches enteras con insomnio fumando, tomando café Bustelo con leche y escribiendo papers, aplicando a becas, buscando subsidios para su programa, ofertas de pasajes a Argentina o cursando masters de salud pública online. Todos los días alrededor de las tres de la tarde llegaba tarde al trabajo y todos los días su jefa hacía malabares para que no la despidieran. A pesar de sus rutinas a contramano, Clarisa era la mejor haciendo su trabajo. Su oficina quedaba en Brooklyn, un cajoncito de dos por tres dentro de una cajonera descomunal. Yo fui una vez a visitarla, para llegar había pasado por rayos X y me había cruzado en el ascensor con un chico de rastas flaquito que me había sonreído: una sonrisa de oro, literalmente. Era uno de los “clientes” de Clarisa — recuerdo cómo me impresionó que esa fuera la forma en que el gobierno llama a las personas con HIV positivo que acuden por medicación y ayuda social — . Desde su oficina saqué una foto al Brooklyn bridge que todavía conservo.

Clarisa se había mudado a New York jovencita y enamorada de un delegado ghanés de las Naciones Unidas que había conocido en un congreso. Haciendo camas y limpiando baños había pagado sus estudios en Columbia University, se había graduado con honores y había comprado su departamento en Washington Heights, el barrio dominicano de Manhattan. Era el orgullo de sus padres en Trelew.

Una noche estábamos conversando sentadas una frente a la otra en la cocina, yo tenía mi pierna derecha cruzada sobre la izquierda cuando de pronto Clarisa se acercó a mí, me agarró el tobillo derecho, estiró mi pierna hacia ella y me examinó el pie. Fue un movimiento muy enérgico, algo muy poco usual en ella. Después se paró, caminó hacia la habitación y a los pocos minutos volvió cargando todas las cajas de zapatos que sus brazos le permitían. Estaba frenética: “Mi hermana calza 40 y yo soy la única en la familia con pies chiquitos”. Cada caja tenía un par de zapatos de taco alto, y así pasé la siguiente hora probándome cada uno y escuchando a Clarisa contarme la historia de cada par y fantaseando con historias que podrían pasar un día. Por ejemplo, esos stilettos negros que ella había usado en la boda de su amiga en Japón serían los que yo usaría el día que presente un nuevo libro. Ella elegía un par y decía cosas como: “Estos serían apropiados para una fiesta en la playa; yo los usaba todo el tiempo porque son elegantes pero cómodos y nunca te van a hacer sentir demasiado arreglada así que si no estás segura de cómo es el lugar al que vas deberías usarlos”. Después dejaba el zapato otra vez en su caja y agarrando otro decía, como si fuera la primera vez que los veía: “¡Estos son muy funky!” Y agregaba orgullosa como si los hubiera diseñado ella misma: “Los podés combinar con cualquier vestido o con jeans, ¡adoro estos zapatos!”. Hizo que me los probara todos, caminaba hasta la puerta y me daba vuelta de golpe revoleando el pelo y exclamando “¡Shock!” en una imitación bizarra del viejo comercial de Susana Giménez para jabones Cadum. Clarisa fumaba, aplaudía y pataleaba destartalada de la risa mientras decía: “¡Una reina, una reina, probemos con otros!” Así yo bajaba de unas alturas para subirme a otras y era muy tarde cuando ella agarró todos los zapatos, los sacó de sus cajas, los metió cuidadosamente en bolsas individuales, luego todos en una bolsa grande y me los regaló: “Desde hace 8 años que no me los pongo, después del 9/11 solo uso zapatillas de correr”.

A Clarisa le gustaba caminar por las calles llenas de gente de Washington Heights y hablar con las vendedoras de cosméticos que montaban sus puestitos en la veredas, pasaba todo el año comprando ofertas, 2x1, rebajas: cosas para amigos que vivían lejos, las iba guardando y cuando ibas a visitarla te regalaba una bolsa que podía tener cualquier cosa, desde ojotas con animal print hasta camisas hindúes de seda. Eso sí: siempre de buena calidad. Ella encontraba puro algodón en las tiendas más insospechadas y a precios irrisorios, le fascinaba pararse en las puertas de las peluquerías del barrio y ver cómo las chicas se trenzaban el pelo o se pintaban las uñas de colores brillantes. Cuando pasaba un auto escuchando hip-hop a decibeles inhumanos ella movía las caderas y ponía cara de pícara en plena calle. Le gustaba saber cosas, ¿cómo está hecho esto? ¿De dónde sos? ¿Hace mucho llegaste? ¿Dónde vivís? ¿Estás bien? Sabía cuándo decir “Ramadán Mubarak”. En su casa se festejaba con pollo frito, arroz moros y cristianos y tostones del restorán cubano de la otra cuadra.

Clarisa era una persona alegre, pero algo había pasado en el medio, algo la había cansado. Yo la veía como a una de esas plantitas que una se encuentra raras veces cuando camina por un bosque de pinos en Bariloche y se pregunta “¿cómo llegó acá?” Una plantita creciendo sola entre la pinocha ácida, resistiendo a la sombra perpetua de los pinos, estando viva en la ausencia total de los pájaros. Quiero decir que era muy perturbador ver tan triste a una persona tan alegre y, para la persona joven que era yo, era aún más perturbador darse cuenta de que ella era tanto la plantita como el pinar, y aceptarlo.

Todos parábamos en casa de Clarisa y éramos el infierno de sus vecinos — hijos sanos de la gentrificación — que se ponían nerviosos con tanto negro, tanto latino, tanta lesbiana, entrando y saliendo del departamento. Clarisa tenía amigas escorts y era amiga de los dealers de marihuana del barrio que interrumpían sus partidos de damas en la vereda para ayudarla a subir las compras del mercado o le hacían los mandados. En casa de Clarisa entrábamos todos, había espacio para nuestras plantitas y nuestros bosques lúgubres. Fue ahí que conocí a Raffo, un artista dominicano de unos 60 años que se definía a sí mismo como “una lesbiana atrapada en el cuerpo de un hombre”, que pintaba principalmente retratos de mujeres desnudas y que me enseñó a bailar salsa sin mover los pies de una baldosa. También me enseñó a cocinar Mangú, una comida típica a base de plátano verde — el secreto es que hay que hervirlo y después frikearlo tirándole agua helada y dejándolo hervir otra vez — , cebolla morada y queso de freír, que es un antídoto imbatible contra la resaca. Me contó que el nombre venía de la primera invasión yanqui en la isla, que los gringos al probar el plato exclamaban “Man, good!” y de ahí había quedado Mangú.

Raffo había vivido varias veces en Estados Unidos, la primera vez con visa de turista, la segunda vez siendo turista se había casado por los papeles con Mayra, una amiga salvadoreña en común con Clarisa que era lesbiana, pero cuando llegaron al primer control gubernamental para probar que el matrimonio no era un fraude les preguntaron si habían venido juntos y ellos respondieron que sí, entonces les preguntaron de dónde venían y como no se habían puesto de acuerdo cada uno dijo direcciones distintas y a Raffo lo deportaron a la República Dominicana. Raffo tenía un hermano gemelo que falleció al poco tiempo. Sin pensarlo dos veces tomó el pasaporte de su hermano, entró a Estados Unidos otra vez y se quedó ilegal.
Raffo empezó a dormir en la calle y ni Clarisa ni Mayra lo vieron durante años. Raffo me contó esto una tarde que paseábamos por el Bajo Manhattan mientras me señalaba los rincones de la ciudad en los que había dormido, las iglesias donde hacía fila por un plato de comida. Me contó también que durante los años que pasó siendo homeless se había hecho amigo de un guardia en la Torre Sur del World Trade Center que lo dejaba tomarse el último ascensor de la tarde y dormir en el techo de la torre, sobre todo en invierno cuando las salidas de los aires acondicionados lo mantenían abrigado. Mientras caminábamos Raffo hablaba de los atardeceres y los amaneceres que había visto desde la torre como si me hablara de unas vacaciones en la playa, de pronto se paró y dijo, señalando un banco de plaza: “Estaba aquí, aquí mismito sentado cuando vi caer las torres… Y me levanté y empecé a caminar para el norte, como un zombi, ¿comprendes?” Yo afirmaba con la cabeza pero estaba segura de que no comprendía en absoluto. “No llevé nada conmigo, nomás me levanté y empecé a caminar, ni corría tampoco, que tendría que haber corrido, la gente corría pero no, yo caminaba y estaba como sordo y no me detuve hasta llegar, ni para tomar agua ni nada.”

Raffo no tenía zapatos y llegó a casa de Clarisa a la madrugada; ella estaba despierta, siguiendo las noticias, respondiendo a los llamados preocupados de sus familiares.

Contaban los dos y se reían, que cuando ella abrió la puerta se miraron y lloraron, pero ninguno dijo nada, ella simplemente lo dejó pasar y lo llevó de la mano hasta el baño, lo hizo sentar en el inodoro mientras abría la canilla de la bañadera y buscaba el tapón, después encendió todas las velas del baño. Hizo que se parara. Contaban los dos y se reían de que ella lo desvistió como a un crío y que a él le dio pudor, ella puso sales de lavanda en la bañadera y lo ayudó a que se metiera en el agua tibia. Contaban los dos que lloraban y no sabían qué decirse. Ella le dio jabón, shampoo y acondicionador y salió del baño llevándose su ropa sucia y dejándole un juego de toallas limpias, una bata blanca de algodón y apagó la luz. Esto contaban los dos y se reían, porque cuando Clarisa salió del baño metió la ropa de Raffo en una bolsa de consorcio y la bajó inmediatamente a la calle descompuesta por el olor. Y que al volver encendió incienso, salvia, copal y palo santo. Todas estas historias me contaban los dos, fumando y tomando café Bustelo. Y se reían.

Las razones por las que me distancié de Clarisa fueron, para la persona joven que era yo, muy importantes y hoy son irrelevantes. Estaba en Mallorca cuando me llamaron para contarme que Clarisa había muerto, hacía años que no hablábamos. Bajé la mirada al piso y me puse a llorar, pero también me vi los pies, tenía puestas las ojotas animal print con aplicaciones doradas que me había regalado ella. Y me reí, eran unas ojotas espantosas.

En memoria de Clarisa y New York, la ciudad que se fue con ella.

Acerca de la ilustradora

Nat Filippini es diseñadora gráfica & ilustradora. Nació en Bariloche, Argentina en 1982. Desde chica le gustan las artes visuales. Trabajó para diversas marcas y proyectos. Hoy sus clientes más importantes son Luca y Roma sus pequeños hijitos. Además de ser mamá es una gran freelancer, que es algo así como ser La Mujer Maravilla pero en joggin. ¡No se pierdan ver sus trabajos en su web!

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.