Este es mi silbato

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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8 min readNov 28, 2020

“Fuego, fuego, fuego
Fuego, fuego, fuego, fuego
¡Y grita fuego!
Mantenlo prendido ¡fuego!
No lo dejes apagar
¡Y grita fuego!”

Bomba Estereo, “Fuego”

Hace algunos años cuando vivía en Buenos Aires, en la casita de Tucumán y Salguero, volvía cantando del zapatero muy contenta. Porque, a mí, ir al zapatero me pone muy contenta.

La zapatería quedaba de mi casa doblando la esquina a dos cuadras, eran casi las tres de la tarde, un martes, y hacía calor. Era un día de verano precioso, llevaba puesto un solero negro que había cosido yo y sandalias. Entré en mi casa y me di vuelta para cerrar la puerta con llave, una costumbre que adquirí gracias a la tenacidad de mi vecina Maribel.

Maribel era una mujer irritante, que vivía en planta baja y se pasaba el día escuchando quién iba y quién volvía por el edificio. Podía calcular la cantidad de personas que subían la escalera a mi casa sólo con escuchar los pasos. También se daba cuenta si la persona que entraba había cerrado la puerta con llave o la había dejado cerrarse sola con su propia inercia en cuyo caso salía al palier a retarte.

Antes de mudarme a Buenos aires las llaves eran para mí un misterio: en Bariloche no las usábamos. Una vez incorporadas a mi rutina en la ciudad, las llaves, a mi entender, servían para dos cosas: para abrir puertas o para olvidármelas, es decir para dejarme encerrada en zaguanes y pasillos esperando a que alguien me rescate. Maribel me enseñó a los gritos que las llaves sirven también para cerrar puertas, ¡y qué importante lección!

Esa tarde abrí la puerta, pasé y me di vuelta mecánicamente a cerrar para evitar que salga Maribel a amonestarme. Con la llave puesta en la cerradura me encontré con un pie que provenía de afuera e impedía cerrar la puerta. Me asomé por esa rendija y encontré a un muchacho con pinta de estudiante para contador. Lo miré a la cara, me miró a la cara. Con amabilidad — porque las mujeres somos amables — le pregunté que necesitaba — porque las mujeres también somos solícitas — y me dijo que lo deje pasar.

Le dije que mejor tocara timbre así le bajaban a abrir. Me contestó que por favor lo dejara pasar que venía a ver a la chica del tercero. Pensando que se trataba de una confusión le expliqué que en el edificio no había tercer piso. Se rió y me dijo que tenía razón, que “¡qué tonto!” Que en todo caso yo ya lo había conocido hace unos días cuando él acompañaba a mi vecina.

Yo me esforzaba por recordar y nada “no me parece, no me acuerdo, igual te pido por favor que saques el pie así puedo cerrar. Tocá timbre así te bajan a abrir”. Él decía que lo que pasa es que tenía que ayudar a esta chica a bajar el carrito del bebé y que yo les haría un enorme favor dejándolo subir porque ella lo está esperando y no puede dejar al bebé solo para bajar a abrir.

A esta altura asombrada más por el sinsentido que por lo que de verdad estaba pasando y yo no veía — no lo vi venir, les juro — respondí: “¡En este edificio no hay bebés! ¡Son todos viejos!” Cosa que era cierta y hasta me reí, les juro. Y ahí es que se debe haber dado cuenta de que no lo iba a dejar pasar así que empujó la puerta.

Yo tenía en una mano la bolsa con los zapatos que traía del zapatero y en la otra la llave en la cerradura, las dos manos ocupadas. Él me arrancó de un tirón los breteles del solero, y me agarró una teta. Para empujar la puerta tuvo que sacar el pie que hasta hace un momento impedía cerrar. Con el golpe casi me caigo pero la fuerza que hice para no irme hacia atrás me sirvió de envión hacia adelante y no sé cómo logré cerrar la puerta.

Di las dos vueltas de llave y me quedé inmóvil de cara a la puerta cerrada, en bombacha, paradita en el centro del círculo que dibujaba mi solero negro sobre el piso del palier. La mano izquierda agarraba todavía la bolsa con los zapatos recién arreglados, la derecha apretaba fuerte la llave, todavía en la cerradura. Me sostenía en pie porque no podía moverme. Me sostenía la mirada prendida en un punto fijo: la mirilla de la puerta. Miraba ese ojo de vidrio y ese ojo me miraba a mí desnuda y mi corazón…mi corazón, mi corazón, mi corazón, mi corazón, mi corazón, mi corazón, mi corazón, ¿y mi corazón? No tenía más brazos, ni piernas, ni voz, ni cabeza, era solo un pezón ardiendo, era solo miedo. Solo el sudor brotando donde comienza a crecer el pelo en la frente. Solo frío, solo las pupilas dilatadas, solo asco, un pelo encarnado en la parte inferior del mentón afeitado, la boca entreabierta, la lengua en la comisura, el cuello impecable de una camisa a cuadros color beige: todos esos detalles de su cara vistos con lupa y el gemido agudo de placer que soltó a la vez que se estremecía cuando agarró mi teta izquierda como quien corrobora el aire de la rueda de la bicicleta.

Así me encontró Maribel. Me sacó la bolsa con los zapatos de una mano y, mientras yo balbuceaba lo que había pasado, me hizo soltar. Me fue abriendo los dedos que apretaban con rigor mortis la llave todavía en la cerradura de la puerta. Me subió el vestido hasta cubrirme el pecho, me hizo entrar en su casa, me sentó en un sillón, me dio un vaso de agua que no pude tomar porque mis brazos eran de pronto como dos largas algas que colgaban desde mis axilas y terminaban en una ramificación de dedos pegoteados y temblorosos.

Estábamos las dos solas. No fue cariñosa, no era su estilo. Me compuso como una de esas enfermeras estoicas de la Cruz Roja de película de la Segunda Guerra Mundial y me dijo: “Al final para mí hay que hacer como dice mi hijo, a los violadores no basta con meterlos presos, hay que cortarles los dos brazos y las dos piernas, el pene, y meterlos en una caja de por vida. Porque es sabido que si solo les cortan el pene siguen violando gente con un palo”.

Yo me quería ir, irme a mi casa, irme lejos, de mí, de mi cuerpo, desvanecerme. No sabía ahora qué me daba más terror: si los castrados con palos insaciables o las Maribeles por mano propia.

Al poco tiempo leí un instructivo de la policía que tenía recomendaciones a las mujeres para evitar ser violadas, asaltadas, secuestradas, etc… Entre sugerencias como no tener el pelo largo y menos andar con el pelo suelto porque facilita al agresor inmovilizar a la víctima, no usar ropa con breteles porque son fáciles de sacar, gritar “¡Fuego!”. Gritar ¡Fuego! y no “¡ayuda!”, usar zapatillas que permitan correr, también sugerían no cantar por la calle.

El último consejo fue el que más me impactó, porque aquella tarde de calor en solerito bajo el sol, con el pelo suelto al frescor de los plátanos en flor, del zapatero venía yo por la vereda cantando y fue por culpa del calor, de los breteles y esta canción que a mí me atacara un violador.

La versión original de este texto la escribí para la primera marcha del #niunamenos en Facebook. El reporte de la Policía Federal al que hace alusión el texto ya no está en la web y recientemente la policía desmintió que alguna vez lo hayan difundido: “Esto no es así porque, por ejemplo, muchas víctimas han tenido pantalones o cabello corto”, afirman desde el Área de Comunicación Social de la Policía Federal. Y agregaron: “No hay un perfil determinado de víctima”. Sí, lo hay, muchachos. El perfil determinado es el de los cuerpos feminizados.

El episodio que relato sucedió a finales del año 2008. No hice la denuncia porque me dio miedo, me dio miedo la policía. Pero pasé largas horas buscando en internet ¿qué buscaba? Algo. Algo que me de una respuesta. Di con el identikit y el modus operandi del llamado “violador de Recoleta” y lo reconocí inmediatamente como el hombre que me había atacado. También encontré en la página de la policía la lista de consejos.

Según una disposición de la ONU, desde 1999 y cada 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de Eliminación de la Violencia contra las Mujeres en memoria del asesinato de las hermanas activistas dominicanas Mirabal, que fueron desaparecidas, torturadas y asesinadas por orden del dictador Trujillo. Además, la fecha da comienzo a 16 días de activismo contra la violencia de género, una campaña a nivel mundial que tiene el objetivo de visibilizar los distintos tipos de violencias que tienen origen en el género, para así lograr erradicarlos.

El hombre que me atacó tiene nombre, se llama Ulises Velázquez y está preso. Desde entonces he cambiado de barrio, de país y de llaves docenas de veces, pero hay algo que en estos doce años nunca más ha cambiado: mi llavero es un silbato. Porque puedo hacerlo, este es mi pequeño aporte a esa visibilización.

Este es mi silbato.

Acerca de la ilustradora

Carolina Verónica Mattos (Buenos Aires, 1988) Pensó en estudiar arquitectura, pero terminó realizando una seguidilla de cursos y talleres
pasando por fotografía, bartender, profesorado de yoga…hasta llegar a la carrera de escenografía donde encontró su pasión por el teatro, el dibujo y la realización. En 2016 se mudó a Barcelona donde realizó cursos de Arduino, Arte digital interactivo, grabado y bordado, y donde comenzó a dedicarse más a la ilustración, explorando diferentes materiales y técnicas como el collage
y el dibujo digital. Participó como asistenta de dirección de arte del Cortometraje “El comité” de Pablo Pinedo y realizó junto a Corina Herrán la dirección de arte del videoclip “Teloia” de la banda donostiarra Liher, videoclip que formó parte de la selección oficial del UFA Youth Short Film Festival (Rusia 2020). Actualmente vive en Vitoria, País Vasco donde toma clases de cerámica, dicta talleres de bordado e ilustración.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.