La alegría que me das
“Siempre yo te sigo a todas partes
a veces yo no puedo pero quiero,
agradezco, la alegría que me das.”Los calzones rotos, “Yo te sigo”
Tengo ganas de contarles una historia con final feliz. Es una buena historia, comienza en un jardín en la Patagonia, continúa con un viaje y sigue con un infortunio. Traición. Fiebre. Huída. Un golpe de suerte, un ángel de la guarda, un giro inesperado.
Meses más, meses menos, hace cuatro años decidí viajar a Europa. Allí tenía solo dos personas con las que podía contar. Un amigo en París y un amigo en Ibiza. Eran amigos heredados de mi papá, esos que en viajes intermitentes de visita a Bariloche me habían visto crecer, me habían alzado en brazos un año y al siguiente me habían visto con la cara llena de papilla intentando embocar una cuchara en mi boca. Y ya luego en algún verano habían mostrado curiosidad por mis primeros poemas y habíamos tenido esas conversaciones fascinadas que se saben tener a los 9 años. Recuerdo como una de las cosas preferidas y más deliciosas de mi infancia las visitas esporádicas de los amigos de mi papá. Eran muchos, venían un año sí, un año no. Se sabía de pronto que estaban en Bariloche y ahí empezaba la espera, podían venir de visita en cualquier momento, a veces solo por un par de horas con la promesa de repetir la visita antes de irse otra vez, la mayoría de las veces la promesa no se cumplía sino que mi papá decía: “Me voy a tomar una cerveza al centro para despedirnos”. Y a mí me daba envidia: yo también quería verlos una vez más, quería ser parte de la conversación. Ellos también eran mis amigos aunque quizás todavía no lo sabían. Ni se lo imaginaban.
Los amigos de mi papá venían llenos de algo de allá. Decían “París”, decían “Nueva York”. Lo decían así como si nada, como si dijeran “a la vuelta de la esquina”, sin siquiera imaginarse el estremecimiento, la agitación en el pecho que a mí esas palabras me producían. El hambre. Sin intervenir demasiado para que no noten mi presencia y me manden a jugar afuera, yo escuchaba a mis papás hablar con sus amigos y esperaba al acecho con los dedos cruzados que dejen de hablar de Bariloche y hablen de “allá”. “¿Y allá dónde estás viviendo? ¿Estás cerca de Berlín? ¿Y qué tal está la cosa para trabajar allá?”
Los amigos de mi papá venían a veces con regalos. Cuando yo tenía cinco años uno trajo en un tubo de rollo de cámara de fotos un pedacito del muro de Berlín. Mi mamá, mi papá y yo habíamos visto por el noticiero — creo que porque la imagen era en blanco y negro que a mí siempre me quedó la sensación de que todo había sucedido de noche — a la gente con picos y palas, con los puños tirar abajo el muro. La gente entrevistada lloraba, nosotros habíamos llorado también. Y Esteban, el amigo de mi papá, había estado ahí. Y nos había traído un pedacito del muro. Como quien trae a casa una porción de torta de un cumpleaños al que no habíamos podido asistir, nos regalaba la sensación de que nosotros, en nuestro jardín colgante en la Patagonia, también vivíamos en el mundo.
Los amigos de mi papá traían, sobre todo, historias. Traían a nuestro verde reino ensimismado pedazos del mundo, y yo los coleccionaba: un sobrecito de azúcar escrito en Francés encontrado por casualidad en el bolsillo de un saco y ofrecido a mí como una nimiedad, era recibido como un objeto precioso que “venía desde allá… Francia”. Y cómo sería Francia. Un día yo también iba a saber.
En el año 2016 me dije “llegó la hora”, contacté a un amigo de mi papá en Ibiza y le pregunté si podía parar en su casa mientras buscaba trabajo, que me estaba yendo con lo puesto, que tenía solamente 700 dólares y que en cuanto encontrara trabajo me alquilaba algo. Me contestó que sí, pero que cómo no, qué noticia espectacular, la isla te está esperando, que felicitaciones por la decisión. “Acá te podés quedar todo lo que quieras. Vení cuando quieras”. Así que saqué un pasaje a París. Esteban, el amigo escritor de mi papá, se había enterado de que viajaba a Europa y había insistido en que lo fuera a visitar. Durante diez días, mientras hablábamos de libros sin parar, me llevó de acá para allá por la ciudad, preocupándose si tardaba demasiado en ir a comprar cigarrillos, como si yo tuviera 10 años. Y de algún modo los tenía: 20 años después estábamos paseando por París a esa nena que los dos habíamos conocido, esa que sentada en el pasto con el reverso de la mano se corría el flequillo y abría los ojos grandes y le pedía que hable en francés para escuchar nomás la voz de París. Como si estuviéramos analizando la ciudad para sacarle el molde la miramos desde todos los puntos de vista posibles: desde la terraza de un edificio altísimo, desde un bote en el Seine, desde adentro de la Catedral de Notre-Dame, desde los suburbios volviendo en tren. Empachada de baguette con queso y mirar cuadros de Gauguin me tomé un avión a Ibiza.
El otro amigo de mi papá me recibió en el aeropuerto. ¡Qué contenta que estaba yo de verlo! Me ayudó con mi valija, nos subimos a un bus que pagó él y empezamos con la charla de “cómo están todos en tu casa, yo hace unos años me traje a mamá desde Misiones a vivir conmigo”, “wow, qué fuerte tu mamá mudándose de continente a los 92 años”, “sí, se está quedando cieguita y quiero cuidarla en sus últimos años”, “qué bonito, me va a encantar conocerla”, “mirá, ahí donde están los taxis estacionados salen los buses al otro lado de la isla que hay una playas divinas”, “ah, buenísimo, y che cómo andan tus hijos”, “bien, bien, contame cual es tu plan en España”, “y… Sería conseguir los papeles y ponerme a trabajar de lo que sea para pagar un alojamiento”, “bueno, porque en mi casa ya tendrías trabajo”. “¡Qué bien!”, pensé yo, “quizás con una changuita ya me voy acomodando”.
Pero la sensación de ser una persona afortunada, la sonrisa que el mundo de pronto me ofrecía a modo de bienvenida, se fue apagando de a poquito de forma casi imperceptible pero constante. “Porque sabés que las paraguayitas que cuidan a mamá en verano se buscan otros trabajos” -¿Paraguayitas, dijo?- “Así que yo te daría techo y comida a cambio de que seas la ‘asistenta’ de mamá que, como está cieguita y yo trabajo todo el día, necesita compañía. Claro que te dejaría una horitas por día para que te busques alguna cosita extra, quizás planchar sábanas para los cruceros, además con el Airbnb a mí me viene bárbaro que vos hables inglés así cuando recibís a los huéspedes les explicas todo. Si cuando recibí tu mail diciendo que querías venir le di gracias a la virgencita y pensé qué loco como el universo confabula a mi favor. Además en septiembre, cuando sea el encuentro de anfitriones de Airbnb en Los Ángeles, yo me voy tranquilo de que vos te quedás en casa con mamá”.
Jamás en todos los mails que nos mandamos durante meses para coordinar mi llegada a Ibiza el amigo de mi papá mencionó el hecho de que no me iba a hospedar de onda sino a cambio de cuidar a su madre de 92 años casi ciega todo el tiempo que él estuviera fuera de casa. Es decir, todo el día. Me había tendido la trampa perfecta y como buena muchachita del interior, yo había caído: estaba en la isla de Ibiza encerrada en un departamento, habiendo gastado gran parte de mis ahorros para ir a París, con una señora de 92 años ciega, sin papeles para trabajar, sin conocer a nadie más que al amigo de mi papá, mi tío por adopción, aquel con el que en mi verano de los 8 años habíamos cantado a dúo todas las canciones del musical Hair sentados abajo de un ciprés y ahora del modo más vil, con amplia sonrisa, me estafaba.
La primera noche me llevó a cenar y gracias a él probé las aceitunas manzanilla, el aleph en la lengua, que me distrajeron un instante de la desesperación que iba creciendo en mí a medida que iba aceptando que sí, esto está pasando, tu tío el más hippie te la hizo, te la hizo bien. La conversación entremezclaba los hermosos recuerdos que él tenía de mí y mis hermanos, a quienes sentía más propios que a sus hijos (mis queridísmos amigos) y cuestiones prácticas de lo que él esperaba que yo haga, más bien limpie, mientras “asistía a mamá”. Recuerdo haberlo odiado, literalmente, cuando dijo — llevándose una mano al pecho — que “de hecho nos sentía a nosotros tres como los hijos que él nunca había tenido”.
Cuando volvimos al departamento me metí en el baño y llamé a mi papá llorando, a mi mamá, que no entendían nada y me pedían que les repita, incrédulos, otra vez lo que estaba pasando: “Papi, te estoy llamando llorando encerrada en un baño con la ducha prendida para que él no escuche. Hay algo acá que está muy mal, yo de acá me tengo que ir”. Me acosté en el sillón que me tocaba como cama y no pude dormir. El día siguiente lo pasé haciendo té con leche para doña Ramona, que tampoco entendía muy bien cómo había pasado que la habían sacado de su casita en el pueblo de San Ignacio, en Misiones, la habían metido en un avión y la habían encerrado como a un pajarito en un departamento en Ibiza, donde agarrada de la baranda caminaba de una punta a la otra del balcón y a mí me daba un vértigo de muerte.
Nos sentábamos las dos desgraciadas abajo del aire acondicionado a mojar galletitas en la taza y escuchar la radio a pilas que llevaba ella siempre en el bolsillo de su delantal, buscando sin suerte sintonizar una radio donde pasaran chamamé en Ibiza. Nuestro captor volvió a almorzar y me dijo que qué hacía mi valija en el living, que me había dicho que ordene mis cosas en los estantes la noche anterior y que si no esto parecía un rancho. Después de limpiar toda la casa frenéticamente, más para hacernos sentir que no hacíamos nada que para que esté limpia, se fue y yo me metí en Facebook y entré a prender antorchas de salva, hacer fogatas de humo, mandar palomas, telegramas, avisos a la comunidad, a ver si alguien conocía a alguien en Europa que pudiera rescatarme.
Durante la cena ese día, nuestro captor hizo tacos con guacamole y nos retó escandalizado a Ramona y a mí por agregarle sal. Después, igual que la noche anterior, en la conversación fue mechando frases acerca de la maravilla de la vida, de cómo él y sus hijos habían vivido tantas veces en mi casa (yo me atragantaba con un “¿Y cuándo en mi casa te hicieron laburar, negrito, a cambio de estadía?”) y la habían pasado tan bien, qué fantástico era ahora poder alojarme a mí si al fin y al cabo “¡somos familia!”. Y todo esto sin dejar de especificar mis tareas para el día siguiente, porque si había algo que no soportaba eran pelos en el baño, y todas las coreanas que había alojado — él no se explicaba por qué — eran unas mugrientas. “Bueno, todas las mujeres, pero las coreanas más”. Después habló con profundo desprecio de Argentina, de su ex-mujer (a quién adoro), de Tinelli, de la yegua, de sus hijos, de los hijos de sus hijos. Yo me pasé toda la noche vomitando. Literalmente.
A la mañana siguiente me desperté pálida y agotada, Ramona rezaba el rosario para que yo me sienta mejor y habrán sido sus plegarias o las mías, la cosa es que alguien en algún lado atendió. En Facebook respondió Ayelén, una chica que había conocido trabajando un día en un festival de música. Le conté mi situación y me dijo: “Estoy en Mallorca en casa de una amiga, dice que vengas ahora mismo para acá. Dice que rajes de ahí ya”. Era una orden, así que fui a la cocina y con mi mejor cara de niña índigo en plena sintonía con la era de Acuario le dije: “No sabés qué fuerte la vida, me acaba de escribir una amiga que está cuidando una casa en Mallorca y me invita para allá, muy loco cómo el camino nos va llevando cuando estamos abiertos a las señales y nos dejamos fluir con la energía del momento, ¿no?”
Lo dije de un tirón, sin respirar ni dejarlo meter bocado y me fui a cerrar la valija que al final nunca había desarmado. Lo escuche contarle a Ramona que me iba y a ella decir: “¿Ya se va la nena? Pero si recién llegó”. Y yo me morí de pena, y unas ganas de secuestrarla. La dejaba sola con un hijo que le decía que deje de hacerse la cieguita. No me acompañó siquiera a la puerta de entrada. Me dijo dónde paraban los taxis y me fui, afiebrada. Esas fueron mis 48 horas en Ibiza, donde no vi el mar hasta que me tomé el ferry, donde se gestó el miedo que me acompañó los últimos cuatro años.
Mientras escribo esto Flor protesta porque se le desarman las hamburguesas de quinoa, el aire huele a medialunas recién hechas, las moscas caminan por la pantalla de la computadora, Gal Costa canta “Eu preciso te falar…”. Estoy descalza, Flor me pide que le cebe un mate porque tiene las manos pegoteadas. Está tan hermosa, con los días el sol le fue tiñendo la piel de dorado y el pelo con reflejitos rubios y el viento le despejó la mirada, sus ojos tienen la forma de dos almendras acostadas pero brillan como gemas amarillas. Hace cuatro años ella, sin conocerme, le gritaba a Ayelén desde el balcón. “Pero decile que venga, boluda, que se tome el ferry, que raje de ahí, decile que ni la piense, que no da el chabón, que venga para acá”. Y Ayelen me lo decía a mí por el chat de Facebook.
Flor, con toda su frescura y su pulenta, me hacía reaccionar. Sin conocerme me rescataba. Hace dos meses Flor me decía: “Conocí un lugar alucinante en la montaña, tienen un camping y un café al lado del río y pensé que podemos ofrecerles ser voluntarias y vivir ahí”. Hace una semana y un día estábamos las dos en Barcelona comprando una carpa. Hace una semana me cargaba la mochila a la espalda y sin tener idea de a dónde iba ni qué me iba a encontrar me dejaba rescatar por Flor, una vez más.
Anoche brindamos por la vida, los viajes, la amistad, y cuando estaba por darle el primer trago a mi cerveza luego de una caminata de una hora y media hasta un monasterio del Siglo IX y una cascada donde nos bañamos desnudas, me di cuenta de que tenía algo por lo que brindar. Le dije “Flor, ¡pará!” Y la pobre, a punto de tomar su cerveza, me miró con cara de ya brindamos por todas las giladas, ahora qué. “Ya sé por qué tengo que brindar: brindo por el hijo de puta del amigo de mi papá que me re cagó en Ibiza porque gracias a él te conocí a vos, y vos me trajiste hasta acá. Y porque yo sola no me hubiera animado”. Y ella me hizo ese gesto suyo de piba de barrio irreverente, de cancherita linda, y respondió: “¿Recién ahora te das cuenta, forra?” Y después de darle un trago a su birra agregó: “Es lo que te digo siempre, boluda, la vida coordina, es así…”
Espero que sepan disculpar algunos tropiezos, repeticiones, rispideces del lenguaje: les recuerdo que vivo en una carpa, me baño con un balde y un tachito, hago pis por el bosque y caca en un baño seco. Tengo wifi satelital y energía solar. Y cuando me quedo escribiendo de noche a la luz de la vela me acompañan los ratones. Me miran, los miro, nos miramos, se van a agujerear paquetes de papas fritas a la alacena.
Acerca de la ilustradora
Laura Lumi (Buenos Aires, 1994) es y hace un montón de cosas distintas. Es Artista visual y Licenciada en Ciencias de la Educación. Facilita talleres de artes en diversos ámbitos: en su taller, en escuelas primarias y secundarias, y en organizaciones culturales. Da clases de arte para chicxs hospitalizadxs en la fundación Vergel y es tecnóloga educativa en una escuela secundaria. En su taller desarrolla sus proyectos y obra artística, que se encuentra disponible online, y en tiendas y galerías.
Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.