La encrucijada del diablo

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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9 min readJul 24, 2020
© Caro Mattos

“En la curva del camino un amor yo me encontré,
en la curva del camino dos amores encontré,
pero el camino seguía la curva ya la pasé.
El cruzar la encrucijada requiere concentración,
si mi cicatriz hablara, contaría su versión.
Nada más conozco un modo, ante la duda todo.
¿Qué le vas a hacer si sos un niño vudú?
Asúmelo uh”

Martín Buscaglia, “Ante la duda todo”

Empecemos por el sábado pasado. Con Flor habíamos planeado ir a La noche de los museos. Esto nos llevó varios días de mensajes del tipo “Bueno, hablamos, vamos viendo cómo nos sentimos…” La mañana transcurrió bien: comí fruta, tomé agua, me lavé los dientes, iba ganando por goleada. Me puse a transformar un vestido de lana gris con hilos dorados modelo de “ejecutiva malvada” en un sweater onda “buzo de mamá canchera en 1989” esos de manga murciélago y cuello bote, pero a medida que las horas pasaron me empezó a dar miedo, terror de encontrarme con mi ex en La noche de los museos.

Mi hermano Julián y yo tenemos un conjuro para la tristeza. Funciona así: si estamos juntos recitamos a coro el siguiente fragmento del poema de Paul Verlaine, cuyo título, por supuesto es “A una mujer”:

“Oh, sufro, sufro espantosamente, de tal modo
que el primer gemido del hombre
arrojado del Edén es una égloga al lado del mío”.

Mientras cortaba el vestido sufría, sufría espantosamente, ponía alfileres y sufría, sufría espantosamente, tomaba mate y sufría, cosía mi sweater de Volver al Futuro sufriendo, sufriendo espantosamente. Hasta que lo dije en voz alta. El conjuro es infalible. Nadie puede decir en voz alta “oh, sufro, sufro espantosamente” sin que le de un ataque de risa inmediatamente. Sin sentirse la persona más ridícula del planeta. “La próxima vez Guadalupe”, me dije a mí misma, “que sea un corredor automovilista o un carnicero”. Con esto no quiero decir que los corredores automovilistas o los carniceros no vayan a La noche de los museos, quiero decir que al menos a la Feria internacional de autos de carrera en la Fira o La noche de las carnicerías, serían dos eventos a los cuales faltaría sin tener fear of missing out. No fui, me tomé un par de birras o más de un par, digamos que ya no recuerdo, y me fui a dormir.

Cuando tenía 18 años, recién mudada a Buenos Aires, yo Oh, sufría, sufría espantosamente por el masculino de turno y lloraba, cuando mi amiga harta y poseída por el espíritu de María, la del barrio me agarró la mano, me llevó de la cocina al baño, me puso frente al espejo y me dijo “¿Qué ves?” y yo lloraba. “No sé, no sé…” Y ella con más determinación: “¡¿Qué ves?! ¡Decime qué ves?!” Viendo que yo no reaccionaba exclamó: “¡Esto es lo que es él en tu vida! ¡¿Lo ves?! ¡Miralo bien!” Y yo respondí obediente “Sí”. Y mientras me sonaba los mocos me di cuenta de la escena que acabábamos de montar (mi amiga en esos años estudiaba actuación en el IUNA) y me empecé a descostillar de la risa. Nunca me olvidé de esa noche. Nuestra versión melodramática del Gestalt. Otra vez la que lloraba era ella, en esa época estábamos muy solas. En la gran ciudad solo nos teníamos a nosotras, ella había apoyado su cabeza en mi regazo y yo le acariciaba el pelo cuando me dijo sollozando: “Quiero volver a la panza de mi mamá”. Yo frené mi caricia en seco y largué la carcajada: “Gorda, ¿escuchaste lo que acabas de decir?” Ella me miró y se rió también, lo había dicho en serio. “Sí, creo que exageré un toque”. Nos pusimos las zapatillas y nos fuimos a comer una pizza Ugi’s que entonces salía algo así como 10 pesos y era nuestra alimentación básica. El conjuro, es siempre, la risa. Y pizza.

Este verano mientras mi médica clínica escribía una receta de Clonazepam a mi nombre me miró por encima del marco de sus anteojos y dijo: “Si pudiéramos entender que la vida es caerse y levantarse”. Me dió un pañuelito de papel para que yo me sequé las lágrimas y en otro papel me prescribió: tomar 8 vasos de agua al día, hacer las cuatro comidas, caminar. “Siempre nos vamos a caer, lo importante es levantarse, a veces nos levantan los amigos, la familia, a veces un equipo de profesionales, a veces una medicación. Vas a estar bien, cuando esto pase tu vida va a haber cambiado radicalmente”.

El domingo salió el sol, me levanté con resaca, me sentí horrible, me dije paciencia, tomá agua, en un rato se pasa. Limpié la casa. Lavé la ropa delicada y la tendí en la terraza. Al subir a destenderla, miré cómo el viento hacía bailar mis prendas una al lado de la otra en la soga y me reí: parecía como si una compañía de teatro hubiera abierto los baúles y lavado todos sus vestuarios: lunares, flores, florcitas, florones, pañuelos de seda, turbantes, vestidos minifalda con solapas gigantes, maxi faldas, jeans tiro alto, sweaters tres talles más grandes que yo. Ocre, marrón, blanco, negro, azul, rosa salmón, fucsia, rojo, celeste, naranja… “Guadalupe, ¿quién usa esta ropa? O una compañía de comedia musical reponiendo la obra Hair o yo. Me imaginé a los turistas que toman cócteles en la terraza del hotel de enfrente pensando: “¿Cómo se combina todo eso?”

Anoche miré el documental La encrucijada del diablo que cuenta la vida y leyenda de Robert Johnson, el Rey del Blues del Delta. Johnson nació en Hazlehurst, Misisipi, el 8 de mayo de 1911, fue un cantante, compositor y guitarrista, que grabó solo 29 canciones cuyo estilo único en la interpretación cambió la sonoridad del blues radicalmente y se lo considera el Abuelo del Rock and Roll. Johnson murió a los 27 años inaugurando la leyenda del Club de los 27. Se conoce que siendo en principio un guitarrista mediocre, tirando a malo, un día Johnson desapareció de su pueblo durante un año y medio. Nadie sabía qué había sido de él cuando un día abrió la puerta de un pub donde los músicos que estaban tocando dijeron: “Mirá quién volvió. El pequeño Robert”. Johnson pidió permiso para tocar a lo cual le respondieron que no, que iba a torturar al público con su música espantosa. Johnson insistió hasta que lo dejaron subir al escenario y ni bien empezó a tocar el público estalló en aplausos. Los músicos no podían creer lo que sonaba, jamás habían escuchado algo así y era magnífico, era superior. Entonces comenzó el rumor “Robert hizo algo” que creció hasta “Robert le vendió el alma al diablo”. Claro, qué otra explicación podía haber.

El mito cuenta que una noche Johnson caminó hasta el cruce de caminos, se arrodilló y se le apareció el diablo, que tomó su guitarra, la afinó y le advirtió que si aceptaba su guitarra de vuelta a cambio tendría que entregarle su alma. Estamos hablando de una época, no tan lejana, en la que aún existían las plantaciones de algodón y el Ku Klux Klan andaba por ahí linchando gente. Una época en la que la influencia de la tradición del folclore afroamericano llamada vudú era todavía fuerte y había muchas historias de gente que iba a los cruces de caminos a encontrarse con una entidad que le brindaría algún tipo de conocimiento. “Al vudú se lo consideraba una forma de tomar el control en un mundo sumido en violencia y con opciones limitadas. El vudú ofrecía otras oportunidades para vivir en ese mundo”.

También está el hecho de que Johnson se había pasado un año y medio bajo la tutoría del mejor guitarrista de Misisipi, Ike Zimmerman. “Ike solía decir que la única forma de aprender a tocar blues era sentarse en una lápida, en el cementerio, a la medianoche. Y entonces, los haints, que significa espíritu o fantasma en el sur, salían y te enseñaban a tocar blues”. Johnson pasó alrededor de 457 noches aprendiendo a tocar la guitarra en el cementerio de Hazlehurst, Misisipi. Ike le decía: “Robert, no me importa lo mal que suenes. Aquí nadie se va a quejar”. Igual, está claro que se trata de un dato menor al lado del hecho de que Robert Johnson una noche, caminó hasta la encrucijada y a cambio de tocar bien el blues o “la música del diablo” como la iglesia baptista la llamaba en esa época, entregó a cambio su alma.

El documental termina con la siguiente frase, creo que del nieto de Johnson: “No sé nada sobre el Club de los 27 o del pacto con el diablo, pero sí sé que, en algún momento de la vida, llegaremos a una encrucijada y todos tendremos que decidir cuánto podemos sacrificar para alcanzar la grandeza”.

Todos estuvimos en la encrucijada, más de una vez. Yo sé bien cuándo fueron las mías y las cosas que sacrifiqué. Leonard Cohen tiene un poema, “Days of kindness”, que termina diciendo:

“I pray that a loving memory
exists for them too.
The precious ones I overthrew
for an education in the world”.

El domingo me prometí, me juré, me prohibí tomar cerveza y para las 5 de la tarde, ya me había tomado dos botellas, esto me había llevado a dormir la siesta y desesperada de hambre frente a un plato de lentejas me encontré, de pronto, de rodillas en el cruce de caminos. Pero el diablo, preocupado, mientras me pasaba una servilleta de papel para que me suene los mocos, me preguntaba otra cosa: “¿Cuánto estás dispuesta sacrificar con tal de no enfrentarte a vos misma?” Me di cuenta de que sentía vergüenza.

Probé la primera cucharada y pensé: “Una llega como a una orilla de sí: lo que hace un plato de comida caliente”. Miré al diablo a la cara y le dije: “Yo quiero estar presente en mi vida”.

El lunes me levanté distinta, en lugar de prohibirme tomar alcohol, lo hice un compromiso. Como estaba sola grité en voz alta, igual que Jennifer Connelly le gritó a David Bowie en la película Laberinto: “You have no power over me!” Y salí a la calle dispuesta a darme un lujo. Caminé a la farmacia y me compré una lima de uñas, una crema humectante para el cuerpo barata pero orgánica y aunque me había pasado mi presupuesto semanal de comida, ya que estaba pensé “¡Qué diablos!” y me compré un protector bucal de esos para no bruxar.

El lunes, con mi nuevo bozal de Hannibal Lecter, logré dormir sin sueños locos, ni conversaciones sobre ravioles, ni la coreografía cotidiana de tres almohadas, dos almohadas, una almohada, sin almohada, tres almohadas… Ni siquiera escuché al camión de la basura en la madrugada por primera vez en casi 10 meses. Y sin tomar alcohol. Se lo conté a mi papá y me dijo: “Bien hija, es un minuto a minuto, me alegra que tengas ánimos de amazona”.

El músico Keb’Mo dice en el documental: “Si Robert Johnson de verdad conoció al diablo, incluso si eso pasó de verdad, es una metáfora, una llamada de atención para que la gente sea como realmente es”.

El cruzar la encrucijada requiere concentración, es un minuto a minuto y se necesitan bríos de amazona, hace cinco días que estoy sobria por primera vez en más de un año. No voy a sacrificar esta grandeza. Tengo un cajón lleno de té de manzanilla y la certeza de que siempre es mejor babearse que bruxar.

Acerca de la ilustradora

Carolina Verónica Mattos (Buenos Aires, 1988) Pensó en estudiar arquitectura, pero terminó realizando una seguidilla de cursos y talleres
pasando por fotografía, bartender, profesorado de yoga…hasta llegar a la carrera de escenografía donde encontró su pasión por el teatro, el dibujo y la realización. En 2016 se mudó a Barcelona donde realizó cursos de Arduino, Arte digital interactivo, grabado y bordado, y donde comenzó a dedicarse más a la ilustración, explorando diferentes materiales y técnicas como el collage
y el dibujo digital. Participó como asistenta de dirección de arte del Cortometraje “El comité” de Pablo Pinedo y realizó junto a Corina Herrán la dirección de arte del videoclip “Teloia” de la banda donostiarra Liher, videoclip que formó parte de la selección oficial del UFA Youth Short Film Festival (Rusia 2020). Actualmente vive en Vitoria, País Vasco donde toma clases de cerámica, dicta talleres de bordado e ilustración.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.