Las cosas chiquitas

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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12 min readJul 8, 2020
© Nat Filippini

“Bamboleio, bamboleia,
porque mi vida yo la prefier’ vivir así.”

Gipsy Kings, “Bamboleo”

Pretendía dar apertura a este texto con una gran frase que expresara el triunfo de la voluntad y dijera que al fin he comenzado la etapa de desintoxicación FASE II y que he decidido dejar de invertir en la industria cervecera y con gran culpa dejar de aportar también al fondo de ahorros universitarios para el hijo del almacenero de la esquina que se beneficia de mis aportes diarios. Lo cierto es que la única decisión que tomé es la de cambiar de almacén porque de tanto verme ir sola a comprar cerveza anoche el almacenero ya empezó a preguntarme dónde está mi novio. WTF!? “¡¿Novio?! Nooo”. Como si una tomara por la falta de novio, ¡una toma por el exceso de giles! No se lo dije porque últimamente encuentro que la distancia idiomática entre el castellano porteño y el pakistaní hace que él nunca entienda mis chistes y yo me quede de garpe riéndome sola con una botella de birra en la mano. Me responde: “¿Chico no? ¿Chica? Chicas no quieren chico hoy”. “Ni chico, ni chica, ni nada. A lo sumo un perro”. Le digo y se ríe: “Ah, perro sí”. Al fin logré que me entienda un chiste. Tarde, porque después de este diálogo me prometo no volver por una temporada, algo muy inconveniente porque el almacén queda a menos de una cuadra y vende la cerveza más barata del barrio. Además desde que volví de Argentina descubrí con enorme pesar que se le terminó la pila al loro de plástico que al pasar por la puerta me saludaba lacónico e infalible: “Hola. ¡Bienvenidos!” Desde entonces comprar ahí ha perdido cierta calidez.

De hecho acabo de bajar al Supermercado Día a comprar cerveza, lo cual fue una excelente decisión porque mientras hacía la fila para pagar en la radio empezó a sonar Gipsy Kings y me acordé del viaje que hicimos mi amigo Nick y yo desde Toronto a Montreal en auto hace muchísimos años donde me contó de su cariño por dicha banda, el cassette con la que su padre musicalizaba los viajes de vacaciones en auto, lo cual habla muy bien de su padre. Gipsy Kings es música de carretera. Nick es canadiense y no habla castellano así que me pidió que le traduzca las letras y yo me encontré cantando cosas como “bamboleio, bamboleia because my life I prefer to live it like this…” con ampulosos gestos de manos que Nick deslumbrado interpretó como una conexión natural con mis ancestros gitanos pero que provienen más bien de haber visto mucho “Azúcar Moreno” en “La movida del verano” a los 9 años. En ese mismo viaje, luego de una semana en Montreal, Nick me llevó al aeropuerto y mientras yo insistía en leer los carteles al costado de la ruta que decían “Aeropuerto” y una flechita a la derecha, Nick insistía en que mire el Google Maps en su celular, cosa que yo jamás había hecho y me resultaba un poco estúpida, dado que para eso se habían inventado los carteles. Tuvimos nuestra primera y única discusión fruto de una especie de choque cultural y generacional, Nick era varios años más jóven que yo, pero de pronto el peso de la verdad cayó sobre mí: todo este tiempo había estado saliendo con un millennial. Yo soy más bien milenaria, pero no como la traducción literal, sino como alguien que todavía le pregunta la hora a algún desconocido en la calle. Y sin embargo nos perdimos gracias a Google Maps y llegamos al aeropuerto gracias a los carteles: punto para la señora mayor.

Volví del supermercado cantando Gipsy Kings y riéndome sola porque al poco tiempo de que Nick me despidiera en el aeropuerto me mandó un mensaje diciendo “Mirá este video”. Resulta que a un amigo de él, otro millennial, lo habían contratado para editar un video institucional de los aeropuerto de Montreal. Mostraba básicamente gente con valijas despedidas y reencuentros, con abrazos, niños, llantos, alegría, una voz en off que hablaba de la maravilla de volver a casa y entusiasmo por las aventuras. En díptico con la imagen de una pareja de ancianos que primero caminaban uno en dirección al otro lentamente pero con ansias, se daban un abrazo de bienvenida y un piquito, aparecíamos Nick y yo en primer plano chapando en el aeropuerto y despidiéndonos. El video se pasó en repeat por todas las pantallas del aeropuerto de Montreal durante años. Y menos mal que no estábamos de trampa. Fue la joda del año de los amigos de Nick. Fue nuestro último beso.

Afuera llueve, por fin. Saqué las plantas al balcón. Todas necesitábamos una buena lluvia que asiente el polvo, que asiente la ansiedad que provocan los días de sol a las escritoras que tienen trabajos atrasados. Esta semana han pasado cosas importantes. Florecieron casi todos los lotos de mi jardín preferido en el Montjuic. Durante semanas subimos con Julián esperando verlos abiertos, y nos encontrábamos con esas boquitas cerradas que surgen sugestivas en la superficie de los estanques, las apretábamos suavemente con los dedos, tan regordetas y suaves y sensuales, perfectas para morderlas. Florecieron amarillas, rosadas, color durazno, escondidas entre las hojas o flotando abiertas al sol, tan tranquilas. Yo pensaba: “Por algo la posición de loto en yoga se llama así”, pero no se lo dije a Julián porque no quise que piense que me estaba haciendo la interesante. Julián y yo nos asomábamos con medio cuerpo al borde del estanque arriesgándonos a que las bufandas se mojaran, solo para meter la nariz en esas flores y respirar profundo. Que nos daban ganas de ser ranas y pasar allí toda la primavera. Bah, por lo menos a mí.

Pasaron cosas importantes esta semana, cambios radicales en mi vida: a Noulan, mi vecino de enfrente que parece que nunca va a dejar de tener 5 años, le regalaron una armónica. Mientras Julián en el cuarto al lado del mío tocaba la guitarra como parte de los cursos en línea de la Universidad de Berkeley que está haciendo, Noulan desplegaba los dones natos de los niños para tocar música atonal en el balcón. Desde que me mudé a esta casa, he mirado a Noulan durante horas, a veces él me descubre y jugamos de balcón a balcón, a veces me dispara con una pistola hecha con la manija rota de un balde y yo me escondo, o le saco la lengua o le disparo con un dedo o aprovecho y me muero por un ratito. A veces me muestra cómo juega al yo-yo. “¡Mirá!”, enrosca todo el hilo y lo larga. “¡Muy bien!” le digo yo y él. “¡Mirá otra vez!” y así quedo de pronto rehén de un yo-yo de 5 años durante 20 minutos. Esta semana lo vi jugar con un autito, lo vi jugar con la tierra de una maceta sin plantas, lo vi ponerse un balde en la cabeza e intentar atravesar el living sin chocarse con nada, aunque sospecho que lo más divertido de esto era chocar cosas, en especial gente. Noulan me hace acordar siempre al Tomás del poema “Un balcón” de Arturo Carrera:

Tomás tiene dos años,
vive en Buenos Aires
en un exiguo Dpto. de la calle
Defensa.

Cuando llegó al campo
dijo: “¡balcón, mamá, balcón!”

El campo como un balcón
Infinito,
con sus terrones azules y sus pastos
Infinitos,
con sus perfumes y sabores infinitos
y los enormes perros, los cañones
enterrados, las esfinges de piedra
entre los abedules y la casa de noche
con su galería encendida,
su resplandor de arroz en la humedad
de noche de caza acuática,
rosada

Y así, sigue y sigue y sigue el poema como sólo Arturito sabe seguir y seguir un poema. Lo leí por primera vez en aquel monoambiente de la calle Independencia donde fui a mi primer taller de poesía. Ya van 16 años desde entonces pero nunca me olvidé de la ternura del poema, ni de la tristeza con la que me estrujó el alma. Yo recién me mudaba de Bariloche a Buenos Aires y cuando conviví por primera vez con un balcón no dije “¡campo, mamá, campo!”

Pasaron cosas importantes esta semana, el jueves con Julián fuimos caminando al mercado de Los Encants y encontramos una oferta de calzoncillos a un euro, así que él pudo despedir con honores a algunos de los calzoncillos que lo acompañan desde los 17 años, otros se los arreglé yo mientras él armaba su valija yo dele reme remendar calzones, remeras, sweaters, camisas. Hasta le fabriqué una esponja con una toalla que no usaba.

El domingo subimos al Jardín Botánico porque era gratis y dimos la vuelta al mundo por los bosques de cada continente. Hicimos una larga lista mental que ya olvidamos de nombres botánicos maravillosos para ponerle a hijos e hijas, visitamos el jardín de bonsai y Juli se angustió porque le pareció que estaba lleno de sufrimiento y seres atrofiados (el paisaje de mis serotoninas, pensé yo) y a mí me dió morbo como de cuento de hadas esos de arrancarle el corazón a un cervatillo y hervir a los niños en calderos.

El lunes yo llegué a bajar la mitad de la dosis de clonazepam de la que había empezado y caminamos hasta el Park Güell y los bunkers de la guerra civil, 20 kilómetros entre la ida y la vuelta. Hace unos días, haciendo picnic en el parque de los lotos, mi amiga Flor me preguntaba si sentía el efecto del antidepresivo, yo le dije que sí y le expliqué, igual que mi psiquiatra, con las manos como si fueran neurotransmisores cómo es la historia con la serotonina. “La pastilla no es un estimulante”. “¿Y qué sentís?”, me preguntó Flor. “Las cosas chiquitas”, le dije yo, “volví a sentir placer en las cosas chiquitas: las cosas ricas o frescas. Hay comidas que me dan la felicidad de un cachorrito, me dan ganas de mover la cola. El olor de las plantas. Ya no se me pasan de largo, o más bien ahora me detengo. O me dejo estar o me permito detenerme, no sé cómo explicarlo”. Y seguí: “Hay algo con la percepción del tiempo, es como si ahora tuviera más tiempo. Tiempo para frenar con Juli las bocanadas necesarias en un jardín que nos embosca de sorpresa con sus naranjos en flor, exhalar y sentir que no es suficiente y quedarse hasta que el aroma nos empalague. Esto no lleva más que dos minutos. Frenar a observar una vidriera ridícula. Todas estas cosas no llevan más de dos minutos. No seguir de largo. No hay cosas más importantes para hacer, hay algo con el tiempo y el espacio, con detenerse, con instalarse en el placer, hay algo que le gana tiempo y espacio a otro algo que no sé ni qué era. Estoy más coqueta, más irreverente: si quiero me pongo una pollera aunque tenga un pantalón en uso hace solo un día. Estoy menos mala conmigo misma y si me da por pintarme las uñas y después de una mano me aburro dejo la otra sin pintar en lugar de obligarme a hacerlo”. Sentí que Flor se emocionaba al escucharme, ella también está pasando tiempos difíciles. “Igual son instantes, el resto del tiempo me lo paso tomando birra porque todavía tengo miedo a enfrentarme a mis emociones”. Nos reímos y empezamos a levantar campamento porque las dos nos hacíamos pis.

El martes con Julian fuimos caminando a la playa, estaba nublado y llevamos un termo de té, pisamos la arena descalzos. Yo tengo últimamente una obsesión con las células muertas y cada mañana me exfolio con una esponja como si estuviera lijando una puerta así que cuando piso la arena pienso cosas como “que bueno para los callos”. También pienso que son pensamientos de señora. Metimos las patas en el mar helado y mientras charlábamos, escapando el dobladillo del pantalón y el ruedo de la pollera de las olas, descubrimos que camuflados entre las piedritas había miles de vidrios de colores chiquititos y redondeados y los empezamos a juntar porque uno era más lindo que el otro y los hubiéramos juntado todos si no nos hubiera dado frío. Sentados en la mantita, sintiendo con los pies la casi imperceptible tibieza de la arena hablamos de las personas, de los cambios, de nosotros, de los amigos, de la familia, de cómo a veces es más fácil con unos y más difícil con otros y nos contamos las cosas que habíamos aprendido cada uno en su vida. Por mi parte que la gente cambia, que una cambia, y en eso estaba cuando me di cuenta mirando nuestra cosecha de vidrios de colores: “Juli, yo hice un camino terriblemente doloroso, mirá”, le dije y le señalé el mar. “Ahí donde las olas rompen sobre los pedacitos de vidrio, una y otra vez y los arrastran y los embisten, y los golpean entre sí, ahí estaba yo firme en mi necedad”. Y la intensidad, y la frecuencia con las que el agua helada se descargaba sobre la orilla eran estremecedoras, el mar no tiene conciencia ni piedad, es sólo mar. Me ví a mí misma. “Ahora soy una de estas”. Con dos dedos agarré una de las piedritas de vidrio erosionadas y se la dí, era suave y redonda, todavía húmeda brillaba. Estaba cansada, pero eso la hacía más bonita, una belleza humilde, zamarreada. Juli la devolvió junto al resto, con un suspiro de sílice todas apoyaban la panza pulida por el mar en la arena.

Pasaron cosas importantes esta semana. Florecieron los lotos y en la madrugada del martes se fue Julián. Cenamos juntos bajo mi estricta musicalización de “Canciones para la serotonina” que incluyen a Daniela Mercury y a Gloria Estefan, con estas dos los neurotransmisores estallan, onda no se trata de serotonina, estamos hablando de purpurina, mucha purpurina en el cerebro. Para mi enorme orgullo Julián quedó encantado con el tema “Mi tierra” y desconcertado con mis conocimientos del montuno. También dijo que mi destino es volverme una santa popular y yo le dije que siempre quise usar una capa. Lo acompañé con el saxo, la guitarra, la valija y la mochila hasta la parada del bus, lo hubiera acompañado hasta Alemania sólo para ayudarlo a cargar el equipaje, pero mi hermanito es ahora un hombre adulto, eso es algo que aprendí en este viaje. También que los dos nos emocionamos con el tema “Mi historia entre tus dedos” con el que lo desperté varias mañanas de su estadía en Barcelona. A la tarde hice picnic con Flor y al otro día me desperté tan sensible que lo único que pude hacer en todo el día fue ordenar nuestras piedritas de vidrio pulidas por el mar sobre mi mesa de luz, le conté a mi papá y le mandé una foto de la disposición final, haciendo como una medialuna a los pies del velador y me contestó: “¿Estaban muy desordenadas antes?”, y yo le dije que sí. Él no sabe, pero me puse a llorar. Mi papá no ha perdido la dulzura para charlar con una nenita.

Ayer Noulan asomado al balcón le ladraba a los perros que pasaban, que obviamente le contestaban. Así que salí yo también y muy segura de mi misma le ladré a Noulan. Tengo una capacidad excepcional para ladrar y sabía que iba a sorprenderlo. Cuando era chiquita yo también me asomaba a la ventana de mi cuarto y conversaba con mi perra Lulu que me contestaba desde el jardín. Noulan me miró deslumbrado y yo le expuse toda mi variedad de ladridos, desde caniche toy a perro viejo y cansado. Después aullamos juntos y después salieron sus hermanas a retarlo y lo metieron para adentro cerrando la puerta del balcón. Noulan corrió a la habitación y me aulló desde la ventana, yo auné rápida mi voz a su aullido antes de que las hermanas le cerraran también la ventana.

Lo mejor de todo es que desde que se fue la vecina franquista de abajo, la vecina venezolana de al lado no ahorra más en reggaeton y todas contentas limpiamos los vidrios y bailamos en el balcón.

Acerca de la ilustradora

Nat Filippini es diseñadora gráfica & ilustradora. Nació en Bariloche, Argentina en 1982. Desde chica le gustan las artes visuales. Trabajó para diversas marcas y proyectos. Hoy sus clientes más importantes son Luca y Roma sus pequeños hijitos. Además de ser mamá es una gran freelancer, que es algo así como ser La Mujer Maravilla pero en joggin.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.