Les Comes

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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9 min readApr 13, 2021
@lauralumi.a

Yo vengo labrando a solas este anhelo de honda vida,

como quién pica el caballo mirando la lejanía.”

Alberto Arvelo Torrealba, “Llanera Altiva”

Hace una semana dejamos el Pont d’en Valenti, el puente de los valientes, luego de un mes durmiendo en carpa nos mudamos a una casa, ahora dormimos cada una en una cama, con almohada. Hay un inodoro y una ducha, aunque tenemos que cuidar el agua porque el río se secó y queda medio tanque de agua hasta que llueva en los pirineos. Es una masía (qué placer me da esta palabra) a tres kilómetros del pueblo de Olost, un pueblo con una iglesia, una tabaquería, una estación de servicio, un banco, dos casas de lotería y tres bares, como corresponde. La masía se llama “Les Comes”, que traducido del catalán al castellano significa “Las comas”, y qué atinado me resulta hoy en día vivir en una casa que se llama como el signo de puntuación que representa una pausa más breve que la del punto, que separa los miembros de una enumeración o una sucesión, o que se emplea para delimitar una aclaración o un inciso, o, incluso, para invertir el orden lógico de los complementos de una oración.

Nunca supe usar bien las comas, las uso como respiro: cada vez que inspiro profundo meto una coma, después algún alma piadosa como mi hermano o mi mamá al editar mis textos me las acomoda. ¿Vivir en las comas no es, al fin, lo que hacemos todo el tiempo? Lo que se enuncia ya no es vida, es recuerdo o especulación sobre la vida. La coma, silenciosa pausa, inspiración, metrónomo de la vida, es ahora: después de lo que sucedió, antes de lo que sucederá. De coma en coma vamos saltando para cruzar el río.

El mes que pasó me dejó con tres epifanías. Viviendo en un camping en el que los ratones agujerearon el mosquitero de mi carpa nueva y luego una bolsa de plástico, todo para morder el lomo de mi cuaderno moleskine como si no hubiera suficientes manzanas acumuladas alrededor, manzanas que caían cada noche sobre el techo de mi carpa como sobre el cuero de un tambor y me despertaban de un susto. Se me paspó la chucha de tanto hacer pis en el bosque y olvidarme de llevar papel higiénico en el bolsillo (evidentemente el bamboleo no es una acción de higiene suficiente), engordé como un chanchito (muy a tono con la zona de Catalunya donde crían los cerdos para el famoso jamón crudo y el aire huele constantemente a juguito de abajo de la heladera de una carnicería, al aliento de mi profesor de física de 5to año: a sangre estancada), me bañé con un balde y un tachito las pocas veces que no me daba pereza, y así anduve con el pelo corto como con la peluca apelmazada de una viejita de las que te cruzás comprando té, galletitas de agua y duraznos en almíbar en el Eroski.

Fue una de las experiencias más hermosas de mi vida: vivir sin espejos, bañarme desnuda en el río, guiar las tomateras con hilitos, amigarme con la lengua catalana — luego de vivir la xenofobia, la actitud racista, nacionalista, cómoda y snob del independentismo en Barcelona — almorzando con la abuelita de mis amigas Anna y Lara, que quería conversar y simplemente no encontraba las palabras en castellano que necesitaba para explicarme la receta del gazpacho más sublime que he probado y las miraba a las nietas pidiendo ayuda — “¿Pebrot? ¿Ceba? ¿All? ¿Poma?” — y había a pesar del idioma una ganas de entendernos tan sincera, que me conmovía igual que Indira y Uma, las niñas que de tan niñas y tan nuevas en el lenguaje y en el mundo simplemente hablaban, en catalán, y al irse a dormir después de abrazarme me decían “fins demà” y no era un gesto político, no delimitaban un territorio, era nada más decir “hasta mañana”. Incluso los perros que reaccionaban distinto ante un “anem” que ante un “vamos”. Fue la primera vez que el mundo me invitó a vivirlo en catalán como quien te invita a pasar a su casa y te ofrece sentarte, te pregunta de dónde venís y luego “¿tenés hambre?”

Vivir en un cañadón es una experiencia energética fuerte, no sale el sol hasta las 11 de la mañana y se va a las 5 de la tarde, es vivir la mayor parte del día a media luz y nunca ver el horizonte. También es estar todo el tiempo contenida, por dos enormes masas de piedra. Ahora vivimos en la cima de una colina, los campos ya han sido cosechados, y la tierra negra, revuelta, reposa.

La primera epifanía sucedió una tarde en que necesitaba ver el valle, estar sola un rato. Me fui caminando los tres kilómetros que hay del campinga hasta Sadernes, es decir, al bar más cercano, con la intención de escribir en mi cuaderno. La última vez había sido exactamente hace un año, cosas espantosas. A quién quiero engañar, llevar el cuaderno era un modo decoroso de ir a beber. Sentada en una mesa afuera, un párrafo fue todo lo que llegué a escribir antes del anochecer, y recordé a mi querido Reynaldo Arenas escribiendo trepado a un árbol escondido en un parque de La Habana con apuro antes de que se pusiera el sol. Insistí en seguir un poquito más a la luz de la máquina expendedora de bebidas. Me tomé tres cervezas, que es lo que había ido a hacer en definitiva, y emprendí la vuelta contenta caminando sola, iluminada únicamente por la luna. Seguía el camino que subía y bajaba y se curvaba como caminando sobre el lomo de una serpiente blanca y fornida. Se delineaban las cimas de los cerros, las estrellas brillaban en un cielo despejado, veía perfectamente a los sapos cruzando el camino, tantos que me hicieron dudar si no estaba yendo en la dirección equivocada. ¿A dónde es la fiesta de los sapos? ¿Puedo ir con ustedes? A medida que dejaba el valle, el bosque se iba cerrando y dibujaba sombras oscuras y macizas sobre el lomo de la serpiente. Al atravesarlas había un momento de ceguera total, un vértigo, unos metros de caminar con el culito apretado, un poco de cuiqui, el suficiente para disfrutarlo. Un sustito nomás que rápido iba aflojando. Yo seguía caminando decidida a no apagar la noche con mi linterna pero asegurándome de andar cerca de la piedra a mí derecha y alejada del barranco a la izquierda. Y de pronto el caramelito de adrenalina que saboreaba con gusto al atravesar las sombras me supo ácido y astringente. El ruido de los árboles, las paredes de piedra llenas de recodos, el camino a mi espalda empezó a soplarme en la nuca y el camino por delante se volvió la puerta de una caverna.

Poco a poco la escala de grises que desplegaba el bellísimo cañadón de piedra iluminado por la luz de la luna se transformó en una pantalla siniestra donde se proyectaban todo tipo de horrores sin ningún criterio: pasaban seres mitológicos, vampiros, monstruos con garras afiladas, violadores cualunques escondidos entre los árboles, ladrones sádicos, brujas, por nombrar algunos. Y ahí mismito fue que la agarré, en plena tarea, infraganti, pisando el palito y nos sorprendimos las dos. Fue tan burda, la pobre, tan falta de creatividad que le dije: “¿De verdad? ¿Blair Witch Project? ¿Aliens y fantasmas? ¿El alma en pena del petiso orejudo en Catalunya? ¿Eso es lo mejor que tenés? Acercate a la luz para que te vea, tranquila, si total ya te descubrí. ¿Así que esto es lo que hacés? Digo, ¿a esto te dedicás? ¿Y cuánto te pagan? Ah, no te pagan, lo hacés ad honorem, por gusto nomás. Osea que funciona así, el modus operandi que le dicen sería: yo salgo a caminar por el bosque de noche, y cuando estoy extasiada de hermosura aparecés vos con toda esta gilada del miedo 3D a joderme la vida. No, claro, entiendo, no es solo de noche, atendés las 24hs, onda que sos un maxikiosko. Y no es solo en el bosque. Que tenés sucursales en todos lados. Entiendo, en general es más complicado. Contame cómo funciona con las relaciones, a que vos operás en el business de los celos…”

Así charlándole, la distraje hasta que llegamos al camping. La mandé al sobre de una y, con ternura pero con firmeza, se fue advertida de que ahora que sé en la que anda que se maneje con cuidado que la voy a tener cortita.

Pasaron unos días y una noche después de bañarme con mi balde y mi tachito, en compañía de las ranas, tuve la segunda epifanía: me envolví en la toalla y agarré con una mano la pila de ropa sucia que me había sacado y con la otra la bolsita con el jabón, el shampoo, el aceite de coco… Y la linterna. Así con las dos manos ocupadas tantee descalza en la tierra donde estaban mis zapatillas, tenía tantas cosas en las manos que no las veía pero encontré el agujero de una y fui a meter el pie derecho, este entró a medias y yo empecé a hacer fuerza, insistía e insistía y el pie no terminaba de entrar, yo no me daba por vencida hasta que de tanto tironeo me cansé, refunfuñando apoyé como pude lo que tenía en las manos en una barandita y miré para abajo: estaba intentando meter el pie derecho en la zapatilla izquierda. Me reí. “Así que de esto se trata todo en la vida, todo ese mal humor, todo ese sufrimiento”, me dije mientras con facilidad y en un instante metía el pie derecho en la zapatilla derecha y el pie izquierdo en la zapatilla izquierda y me iba caminando recién bañada a meterme en la bolsa de dormir. Que no es poca cosa.

La tercera epifanía vino en forma de recuerdo: hace tres años trabajando en una estancia en la Patagonia, Roberto Carlos, el petisero, me enseñaba a andar a caballo. Las veces anteriores que lo había intentado siempre me había dado vértigo, pero Roberto Carlos tenía una forma de acompañarme que hacía que todo parezca muy fácil. Era como si supiera exactamente todo lo que sentían los caballos y yo. Por mi horario de trabajo nos quedaban solo los atardeceres disponibles para salir a andar. Dejaba la casa principal y caminaba a la caballeriza, él me estaba esperando con los caballos ensillados para salir al monte. A medida que nuestra amistad crecía, los paseos se hacían cada vez más largos, y más largas las malas lenguas a medida que volvíamos cada vez más tarde. Hace muy poco recordé la primera vez que cabalgamos de noche: el monte era cerrado, la noche era sin luna y nosotros estábamos lejos. La vuelta sería irremediablemente sin luz por el sendero bordeando el lago. Un sendero angosto a veces de pura piedra, cuesta arriba, cuesta abajo. Al montar para iniciar el regreso yo estaba inquieta. ¿Cómo iba a guiar a mi yegua si no podía ni verme las alpargatas y mucho menos el suelo? Intentando llevar la yegua se tropezó un par de veces y a mí el corazón se me aceleraba, las piernas se me ponían tensas que parecían de palo y las riendas se me resbalaban con el sudor de las manos. Estaba muerta de miedo. Entonces Roberto Carlos, se me acercó y me dijo con dulzura: “Tenés que soltarle la rienda, Lupita, la yegua ve lo que no vemos, dejala nomás flojita que te lleva ella solita, conoce el camino”. Entonces, y porque no tenía opción, le solté la rienda y atravesé a ciegas los kilómetros de espesura de la noche, bordee el acantilado escuchando las herraduras golpear contra la piedra, bajé laderas sintiendo la cadencia de sus caderas de un lado, del otro; crucé ríos y troncos caídos. Lo único que tenía que hacer era no hacer nada ¡Lo difícil que era al principio y lo placentero que era al final! El alivio profundo que me daba confiar en aquel animal, dejarme llevar en la oscuridad, nomás soltar las riendas.

Acerca de la ilustradora

Laura Lumi (Buenos Aires, 1994) es y hace un montón de cosas distintas. Es Artista visual y Licenciada en Ciencias de la Educación. Facilita talleres de artes en diversos ámbitos: en su taller, en escuelas primarias y secundarias, y en organizaciones culturales. Da clases de arte para chicxs hospitalizadxs en la fundación Vergel y es tecnóloga educativa en una escuela secundaria. En su taller desarrolla sus proyectos y obra artística, que se encuentra disponible online, y en tiendas y galerías.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.