llueve y no llueve al mismo tiempo y en el mismo lugar

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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13 min readJan 13, 2020
© Dominique Rossi

Todos los años llego a Bariloche, mis antiguos colegas me ofrecen un trabajo de cocinera, me da nostalgia, me aprieta el bolsillo, me digo “no está tan mal, es divertido”, lo acepto. Trabajo en fiestas de nuevos ricos medio pelo, me dan ganas de poner una molotov en la torta de casamiento, me canso, me enojo y para el final del verano, a lo Gabi Sabatini, anuncio: “¡Me retiro para siempre de la gastronomía!” Le agradezco a mis colegas el tiempo compartido juntos y les informo que no voy a trabajar en cocina nunca más. Brindamos, nos mandamos mensajitos conmovedores, ellos dicen que me van a extrañar pero que entienden mi decisión, y yo les digo que los voy a extrañar pero que es un ciclo que ya se cerró. Nos deseamos buena suerte. Y unos meses más tarde volvemos a empezar.

Este año a los pocos días de haber llegado a Bariloche ya estaba trabajando en el primer evento de la temporada. La reinauguración de la estación de servicio YPF en el km 1 del faldeo. Cuando llegué ví que habían estacionado tres foodtrucks en el playón de la estación de servicio como formando una medialuna orientada hacia los surtidores. Llegué primera y me encontré a R y a el viejito Felix organizando el interior de los carros. Me dieron el uniforme: un mameluco de jean que fui a ponerme en el baño de la YPF. Me miré en el espejo, con mi pelo rapado, me reí. Cuando salí caminé derecho a los surtidores y con desenfado agarré uno y le grité a mis compañeros: “¡Che si me avisaban que íbamos a filmar porno lésbico me depilaba!” Los playeros siguieron barriendo el playón haciendo un esfuerzo enorme por pretender que no habían escuchado y R, el viejito Félix y yo nos destartalamos de la risa.

Sobre ese escenario sórdido de cemento y olor a nafta se desarrolló un festejo de una calidez insospechada, los playeros con toda sus familias y la familia de los dueños comían sanguchitos y tomaban cerveza sin parar y una banda de rockabilly amenizaba el evento. En cierto punto los changarines del barrio que andan siempre por ahí con sus perros se acercaron a preguntar cuánto costaba la birra, las chicas le dijeron que era gratis, que era un evento privado y los vimos entonces disimuladamente ponerse en la fila de la cerveza como quien no quiere la cosa se comieron unos sanguchitos de cordero y nosotros hicimos la vista gorda también y tuvimos la fiesta en paz. A la hora de los dulces repartimos helados bombón de palito. Yo estaba dentro de uno de los foodtrucks cuando veo que se acercan un nene chiquito con su hermana más chiquita aún. Asomando medio cuerpo fuera del carro les pregunté si querían helado y me dijeron que sí. Les dí uno a cada uno y seguí ensamblando cheesecake como una máquina. A los dos minutos los veo venir otra vez, esperan a que los mire y el más grande estira la manito con el pulgar agarrando el meñique me decía tres. “¿Tres helados?”, le digo yo, poniendo tono medio de sorprendida. “Sí”, responde con la cabeza. Se los dí. Y a los dos minutos lo mismo, la manito con tres dedos en alto. Y mientras le daba tres helados otra vez nos miramos a los ojos y yo entendí. Entendí que el nene tenía tres años y por eso me pedía tres helados, era hasta donde sabía contar con deditos. Pero más importante entendí en el brillo de esos ojos lo que él había entendido: un lugar en el mundo donde podía pedir todos los helados que le den la gana y nadie se los podía negar. Y a eso se dedicó el resto de la tarde, venía me mostraba los tres deditos, yo le daba los tres helados. Y era muy liberador poder darle helados ilimitados a un nene sin ninguna responsabilidad. Compartimos un momento de anarquía de una belleza revolucionaria. Una vez que le daba los helados lo veía irse corriendo muerto de risa, triunfante, hacia el estacionamiento. Y yo pensaba: “Mañana alguien se va a encontrar un botín, una reserva universal de helados escondidos debajo del asiento del auto y se va a querer matar”.

Al otro día me tocó asado para gringos y mientras cocinábamos con R, él que es lector asiduo de mis textos, de los que lloran leyendo y todo, me preguntó: “¿No te cansás de hablar siempre de vos misma?” Yo no le respondí, a veces prefiero pelar huevos duros en silencio. Pero sí pensé, y quizás les cause risa, que yo no siento que esté escribiendo todo el tiempo sobre mí misma. Yo siento que rescato del flujo voraz de la vida pequeñas escenas, personas, diálogos, momentos, como una buscadora de oro tamizando el barro en busca de pepitas a la orilla del río. Mi presencia en el relato, del mismo modo en que Goya marcaba su presencia, y por lo tanto su testimonio como testigo denunciante, al pie de los grabados “Los desastres de la guerra” en los que ilustraba las escenas más terribles con epígrafes como “Así pasó”; “Yo lo vi”; “No se puede decir”, no es más que un recurso literario para dar veracidad. Me utilizo a mí misma como ser existente comprobable para que las historias que cuento sean leídas como existentes, la primera persona inviste realidad y por eso puede ser tan poderosa. Y a veces insoportable. Yo quiero que estas historias se lean con el poder de verdad con el que yo las viví. Punto.

Cuando le conté este diálogo a Lucía, ella — rápida, certera, feminista y bellísima — comentó: “Bueno, no creo que a Bukowski le hicieran la misma pregunta”. Y la amé, una vez más. Con los días seguí macerando el asunto porque la pregunta acerca de lo que es ficción y lo que no lo es, es quizás la pregunta de mi vida y de toda mi escritura. Hasta dónde la diferenciación entre ficción y no ficción es tan solo una decisión estética que nada tiene que ver con el grado de concordancia con lo que podríamos llamar realidad. En los últimos días mi teoría se ha vuelto aún más radical, quizás porque este año fue el año de los relatos partidos, de los vuelcos inesperados, los giros impredecibles, la rebelión de las antiguas épicas, la salida del clóset de las historias no contadas, el espectáculo aterrador que implica de pronto ver al pasado transformarse rotundamente. No era: el cuentito que te estabas contando no te diste cuenta de que era parte de la trama de una novela de Michel Houellebecq, y qué vas a hacer. De pronto es como que está su foto en la contratapa de tu vida y te morís de miedo.

Lo que estoy empezando a creer es que en última instancia el único género literario que existe es el de ficción-no-ficción. Cuando estudiaba filosofía, en la clase de Lógica se repetía ad infinitum la frase: “En ningún mundo posible se puede dar que llueva y no llueva al mismo tiempo y en el mismo lugar”, y muy por el contrario — y quizás por esto me saqué 0 en todos los exámenes — yo creo fervientemente lo opuesto: en nuestras vidas humanas, tomadas como mundo posible, constantemente y todo el tiempo llueve y no llueve al mismo tiempo y en el mismo lugar. Nuestras vidas en sí mismas son una ficción-no-ficción. Y por eso es tan difícil vivir. Todo lo que es atravesado por el lenguaje lo es. Toda narración es la lluvia o la no-lluvia que suceden al mismo tiempo y en el mismo lugar. Y si no me creen, vengan a Bariloche donde es verano y anteayer nevaba y salía el sol al mismo tiempo y en mi jardín, y ayer me metí al lago y tomé sol y hoy amanecí con un aire húmedo y helado de Selva Valdiviana con 0° otra vez. Quizás mi relativismo sea fruto de la influencia climática. O quizás no, sea algo mucho más profundo, una nueva desconfianza saludable ante cualquier relato, sobre todo los de una misma con una misma. Quizás las cosas no sean tan así como nos parece. Nosotras mismas no somos tan así como creemos. Y “quien te ama te hace daño”. Mientras tanto están los momentos mágicos en los que ves que un nene de tres años descubre el poder absoluto del lenguaje y levantando tres simbólicos deditos materializa tres helados. Algo, que yo no le dije para no estropear el momento, pero que no será tan frecuente en el resto de su vida.

Esta semana pasaron por casa muchos niños. Entre ellos Morella, que tiene 6 años y hablando de lenguaje, More nos está enseñando a tíos y tías a usar lenguaje inclusivo, digamos ties entonces. A More le gusta contar chistes: “Había un chique que tenía un pate y un chanche y les había prometido llevarles a conocer el obelisque…”, y así. “En un aute había un gate, un galle y un perre…” Lo lindo para mí es que Guadalupe ya es inclusivo de por sí. El domingo a la tarde More vino de visita con su mamá Lucía, expectante porque tiene fe de que en algún momento va a venir a casa y la va a encontrar a Mamá Osa in fraganti, el personaje de ficción con el que mi mamá dialoga en Radio Nacional cada domingo en su programa de radio para nenas y nenes. Almorzamos y mientras tomábamos mate en el jardín escuchamos un escándalo de sirenas de bomberos, ambulancia, policía con megáfono que convocaban a conocer a los Reyes Magos en la plaza del barrio así que salimos las tres corriendo y nos encontramos a Melchor, Gaspar y Baltazar (con la cara pintada con corcho quemado) repartiendo caramelos. Había un viento patagónico que les revoleaba las túnicas de raso brillante, que eran en realidad como unos ponchos sujetados en la cintura con un piolín y hasta las barbas se les volaban hechas con barbijos a los que les habían pegado grandes pedazos de algodón. Y una se pregunta ¿a quién se le ocurre? ¿A quién se le ocurren estas cosas? Estaban las bomberas, todo era una algarabía inexplicable de gente sacándose fotos y nenes y nenas intentando obtener sus caramelos sin tener que acercarse demasiado a esos tipos con vestidos de colores que finalmente se subieron a la parte de atrás de la camioneta de la brigada anti incendios forestales y se fueron escoltados por la ambulancia y una patrulla con las sirenas prendidas a la plaza siguiente mientras a su paso aullaban todos los perros del barrio. Y nosotras tres volvimos a casa muertas de frío, exhultantes de surrealismo patagónico, comiendo Palitos de la Selva. Mientras volvíamos yo la miré a More y le dije: “Qué lindos los reyes magos”. Y ella levantó su dedito develador y me respondió medio enojada con el orgullo herido: “¡Estás haciendo sarcasmo!” More está aprendiendo lo que es el sarcasmo y con su tíe Guadalupe tiene para practicar todo el día, aunque el otro día le dije: “Qué linda el agua fría del lago”. Y levantó su dedito y yo tuve que jurarle que no, que de verdad que no estaba haciendo sarcasmo, que me gusta el agua a temperatura cubito de hielo. Que bueno, la tíe Guadalupe es medio especial.

Después de la visita de los tres reyes magos vinieron Nat y Ger con su beba nueva de dos meses Roma René y con Luca León que tiene dos años y medio y dos oyuelos que se le marcan en los cachetes cada vez que se ríe que derribarán imperios. Así que mi mamá puso una alfombrita en el medio del living con libros y un pizarrón, y tizas y ositos de peluche y trompos. Cuando intenté sacar a Lennon afuera, parados los dos frente a la puerta abierta él hizo ese gesto de mirar para otro lado solemnemente ofendido como diciendo “Por el bien de nuestra amistad voy a hacer como que este momento nunca sucedió”, y yo acaté. Después, mientras More dibujaba tirada panza abajo sobre la alfombra, entendí todo. Lennon se echó al lado de ella y le lengüeteaba la espalda, ella se reía y le decía: “Basta, Lemon.” Y sí, mi abuela le dice Nelson, More le dice Lemon y a Lennon Leonard Lou, mientras todos estemos a salvo le da lo mismo: ¿Cómo se me podría haber ocurrido a mí sacarlo afuera cuando él tenía una tarea tan importante que cumplir? Estaba cuidando a los cachorros. Y ese modo de tratarnos de igual a igual que tiene él nunca deja de emocionarme.

A Lennon lo encontré en la calle con tres hermanitos hace casi siete años, todos tenían las panzas hinchadas de parásitos y el pelo ralo por manchones a causa de un hongo. Yo los ví cruzando la calle y me dije: “Si cuando vuelvo a pasar por acá hay un perrito aplastado por un auto no me lo voy a perdonar nunca”. Así que agarré a los cuatro a upa y me los llevé a mi casa. María Elena que todavía no se había jubilado, para pasar sus días feliz llevando a su nieta a concursos de patín, me vio llegar con los perros y movió la cabeza: “Ay, Guadalupe”. Esa noche nevó y yo me levanté varias veces a mirar que estén todos juntos sobre su mantita. Como eran cuatro y yo soy muy poco original los nombré Lennon, Paul, George y Ringo. Ringo era el que constantemente se alejaba del grupo y lo encontraba muerto de frío en un rincón del lavadero para volver a ponerlo junto al grupo en la mantita. Y George resultó ser hembra así que siguiendo mi patrón de originalidad le puse Linda, lo cual era un poco incestuoso. Regalamos tres y nos quedamos con Lennon. Lennon es un buen perro. Cuando Élida, la veterinaria, lo revisó por primera vez nos dijo que tenía algo de perro de por acá, perro de por allá y algo de Rottweiler y en su cara nos morimos de risa. ¡Lennon, Rottweiler! Cada vez que le servía la comida él se abalanzaba sobre el plato y la comida que yo estaba sirviendo empezaba a caerle arriba de la cabeza así que decidí enseñarle. Primero tenía que sentarse, después yo le hacía un mimo en señal de gratificación a su buen comportamiento y después él comía. Pero algo me salió mal. Cuando Lennon tiene hambre te persigue por toda la casa y cuando lo mirás pega el culo al suelo con cara de “sí, te estoy informando que tengo hambre y esto es lo que se supone que me enseñaste que tengo que hacer cuando tengo hambre”. Entonces una va, le sirve la comida y él sigue ahí, mirándote sentadito: “Faltan los mimos hermana”. Mi sistema resultó en que al día de hoy Lennon no come si no le hacés mimos. A veces cuando lo veo tan humano-dependiente pienso que la crianza con apego se me fue un toque de las manos. Pero después lo veo jugar con Simón, que es un gato y lambetear cachorros humanos y pienso que tan mal no me salió.

Luca encontró mi pelota de pilates y pasó casi toda la tarde entretenido limpiándola con el trapito rejilla de la cocina, haciendo caso omiso de los ositos de peluche a tal punto que creímos que se iba a llevar el trapo rejilla a su casa, después limpió el piso y las patas de la mesa del comedor. Yo pasé casi toda la tarde con mi mano sobre la pancita de Roma, fascinada por las proporciones, sintiendo esa tibieza, ese redondismo, una paz. La había visto a Nat con su panzota de Roma René la tarde antes de que pariera en Buenos Aires, una mujer tan hermosamente renacentista. Los hijos de Nat cuando nacen siempre me hacen llorar. A Luca lo vi por Skype tomando la teta en el 2016 cuando yo estaba en Washington y lloré como una marrana. Roma nació riéndose, es otra la emoción. Y a More la vi con tres meses diminuta en su moisés con cara de pajarito. Esta vez, hasta me animé a pensar que a mi también un día quizás me gustaría quién sabe con quién y cómo, o dónde, pero qué lindo aunque este sea el antropoceno esa alegría gorda y redonda de bebé y más adelante esa fascinación por un trapo rejilla y después el dedito acusador ante el sarcasmo. Bueno, ya está. Ya pasó.

Acerca de la ilustradora

Ya saben lo que dicen: una ilustradora trae a la otra. Y las dos hacen feliz a una escritora. Conocí a Dominique Rossi -autora de la ilustración que acompaña este texto- o ella me conoció a mí gracias a mi amiga e ilustradora Lu Barrón -ilustró cuatro textos en este proyecto- un día ella le compartió mi correo semanal a Domi y esta a su vez fue y se compró mi novela Air Carnation. Domi estaba buscando un material con el que trabajar para su tesis en ilustración y diseño gráfico en una universidad en Alemania y me escribió lo siguiente: “Elegí el tema identidad como algo incompleto y en proceso de constante re-significación. Estoy leyendo mucho sobre la importancia del relato de la propia vida para la consolidación de la identidad, y paralelamente, leyendo tus correos semanales y Air Carnation para despejarme y salir de la teoría del trabajo. Como suele pasar cuando uno se concentra en un tema, leyéndote no puedo evitar vincular tus relatos con los demás autores que estoy leyendo. Creo que sería muy interesante trabajar con tus escritos para la parte práctica de la tesis. Te quería preguntar si estarías de acuerdo con que use tus textos, o fragmentos de ellos, para ilustrarlos.”

Ella no sabe, pero no necesité mirar sus trabajos, su descripción de mi escritura fue tan atinada que sin pensarlo dos veces, como si nos hubiéramos conocido en un casino en las Vegas, le dí el sí. Domi se recibió con las ilustraciones que hizo de Air Carnation y gracias a ese matrimonio apresurado surgió la idea de este proyecto poliamoroso de ilustración al que se fueron sumando otras artistas.

Dominique Rossi vive en Offenbach, donde estudió, y trabajó en Frankfurt (están cerca, como a veinte minutos en subte), en una editorial como diseñadora e ilustradora (a veces, cuando tiene suerte). Se recibió en mayo del 2019 y arrancó a trabajar derechito full time (ya trabajaba como estudiante desde hacía dos años). Está de novia con un “muchacho alemán” (como le dice su abuela) y extraña bastante Argentina, sobretodo la gente, los amigos, la familia y la música. Se fue a Alemania por un año y va cinco… veremos como sigue ésta historia :) Tiene 29 años y un gran futuro por delante en el cual espero que algún día nos tomemos un café, ya que hasta el momento nos conocemos solo por mail. Para saber más acerca de Dominique Rossi en sus propias palabras.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.