Los niños y los yuyos

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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10 min readJul 2, 2020
© Nat Filippini

“Los niños y los yuyos crecian sueltos.”

Fernando Cabrera, “El trío Martín”

A fin de octubre del año pasado, me dejé llevar por el otoño en Barcelona y me rapé. La primera vez que deslicé la mano por mi propia cabeza me generó extrañeza. Fue como acariciar a un animal. Siete milímetros de un pelaje suave y firme me cubría la cabeza. Me recordó del placer y el amor con el que cepillaba a Nena, la yegua que montaba cuando trabajaba en la estancia. Por primera vez desde que era un bebé, mi mancha de nacimiento, una salpicadura roja en la nuca, quedó expuesta a la vista de todo el mundo. Después de cortarme el pelo me subí a la bicicleta y sentí cómo el viento encontraba lugares nuevos donde meterse con todo su frescor. Me hacía cosquillas y entonces me di cuenta de que en lugar de pelo llevaba un pastizal en la cabeza. Podía sentir la locura que sienten los pastos cuando los zamarrea el viento con fuerza para un lado y para el otro, arremetiendo en olas secas verdes y amarillas. Al atravesarme, el viento salía convertido en risa.

“De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río.”

Era yo Juan L. Ortiz en bicicleta. Era yo un pastizal atravesado por el viento en el anochecer o por un río despojado de agua, pero río al fin. “Me atravesaba un río, ¡me atravesaba un río!” Hasta que me bajé de la bicicleta.

Mi cabeza, ese pastizal reverdeciente que hubiera deslumbrado a cualquier pintor impresionista, comenzó a recibir interpretaciones y depende de la ropa que me pusiera pasaba de parecer parte de un experimento secreto del gobierno para estudiar fenómenos psíquicos paranormales a una monja tibetana, de una guerrillera revolucionaria setentista a una guerrillera revolucionaria post apocalíptica, todas lesbianas. Con dos centímetros y medio de pelo llegué a Bariloche siendo la versión patagónica de Furiosa de Mad Max. Esto habrá durado un mes. A los cuatro centímetros una mañana de pronto me desperté con un look Godard que me quitaba el aliento a mí misma. Iba al lago con un traje de baño enterizo blanco con lunares negros y me sentía tremendamente sexy, aunque esto duró no más de tres días. Porque ya sabemos: “Lo bueno dura poco”.

Del look Godard pasé al look gaucho en día de fiesta. Recién bañada y peinada parecía lista para asistir al desfile, la doma, el baile, las carreras cuadreras, las jineteadas, la música y la elección de la reina en la Fiesta de la Chicha en Mallín Ahogado. Si bien no me hacía sentir sexy en absoluto, llevé el estilo con orgullo porque me hacía acordar a mi amigo Roberto Carlos, el petisero que me enseñó a andar a caballo en aquella estancia donde trabajé en el verano del año 2016. Roberto Carlos me pasaba a buscar todas las tardes por la casa principal después de que yo le hubiese dado de cenar a los rubios y pequeños herederos al trono asombrosamente precoces en el uso del cinismo. Roberto Carlos me llevaba a cabalgar con Nena por “todas estas cordilleras”, como decía él con un gesto que señalaba todo el paisaje alrededor. Y me enseñaba a ver las huellas “del lión” o saber si había sido una tarde de mucho calor porque en el barro se había estado revolcando un barraco y decía que su celular “se despertaba cantando” porque le había seteado la alarma con el programa de folclore de Radio Nacional. Algunas veces al atardecer, cuando bordéabamos el lago a mí me entraba una desesperación por tirarme al agua, entonces desensillábamos y Roberto se sentaba en un tronquito en la orilla de espaldas al lago para que yo pudiera nadar desnuda. Después yo salía, me vestía rápido y le decía: “Ya está”. Y recién ahí él se daba vuelta. Roberto era más chico que yo y se reía con una risa aguda y generosa que hacía que todos los compañeros le estén diciendo a cada rato: “Roberto, ¡no grités!”. Después de dejar a los caballos en el establo, saludábamos a las cámaras de seguridad con sorna, cada uno se iba a su casa y volvíamos a encontrarnos más tarde en el comedor común. Roberto Carlos bañado y perfumado, con la raya al costado prolijamente peinada con gel, con su camisa a cuadros limpia y metida dentro de la bombacha de campo, el chalequito de lana, la boina y todas las estrellas del hemisferio sur opacadas por su sonrisa.

Con la expresión relajada que da el agua caliente y el jabón después de trabajar todo el día, sentados a la mesa, con el hambre feroz que sabe que está por ser saciada, en esa espera feliz por la comida eramos todos: el petisero, la niñera, los conductores de retroexcavadoras, los esquiladores, los veterinarios, los pilotos de helicóptero, los que cosechaban los arándanos, los albañiles y los que dormían en cuchetas de a seis en las barracas de chapa sin aislación al lado del Río Escondido donde estaban construyendo las turbinas. Todos éramos como niños. A veces, Roberto y yo llegábamos tarde al comedor, con los pantalones llenos de abrojos, la cara llena de tierra y olor a caballo transpirado, calentábamos agua a la que le tirábamos una cucharada cargada de leche en polvo, algún pedazo de pan que encontrábamos en la cocina, azúcar y esa era toda nuestra cena. Durante ese verano Roberto Carlos fue mi mejor amigo, así que este febrero cuando me miraba en el espejo y trataba de peinarme el jopo rebelde para el costado me acordaba de él y de su risa, me metía la camisa a cuadros dentro del pantalón con alegría y salía por ahí con la boina que me regaló cuando me fuí. Nunca más lo ví, pero pienso en él seguido, durante un tiempo nos llamábamos y él me contaba que se había tenido que despertar a las 5 de la mañana para ensillar los caballos para el jefe porque venían el presidente y el presidente negro y sus mujeres pero que al final no habían venido y había tenido que desensillar todo otra vez y yo le decía: “Roberto no podés contarme estas cosas por celular”. Y él se reía y me contaba que igual habían venido otras veces y que a Antonia, la nenita, los papás no la trataban muy bien, que había llorado solita toda la cabalgata y que él había intentado hacerla reír.

Ya en marzo, con unos casi cinco centímetros de pelo, en Buenos Aires, mi papá dijo que me parecía a Laurie Anderson, pero yo estaba convencida de que estaba igualita a Chitara hasta que volví a Barcelona y Julián me dijo que parecía María Elena Walsh. El día de la bajada de dosis de clonazepam el parecido a Alejandra Pizarnik era pasmoso, sobre todo en la mirada. Ahora, gracias a que me reencontré con mi campera de cuero negra oscilo entre Matt Dillon en Rumble Fish y según el champú, la presión atmosférica y la fase lunar parezco una señora con aires a David Bowie o una señora con aires a Robert Smith dependiendo del nivel de frizz. Aunque en la calle me encontré un pañuelito de seda con estampado colorido que me da por atarme con un moño en la cabeza a la noche para preparar la cena y me hace sentir liviana, florecida, bellísima: en casa.

Hace poco nos preguntábamos con mi mamá quién habrá inventado los moños. ¿Por qué nos parece que con algo tan aleatorio e inútil como un moño adosado hacemos que algo sea más lindo? Quizás se trata de una sabiduría antigua, que escapa a nuestro entendimiento de simples mortales, ahora mismo creo que de todos modos en nuestra ignorancia no llegaremos a comprender jamás qué embrujo bondadoso se esconde detrás del poder que pueden ejercer sobre el ánimo los moños. ¿Por qué le ponemos si no moños a los regalos? Quizás el gesto de vanidad que proclama “soy tan linda y preciada que me merezco un moño, tan irreverente que llevo con alegría un objeto inútil adosado a la cabeza, inútil y bello como la poesía. Yo soy un regalo para mí”. Decía T.S. Eliot en The Cocktail Party: “No te hará daño encontrarte siendo ridículo. Resignate a ser el tonto que sos... Siempre debemos tomar riesgos. Ese es nuestro destino”. Quizás él sí entendía el sentido de los moños.

De vuelta en Barcelona me enteré de que había una nueva habitante en la casa. En mi ausencia Marzia adoptó a Nina, una kombucha. No es una kombucha cualquiera, es una kombucha de pedigrí descendiente de la cepa del mismísimo Sandor Katz. Desde que llegué la vimos crecer de su primer frasquito de medio litro a su frasco actual de tres. Y si bien al principio Marzia estaba ansiosa por tomársela, tuvo que esperar una semana a que Nina crezca, sea lo suficientemente grande y fuerte para mudarse a su nuevo frasco. No hay mañana en que Marzia no le dé los buenos días ni tarde en la que al volver de trabajar no saque la banda elástica alrededor del cuello del frasco, levante el pañuelito de tela que la protege y le diga: “¿Cómo está mi Nina, tan grande, tan linda”. Me hace acordar a una época en la que mis compañeros de piso en Buenos Aires decidieron plantar marihuana en la terraza y mientras mis malvones en las macetas aledañas suplicaban por sus vidas, mis compañeros sólo tenían ojos y regadera suficiente para “ellas”, a las que les hablaban en susurros amorosos. Lo bueno es que nuestra nueva mascota, vivita y coleando, no deja pelos por toda la casa, hay que alimentarla una vez por semana con té y panela, se puede tomar y no hay que esconderla una vez al mes cuando viene el erradicador de plagas.

Mi punto es que lo interesante del pelo corto es que crece como la kombucha y esto requiere una adaptación identitaria vertiginosa a la vez que una paciencia de roble. Marzia acompaña a Nina, yo acompaño a mi pelo y Julián me acompaña a mí en este proceso de desintoxicación. A Julián lo acompaña la música o él a ella, o Nina a Marzia, o mi pelo a mí o yo a Julián. Crecemos en compañía. Marzia no puede apurar a Nina, ni yo a mi pelo, ni por más que quiera no puedo tirar el clonazepam por la ventana de la noche a la mañana, sobre todo porque después tendría que bajar cinco pisos por escalera de mármol corriendo, arriesgándome al resbalón y rezando por que no lo haya aplastado un auto. Y sin embargo el pelo crece, Nina crece y Julián hace unos días me dijo: “¿Te das cuenta de que estás cada día más linda? Desde que empezaste la bajada de dosis se te deshinchó la cara”. Menos mal no me lo dijo cuando tenía la cara hinchada. Crecer es cambiar, aunque en el caso de Nina sea solo de tamaño.

“Ah, pero nosotros morimos los unos para los otros cada día.
Lo que sabemos de otras personas
es sólo nuestra memoria de los momentos
durante los cuales los conocimos. Y ellos han cambiado desde entonces.

Fingir que ellos y nosotros somos los mismos
es una convención social útil y conveniente
que a veces debe romperse. También debemos recordar
que en cada encuentro encontramos a un extraño.”

― T.S. Eliot, The Cocktail Party

Yo no soy la misma que cuando me fui en la madrugada como una forajida de Barcelona, Julián definitivamente no es el mismo que hace un año atrás cuando nos vimos por última vez, ni siquiera Nina es la misma que hace tres semanas cuando la conocí. Tuve que raparme, tuve que hacer un viaje de 24 horas con escala en Miami para descubrir por qué sigo volviendo a Argentina con regularidad. No es una cinta de Moebius maldita, no es falta de coraje ni comodidad, es porque las personas cambian. Mi mamá, mi papá, mi hermano Valentín, mi abuela, mis amigas y amigos de toda la vida: yo quiero saber quiénes son hoy, quiero volver a conocer a las personas que amo una y otra vez. Por eso vuelvo, porque cuánto menos doy por sentado que las conozco más me maravillan. Y del mismo modo hay personas que creía conocer muy bien y se volvieron de pronto completos extraños a quienes tuve que dejar ir en la corriente.

Las cosas trabajan en silencio. El árbol hace sus manzanas en silencio y nuestros cuerpos no hacen ruido al arrugarse. Sin embargo la manzana suena al caer y las rodillas empiezan a crujir al agacharse. Yo escribo en silencio, pero quizás en algún lugar a alguien mis historias le hagan eco, le resuenen, le canten, le susurren, le griten, le hagan ruido, le crezcan como la kombucha, las hagan cambiar de peinado o descubrir qué son y no son tan así como creen. Todos cambiamos todo el tiempo. El pelo, las kombuchas, nuestros hermanos, nuestros padres, nuestras amigas y nuestros amigos, las abuelas, T. S. Eliot, el Humorup y las serotoninas, la escritura, los niños y los yuyos crecemos sueltos.

Este texto está edicado a Roberto Carlos, con la profunda alegría que me trajo simplemente escribir acerca de él, como si estuviera con él “quién sabe vidita ay por dónde andará”, arriando solo de a treinta caballos por todas esas cordilleras desde el Foyel hasta Ñorquinco. Para que los alambrados nunca se crucen en su camino. O para que siempre tenga a mano una tenaza.

Acerca de la ilustradora

Nat Filippini es diseñadora gráfica & ilustradora. Nació en Bariloche, Argentina en 1982. Desde chica le gustan las artes visuales. Trabajó para diversas marcas y proyectos. Hoy sus clientes más importantes son Luca y Roma sus pequeños hijitos. Además de ser mamá es una gran freelancer, que es algo así como ser La Mujer Maravilla pero en joggin.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.