Salvar el fuego

Guadalupe Muro
Guadalupe Muro
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7 min readJul 5, 2020
@Martina Mallmann

Es lunes, uno de esos lunes donde todo está por hacerse y una está dispuesta a hacerlo. Cada vez que me preparo para dar un curso pienso en mi amigo Martín porque fue mi primer alumno, la persona que me hizo “maestra”. Martín un día se sentó a escribir un libro y lo escribió. No le pidió permiso a nadie, no pretendía saber escribir antes de escribir. Escribió. Sin darle demasiadas vueltas al asunto un día se sentó a escribir una novela y 500 páginas más tarde pensó que quizás sería bueno tomar clases de escritura y me llamó.

Yo le decía que no, que mejor llame a tal o cual que dan taller, que qué le iba a enseñar yo si no se nada y él que dale que quiero que me des clases y yo “bueno, si querés vení y tomamos un mate y lo miro y charlamos”. Y él que quería que le cobre y yo que no, que no da, que qué le voy a cobrar, que somos amigos y así hasta que con su voz siempre calma y amable me dijo: “Guadu, hay algo que yo sé que vos sabés y yo necesito que me lo enseñes, necesito que me lo digas”. Dicho así, hubiera sido muy poco generoso de mi parte no recibirlo, negarme a decirle eso que él creía que yo podía decirle y necesitaba. Así que acepté. Martín vino con su socotroco anillado y pasamos varias horas leyéndolo y comentándolo. Cuando me quiso pagar me negué rotundamente y él me dijo: “Tu tiempo, esto, todo lo que me dijiste, para mí tiene valor, dejame expresarlo”.

Pasaron los años y no volví a dar taller, siempre por las mismas razones. Hasta que me di cuenta de cuál era mi problema: yo creía que para dar taller tenía que saber y de lo posible saberlo todo. Es decir descubrí que estaba disfrazando con falsa humildad los delirios egomaníacos de una loca. Entonces pensé en mis maestros más adorados: en el poeta Hugo Padeletti, en mi gurú literaria María Sonia Cristoff, en Daniel Durand, en Santiago Llach, en Walter Cassara, en Esteban Buch, en Dionne Brand, en Steven Galloway, en la tremenda Sheri-D, en mi querido Greg Hollingshead y en la poderosa Beth Follet. Pero sobre todo, y con infinita gratitud, en Osvaldo Bossi y Stan Dragland, dos de las personas más sabias que conozco — y aún siendo enormes, de las más humildes. Ellos jamás hubieran pretendido saber, así a secas, y mucho menos saberlo todo. Ellos me ofrecieron tierna, generosa y dedicadamente todo lo que sabían hasta ese momento, nada más y nada menos. Lo que su red había alcanzado a atrapar, la cosecha de toda una vida dedicada a la literatura, todas sus horas de lectura desde que aprendieron a leer, su propia experiencia como escritores. Ellos me dieron, me enseñaron lo que ellos mismos habían aprendido. Y la imagen que se formó en mi cabeza fue la de una bellísima fila de personas extendida a través del tiempo que llegaba hasta la primera fogata que encendió alguna vez la humanidad y desde la cual provenía pasada de mano en mano una antorcha. Toda la humanidad jugando al teléfono descompuesto más largo de la historia.

Martín me hizo saber con su determinación aquella vez que, como parte de esa fila maravillosa de personas, había llegado el momento de pasarle la antorcha a otros, a él, que me la demandaba justamente y en buena hora.

Hace algunos años, mi hermano Valentín acudió a mí con una inquietud: quería escribir. Su pregunta más o menos era cómo hacerlo, cómo se hacía eso, qué tenía que hacer, por dónde empezar. Y yo le dije que nada más tenía que escribir. Que para escribir hay que escribir. No es nada que haya inventado yo y así de incompleta y redundante es la respuesta más acabada a la que hemos llegado. Y también le dije que se divierta haciéndolo. Valentín se puso a escribir y así escribió escribiendo y aprendió a escribir. Se encendió. Se incendió.

Al poco tiempo de esa conversación yo me apagué, dejé de escribir durante cuatro años. No era la primera vez. No sé arder sin consumirme. No sé alumbrar sin apagarme. No sé abrigar sin enfriarme.

Hace unos ocho meses, Valentín se acercó despacio a mí y revolvió con un palito este montoncito de ceniza gris en el que yo me había convertido. En sus ojos había amor y severidad. Con la leña humedecida por mi llanto de tantos años hizo una pila, después extendió su mano y me ofreció su antorcha. Yo, lejos de encenderme como las fogatas de San Juan, temblaba más bien como la llamita del termotanque cuando hay viento. Así que se quedó cerquita mío vigilando que no me apague, dele agregar palitos y bollos de papel y soplar y soplar esta llama. Implacable, con su fuerza de incendio forestal Valentín me dijo: “Yo confío en vos”. Y así fue que Valentín devolvió mi espíritu al fuego.

La paradoja de la escritura que se realiza en, y precisa de, profunda soledad, es que a la vez es una de las tareas más colectivas que existen. Mi editor y amigo Stan me dijo una vez: “As writers our work is to explore boundaries of language, by doing this we are exploring and, with some luck, expanding the ways in which we perceive the world and in which other people can become enriched by our research.”

La escritura conlleva una responsabilidad hacia el lenguaje (una alegre, feroz, lúdica, desesperada, demente, política, amorosa responsabilidad) y hacia todas las personas que existieron alguna vez, que existen y que existirán. Aunque la mayoría de millones no nos lea jamás. Eso no importa en absoluto. Importa una, esa que encuentra algo que le resulta propio en lo que escribimos. Y tampoco importa eso en absoluto, escribir es lo único que importa para quien escribe.

El escritor cubano Reynaldo Arenas en su libro Antes del anochecer cuenta que por distintas razones tuvo que escribir cada una de sus novelas más de una vez y hasta tres o cuatro veces. Todo otra vez, desde el principio al final. La versiones anteriores de cada uno de sus libros terminaron quemadas en el patio del fondo por alguna tía que entró en pánico ante la idea de que la policía revise su casa y la encuentre y hasta el mismo Reynaldo arrojó uno de los manuscritos completos de Otra vez el mar a una alcantarilla, temeroso de que lo estuvieran siguiendo. Y, sin embargo, siguió escribiendo con lapicitos que los amigos le escondían en troncos de árboles en el parque en el que vivió meses trepado a un árbol, prófugo de la policía de Fidel, por ser homosexual. Por ser “anti-revolucionario”. Escribía en un cuadernito antes del anochecer, es decir, hasta que ya no veía nada.

Y una tiene un lápiz y tiene un papel y tiene luz y no puede escribir. ¿Qué se necesita, entonces, realmente para escribir?

Preparo la clase del sábado, busco en la biblioteca aquellos libros que alguna vez me encendieron, los junto, los apilo, los leo. Y pienso en Tierra del Fuego, en la imagen tan bonita y, vista ahora en perspectiva, tan triste de las costas de los mares del sur, en ese mar helado y esa noche negra navegados por las canoas del pueblo selk’nam que alguna vez y ya nunca más, transportaron el fuego.

En los rescoldos de una cinta magnetofónica aún crepita la voz de Lola Kiepja y hace de la humanidad un silencio imperdonable.

Acerca de la ilustradora

Martina Mallmann: Nací en Bariloche y me críe en una chacra rodeada de montañas.Mi familia se dedicaba a la horticultura y gastronomía. La cocina es una herramienta que llevo conmigo desde muy pequeña. Me fui a vivir a Buenos Aires donde Estudie dirección de cine y en 2007 comencé a trabajar en el departamento de arte en producciones audiovisuales.

El trabajo en arte es transitar una experiencia que te pone en el desafío de investigar nuevos mundos y buscar en esos mundos los detalles que puedan generar una identidad estética de lo que se esta creando.Me interesa el proceso de creación de la propuesta a desarollar en torno a las necesidades estéticas de lo que se quiere trasmitir en la narración del film.

Armar el equipo de trabajo es una parte fundamental para el desarrollo del proyecto; tanto para lograr un buen ambiente de trabajo como para facilitar una comunicacion fluida, que hacen a la calidad del producto final.

Uno de mis hobbies es la ilustración; participo del anuario de ilustradores de Buenos Aires. Estoy muy interesada en el diseño de muebles y tengo un pequeño emprendimiento @selva.patagonia.

Todas las semanas escribo crónicas, principalmente de viajes. Colecciono voces, historias y retratos de personas que fui conociendo a lo largo del camino. Lo que leíste pertenece a la serie de correos enviados el año pasado. Para recibir los nuevos podés suscribirte acá o en el formulario a continuación.

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Guadalupe Muro
Guadalupe Muro

Escritora, performer, artista, cocinera y florista.